Jorge Berlanga, la persona por la que se creó expresamente este blog, escribió en el libro "¡Viva Berlanga!" coordinado y editado por Luis Alegre, un apartado titulado como este blog, "Mondo Berlanga". El libro gira alrededor del otro hombre que más admiramos en este lugar, Luis Gª Berlanga, padre de Jorge y sin duda uno de los mejores directores de cine de la historia, no solo española sino que también universal. Dentro de apenas tres meses se cumplirán ya tres años de la muerte de Jorge, increíble como pasa el tiempo que poco a poco nos separa de su persona, de su carne, pero por mucho tiempo que pase será imposible que nada nos borre el recuerdo que Jorge nos dejó. Para la gente más cercana su ser hizo mella en nosotros para siempre, para los que no le conocían personalmente en sus artículos y sus guiones podemos ver cierta parte del autor. Ahora recordamos ese pequeño artículo que comienza tan genial como recordando una comida con José Luis Borau ("Furtivos", "Tata Mía").
Mondo Berlanga por Jorge Berlanga:
Mondo Berlanga por Jorge Berlanga:
Hoy
hemos comido con Borau en la casa
de Somosaguas, centro gravitatorio de la
entropía familiar berlanguiana, término éste último, ya sea en modo femenino o
masculino, que nuestro flamante académico de la lengua anda empeñado en que sea
incluido en el diccionario con todos los honores como adjetivo. Nos enseña la
propuesta. ¿La definición? “Perteneciente o relativo a Luis García-Berlanga y
su obra” Lo que en el uso ya habitual en el lenguaje cotidiano, el habla común,
en la prensa e Internet viene a ser expresión de situaciones absurdas,
comicidad cáustica y enfoques grotescos que a veces proliferan en una sociedad
difícil de meter en cuadro. Mientras Borau se queja de que en la Academia a los
artistas les hacen poco caso y los que mandan son los filólogos, una paella
intenta salir por la puerta con vida propia, un perrito le muerde el talón a
una señora, a otra le cae la ensalada en el escote, un niño se atraganta con
una aceituna y un vecino en el chalet de abajo tira un cohete al cielo gritando
que los cables de la torre eléctrica les van a volver locos a todos. En tanto
que don Luis, impasible, se mete el dedo en la nariz y pregunta por la tarta de
chocolate. Borau concluye: “Nos hemos pasado la vida analizando las claves de
la obra de Berlanga, y en realidad lo único que ha hecho es retratarse a sí
mismo”.
Muchas
veces me han preguntado sobre la importancia de llamarse Berlanga o como es la
vida de un genio paredes adentro. Si mezclamos el batiburrillo de “Plácido” con
la familia Leguineche, unas pizcas de “Tamaño natural” y las disputas de “La
vaquilla”, podríamos hacernos una lejana idea aproximada. Mis primeros
recuerdos son un caos de gente y vocerío por casa con perfiles tragicómicos.
Algo parecido a lo que debió ser la infancia de mi padre en el venerable hogar
de los Berlanga en Valencia, bajo la férula maternal de mi todopoderosa abuela
doña Amparo, que yo represento como una versión fallera del camarote de los
hermanos Marx en delirante escenario de alta comedia en mansión de lujo
burgués. Con una impenitente afición al diálogo de sordos a gritos. Después de
haber conocido a mis tíos y primos, yo a veces pienso en un “petit mal”
hereditario, que incita al animal berlanguiano a una constante distorsión de la
realidad, lo que a veces lleva en sus deformados reflejos a un acertado
diagnóstico de la sociedad.
Si hubiera que hacer una biografía de Luis García-Berlanga, habría que
hablar de un gran plano-secuencia donde entran y salen personajes con aparente
sin sentido hasta llegar a un orden paradójico dentro de la dispersión. Y ahí
están el esperpento mediterráneo, el arte destinado a la quema, el susto
bromista de la traca y la desparramada embriaguez de la pólvora. La bohemia y
las largas vacaciones en tiempos de guerra, la experiencia bélica en la
División Azul semejante a las trincheras de Gila, la batalla del humor frente a
la estrechez cascarrabias de la dictadura, el rechazo a las ideologías, la
diletancia del anarquista pequeño burgués, los deliciosos infiernos
particulares del erotómano, la rebelión del individuo indefenso ante la
colectividad que lo fagocita, los placeres de la soledad y una carrera
salpicada de amistades brillantes. Bajo la mirada final e influencia supina de
una mujer extraordinaria: María Jesús Manrique.
