sábado, 16 de junio de 2018

Muerto el padre, se acabó la rabia

El pasado lunes acudí a la proyección de "Matar al padre" (Mar Coll, 2018) en la Academia de Cine, una miniserie exquisita que enmarca la reciente historia de España a través de la caída en desgracia de un homo hispanicus. La directora logra una narración limpia rebosante de una comedia deliciosamente aburguesada, cuyo primer acierto es matar a Freud después de llevarlo a la literalidad, para ofrecernos la imagen de un padre perdido dentro de su propia fórmula, la culminación de un cabeza de familia cuya extrema organización y perfección no hace más que abocarle al desastre. Se trata de una comedia amarga. Siempre he dicho que las mejores comedias son aquellas que no tienen ninguna gracia, la serie falta a esta máxima en algunos gags, pero la sigue en su trama principal. Una historia gris vertida sobre personajes con luz, la tristeza emana de una rutina puramente biográfica, no digo autobiográfica pues no se trata de la vida de su creadora —de la que probablemente haya muchos guiños— sino porque es una biografía común. En todos los personajes parece haber algo de nosotros mismos, nuestra psique encadena las distintas relaciones de la ficción a experiencias de la mundanalidad. Somos nosotros, nuestro padre, la psicóloga y el vecino místico, de ahí el drama y la comedia implícita en nuestra propia existencia. Hay un factor narrativo muy importante hasta llegar a este punto, una descripción muy precisa de los personajes y una capacidad brillante para las relaciones entre los mismos. Coll nos lleva a este sentimiento biográfico desde los títulos de crédito que simulan un pasado a los protagonistas de esta serie. Pero, por encima de todo está el acierto en la elección de Gonzalo de Castro, actor todoterreno, antihéroe y personaje central de la película. Y digo película, pues, pese a su duración, ha de verse del tirón, como hicimos en la Academia, es un mundo tan innegable que no se presta a la fragmentación por semanas. Movistar la ofrece, como buena VOD, a la buena fe del consumidor, pero háganme caso, cocinen una buena cena y dense un atracón, sólo así podrán disfrutar de la evolución real de nuestro personaje.

Greta Fernández

Es curioso, porque en todo el contexto de "Matar al padre" persiste un poso literario, no filosófico ni cinematográfico, se trata de algo rigurosamente retórico. Coll escribe con buena letra, al alimón con Valentina Viso y Diego Vega, una serie divertida y reposada, su comicidad viene en muchas ocasiones de la larga meditación sobre todas las posibilidades que nuestro personaje central puede tomar, empezando por conocer las posibilidades del actor que lo interpreta. Así pasamos por varios perfiles que siguen una degradación notable, desde el bien posicionado abogado que narra sus batallas históricas en la mesa hasta el abuelo arruinado y mojado en el monte catalán. Hay en esta prosa de Mar Coll y sus colaboradores una influencia clara de una generación de escritoras con una notoria narrativa oral, sigue el rastro de la "Nubosidad variable" de Carmen Martín Gaite, en su manera de observar el mundo a través de personajes que cuentan sus experiencias a viva voz. Si la escritora salmantina utilizaba la alocada vena poética y filosófica de la psicóloga Mariana León en la novela citada, Coll cuenta aquí un hombre que vive todo en primera persona, su comunicación con el exterior —en este caso con el espectador— es pura y desaforada, consecuencia paradójicamente de su excesivo control. La propia Martín Gaite sentenció que para que una ficción fuera creíble no tenía porqué ser verosímil. Aquí estamos ante un "fenómeno Alcántara" pues, como a la familia de "Cuéntame cómo pasó", al protagonista le ocurren todas las desgracias posibles, desde el divorcio a la ruina por la estafa piramidal de Madoff. "Matar al padre" es sin duda una obra mayor y profunda, una comedia con la que ríes, recuerdas y disfrutas con el siempre genial Gonzalo de Castro, y en general con un reparto frescos, llenos de rostros que empiezan a sonar, jóvenes, y no tan jóvenes, que empiezan a matar al padre, como Greta Fernández, Marcel Borràs, Laia Manzanares y algunos rostros más de "Cites". Muerto el padre, se acabó la rabia. Al menos esto llegará a pensar el personaje en su fase hipocondríaca con referencias woodyallenescas. No dejen escapar esta serie en tiempos de cambio, político y climático.