De
niños, mis hermanos y yo nos imaginábamos la vida de nuestros padres, muchas
veces ausentes, como una estupenda película, con escenarios de lujo en la Costa
Azul, Cannes, donde aparecían Fellini, Brigitte Bardot, Anita Ekberg, Audrey
Hepburn y Emma Penella. Noches madrileñas de disipación divina junto a Tono,
Mingote, Mihura, la exquisita Conchita Montes y Edgar Neville. Luego con el
tiempo uno se enteró con desilusión de que el mundo del cine no era lo que
aparentaba y de la dificultad de hacerlo en España, especialmente cuando mi
llegada a la adolescencia coincidió con la época de vacas flacas, falta de
contratos y guiones frustrados en el cajón. Todo forma parte también del
pesimismo visceral berlanguiano del que tanto se ha hablado y tanto ha hecho
gala. Una falta de fe en la humanidad que no impide estimarla como argumento
favorito. Ese carácter de insatisfacción permanente siempre ha hecho difícil
trabajar con él. Incluso Rafael Azcona, con el que se complementaba a la
perfección, con aspecto de entendimiento común dentro de una discusión
constante, acabó rompiendo el matrimonio por pura desesperación, porque si
fuera por parte de Berlanga, nunca daría por terminado un guión, en su
costumbre de hacer eternas correcciones sin quedarse nunca a gusto. De ahí que
tantas veces la versión definitiva de los diálogos acabe surgiendo por
generación espontánea en el barullo del plató, o apurada hasta el último
momento en la sala de montaje. Se podría hablar de una capacidad de duda hasta
el infinito que yo mismo y unos cuantos hemos tenido que compartir cuando hemos
trabajado con él, para dejar que al final todo acabe como un pasmo divino
parecido al arte de magia.
El “Mondo Berlanga” de infiernos particulares y gozos solitarios,
más
que de puertas para dentro, yo creo que ha sido muy de ventanas para fuera. Su
proverbial egotismo siempre ha disfrutado de gran vida social. Y de hecho, hay
fundadas sospechas de que sus grandes alardes y conocimientos como erotómano
mayor del reino se funden más en el terreno de la teoría que en el de la
práctica. Más aún cuando en privado ha hecho confesión de ser el presidente del
club de los calzonazos, bajo la vigilancia de doña María Jesús, amor y motor de
su existencia, que ha tolerado sus aficiones de aparente perversión sabiéndolas
en el fondo inofensivas. Queda ese sótano con muñecas momificadas entre el
polvo, y el estudio en el piso de arriba, donde durante años no entró un
plumero, un paño o una escoba, hoy remozado, refugio y pandemonio de sus
fantasías entre fetiches, libros y prolija parafernalia del gran sadomasoquista
incapaz de matar una mosca.
Hoy
finalmente el universo ha de seguir en su absurdo berlanguiano mientras se
anuncia el deceso y mutación del cine, y en el aire queda el último proyecto,
una farsa sobre el aprovechamiento industrial de los muertos. Pero la acción
continúa sin que se oiga la palabra “¡Corten!”. Mientras el genio retirado
contempla con distanciada displicencia los noticiarios de un mundo que
aparentemente ya no le interesa, pero al que todavía le sigue encontrando la
gracia. En su silla de ruedas, espera salir al jardín empujado por una
estupenda señorita con ligueros y tacón de aguja. No quiere escribir sus
memorias, que se acuerden otros, porque desde la autoridad que le da la última
razón libertaria, sonríe con pícara complicidad y comenta: “Vivo en un desorden
austrohúngaro”.
Jorge
Berlanga.
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