Gonzalo de Castro junto a Mar Coll

sábado, 9 de junio de 2018

La rosa de San Jorge

"Qué más darán las múltiples decepciones que se han de desencadenar tanto en nuestro divagar como en nuestras aficiones en fechas de infortunio, si logramos renovar la ilusión de los días mágicos en el tiempo de las pasiones."
Jorge  Berlanga

Hay una rosa secando bocabajo en la cocina. Jorge ha ido a recogerme al colegio. En casa, él escribe hasta la hora del Pasapalabra, durante el rosco se concentran las llamadas telefónicas del día, al final las letras son lo de menos. Cenamos juntos, con mi madre, y si es día de serie la vemos. Los martes, "Los misterios de Laura". Los jueves, "Cuéntame cómo pasó". Desde pequeño había medrado en mí, inconscientemente, la necesidad de vivir como una familia normal. Fue una carencia que no comprobé hasta que Jorge fue a recogerme al colegio esa mañana. Siempre he tenido a alguien que viniera a por mí, pero Jorge nunca lo había hecho, cuando lo hizo fue un subidón de emociones. Nunca he sido tan feliz como los años que viví con Jorge, claro que coincidió con los años felices. Se fue demasiado pronto, duele esa idea meramente egoísta nacida del deseo de alargar aquellos años felices. Hoy apenas hay tiempo para pasiones y los días mágicos quedan cada vez más lejos. Con cierta asiduidad leo sus artículos, temiendo que un día no encuentre material nuevo con el que reír una última vez con él, busco en hemerotecas y en las antiguas carpetas de mi madre donde sus párrafos lucen amarillentos, gastados por el tiempo y que, sin embargo, años después continúan certeros. Permanece en mi la esperanza de que nunca leeré el último punto, la última coma, porque Jorge se quedó a mitad de palabra, interrumpido por una llamada en mitad del rosco. Cuenta la leyenda que de la sangre del dragón que mató san Jorge brotó una rosa. Hay una rosa secando bocabajo en la cocina. 

Agita el bastón. Ríe. Inventa palabras. Pesca. Rema. Ya no quedan recuerdos nuevos, son flashes trastocados por el baile que une en el tiempo mente e imaginación, fotografías, palabras, sus propias palabras, recuerdos de otros, artículos escritos bajo la misma influencia adulterada que ahora me invade. Me gusta leer sobre Jorge, en general me gusta leer sobre las personas a las que conozco, y sobre mi. Es reconfortante, lo único peor a que hablen mal de uno es que no hablen, que diría el poeta. Me encanta ver como Ussía, por ejemplo, recuerda, cuando le es conveniente, el viaje que realizó con Jorge por Islandia. Disfruto viendo como su figura de caballero trasnochado brota como las burbujas del champán en las columnas de opinión de sus colegas. La última, una de David Gistau en la que habla del dandismo y del señoritismo desvalido y, tomando a Jorge como la referencia más cercana, dibuja una escena en la que se levanta a encenderle la chimenea. He soñado que Jorge no está muerto. Era algo real, no le veía, no venía a recogerme, pero estaba vivo, le sentía vivo, porque cada vez veo más necesario que viva. Y vive, vive en esa figura que Gistau describe, está esperando en la cama y se levanta siempre que alguien le enciende la chimenea. Nunca encendimos la chimenea de la casa de Príncipe de Vergara, no era de verdad, un ornamento ficticio puesto ahí para alimentar el mito que fuma en pipa. Me despido porque este artículo me ha quitado las fuerzas, he caído, agotado, emocionado, porque no estás aquí, me voy a buscarte un rato.

miércoles, 6 de junio de 2018

El reino de Julita

Llego tarde al visionado de "Muchos hijos, un mono y un castillo" (Gustavo Salmerón, 2017), pero he seguido muy de cerca su recorrido desde el estreno en el Festival de Toronto y, una vez visto, merece ser reconocido en este espacio como la gran obra que es. Durante este tiempo el documental era uno de esos títulos que te vienen a la cabeza creando en tu subconsciente unas ganas ardientes de verlo. Incluso conocí a Julita durante el cocktail posterior de los Premios Goya. El film acababa de ser galardonado esa noche y por lo poco que había podido ver, Julita era de esos seres arrolladores que se ponen el mundo por montera, lo que había hecho que sucediera un fenómeno que he denominado como "admiración instantánea", algo que ya me sucedió con "Carmina o revienta" (Paco León, 2012).  Bajo los efectos de este prodigio vi a Julita, agasajada por las grandes estrellas del cine español, sentada en medio del ágape junto a Massiel mientras el Goya era agitado de un lado a otro y fotografiado por doquier. Me acerqué a ella y la felicité, era su noche, ya había entrado la madrugada y estaba cansada pero eso no le impedía seguir sonriendo con garbo y soltar algunas de las grandes joyas del naturalismo español. Hoy he visto el documental y sólo deseo volver a verla, reír con su humor diáfano e investigar todas y cada una de las cajas etiquetadas que guarda en su armario. Este tesoro filmado nos muestra a Julita y a toda la familia Salmerón en sus peores momentos y, sin embargo, sólo son capaces de arrancarnos carcajadas. Es deliciosa la mirada negra y sádica que la matriarca tiene de la muerte —la aguja, el cassette y el hábito—, todo el documental es una comedia amarga que Julita ilumina con su espontaneidad y su buen hacer. Se crece cuando su hijo Gustavo pulsa el botón de grabar, "resucita" como bien dice en uno de los extras del DVD, tiene el don del espectáculo, es una gran actriz, sin duda la mejor en hacer de sí misma.


Se trata de un documental al uso sobre la figura materna del director, hasta que esta madre resulta ser Julita Salmerón, una mujer de armas tomar que ha tenido todo lo que soñaba y ha perdido algunas cosas, de las que no pueden aparecer en sus trasteros. "Yo no tengo al Diógenes", salta cuando se le acusa de acumular demasiados "recuerdos". Pero según avanza el metraje vemos a una familia caótica que ha heredado el gusto de su madre por el "coleccionismo": cuando uno pregunta "¿Estas macetas las vamos a tirar?", no tarda otro en responder: "No, son mías". Y es precioso, porque todo ello responde al ideal romántico de la familia. La figura de Julita es un producto perfecto para película, se trata de una madre, más berlanguiana que almodovariana, con todos sus respectivos clichés —desde el tuppper al pensamiento impostado hacia la muerte— que complementa con una gozosa rama de excentricidad y originalidad. Siempre me he sentido ha traído por el mundo que rodea a mis abuelos y bisabuelas (sólo conocí a dos, no es que el gobierno de Sánchez me haya empezado a afectar), les grabo siempre que puedo y viendo a Julita he visto sus reacciones, su actitud, su vida. "Muchos hijos, un mono, y un castillo" enfoca a Julita Salmerón, pero es el vivo retrato de España, con su gloria y padecimiento, sus contradicciones y discordancias. Lo que convierte al documental en una obra maestra, en un ejercicio que podemos ver de forma incansable, es su tratamiento narrativo, un ejercicio exquisito de montaje con un clímax brillante: el ensayo del funeral de Julita. Ella lo tiene claro, "Si me muriera... ¡Qué bien! ¡Qué descanso!", pero nosotros ya no podemos vivir sin Julita y sin el magnífico sentido del humor de la familia Salmerón, también el de Antonio, el patriarca, el que mejor las suelta. Ha nacido una estrella, ahora sólo queremos verla y disfrutarla. ¡Viva Julita!

Antonio, el mono y Julita

lunes, 4 de junio de 2018

Terry Gillian de la triste figura

El semblante de Terry Gilliam se yergue entre la irreverencia y la provocación, el Monty Phyton más  cinematográfico ha superado todo tipo de obstáculos para estrenar su particular visión del Quijote, hasta un derrame cerebral que por poco convierte a Cervantes en el hombre que mató a Terry Gilliam. "¡Qué se joda Cervantes!", clama Gilliam completamente recuperado en el estreno de "El hombre que mató a Don Quijote" que clausuró el Festival de Cannes. Algunos días después asisto atónito a la proyección del film, el hidalgo caballero se abre paso en un jolgorio disimulado, hasta que una anciana, que momentos antes había vivido su propia odisea para llegar a la novena fila, suelta con ese tono que caracteriza a las señoras: "Hija, ¿pero qué es esto?". En ese momento rompo en una enorme carcajada, Gilliam sigue con su sueño y nosotros asistimos aturdidos a su santa "cordura", como define el universo del Phyton mi buen amigo Hipólito García Fernández "Bolo", que cuenta también con un pequeño papel en esta desventura absurda de caos y locura en la que todo tiene cabida, desde terroristas islámicos o productores con seductoras esposas a frívolos y excéntricos millonarios que se divierten con la merced de los tristes tramoyistas del cine. Porque detrás de esta opera magna, que reúne las grandes virtudes que el director parecía haber olvidado en pos de lo estrictamente cinematográfico, hay una exquisita fábula que Gillian traza como un canto de amor al cine, tomando para ello uno de los personajes más reconocidos de la literatura universal. Y lo hace como sólo Terry Gillian podría haberlo hecho, planos, escenas, una detrás de otra, escrito con líneas discontinuas en las que aparecen algunos destellos, aplaudidos, del Quijote original. Me sigue comentando Bolo, que fue también stand in de Alonso Quijano, que el rodaje era un caos, productores de varias nacionalidades recopilando las facturas y cabezas de gigantes en mitad del set. Un poco como se refleja al comienzo del film.

Pryce, teatro, artificio y oficio.

La cinta comienza en un rodaje, la típica relación del genio-creador y las musas, algo que Gilliam mantiene con mucha coherencia dentro del desorden provocado y provocador del film. La mirada del director es tan amplia como los grandes angulares que se cuelan atrayendo el centro y deformando las esquinas, estamos dentro de la desquiciada mente de Don Quijote, pero nuestro hidalgo dejó hace tiempo los libros de caballerías. Jonathan Pryce, el único hombre capaz de hacer hiperrealista el surrealismo, ya fue un quijotesco funcionario futurista en el "Brazil" (1985) de Terry Gilliam, interpreta al propio Quijano. En Pryce, soberbio, siempre hábil y medido en el momento de la carcajada —también para la señora de la fila nueve—, se reencarna el espíritu de amor cinéfilo, pues su personaje se cree Quijote por haberlo interpretado en la obra de ese genio-creador del que hablábamos antes. Ese director, fácil álter ego de Gilliam, es interpretado por Adam Driver, rostro más que habitual en la plantilla hollywoodiense, que termina por encarnar el ideal romántico que perpetuará a nuestro caballero por los siglos de los siglos. Porque Gilliam es un romántico, en él, irreverente creador, perdura la tendencia al artificio, el amor por mostrar las costuras de la imperfección que sin querer la hacen perfecta. Esos gigantes y cabezudos del tercer acto, totalmente teatralizados, son prófugos de "Las aventuras del barón de Münchausen" (Terry Gilliam, 1988), y ese Sancho acolchonado en un vertedero, es heredero directo del imaginario visual de los mendigos de "El rey pescador" (Gilliam, 1991) que viajan ahora de Nueva York a la Mancha. Y de repente Rossy de Palma y Sergi López, con acentos extraños, ilegales en un pueblo fantasma cuya ascendencia árabe nos remite a Cide Hamete Benengeli, entramos en el juego del propio Cervantes. "¡Qué le den a Cervantes!", vuelve a clamar Gilliam. Yo ya me he perdido hace tiempo, no entiendo nada, solo disfruto y río atónito, me he convertido en la señora de la fila nueve. Se apodera de mi la subjetividad que me invade cuando el cine traspasa la pantalla y se enreda en las butacas. "El hombre que mató a Don Quijote" es lo más Terry Gilliam que nunca veremos. Al final aparecen los nombres de Jean Rochefort y John Hurt, dos Quijotes que fueron y también se perdieron en el sol que ya cae anaranjado.