martes, 26 de diciembre de 2017

Wonder Woody

Ha vuelto el niño pelirrojo de "Annie Hall" (Woody Allen, 1977). Esta noticia ya es suficiente como para celebrar la llegada del penúltimo film del gran director neoyorkino, que según va cumpliendo años parece agarrarse con mayor intensidad a una de sus frases más populares: "No es que tenga miedo a morir, simplemente no quiero estar ahí cuando ocurra". En "Wonder Wheel" (Woody Allen, 2017) viaja directamente a su infancia en el Brooklyn de los años 50' para narrarnos con lucidez una exquisita tragedia griega impregnada de la estética de Tennessee Williams y Eugene O'Neill. Una historia de traición dónde el espectador tiene la oportunidad de empatizar con cada uno de los personajes, que sin embargo parecen trazados a brocha gorda. "Wonder Wheel" se hubiese convertido en una de las grandes obras de Broadway a mediados de la década de 1950, interpretada por Liz Taylor y Paul Newman o Marlon Brando. Hoy sería una de esas grandes obras admiradas desde la distancia, casi un delicioso resquicio arquitectónico como la hipnótica noria de Coney Island, casi un eje referencia en "Wonder Wheel". Pero como le lleva sucediendo a Woody desde que el anillo cayera en el Támesis en "Match Point" (Woody Allen, 2005), sus mundos viven en el condicional, en lo posible y en el azar. Matices que él mismo admite y que confiesa heredados de Chéjov. Lo cierto es que es una de sus obras más bonitas y significativas, no hablo del cine ni de sus grandes obras maestras, hablo de una historia contada desde dentro, donde uno sabe lo que debe ocurrir pero no por donde puede huir nuestra heroína derrotada. Esa huida, el tercio final del film, es el Woody Allen más serio, elegante y exquisito que he visto en toda su filmografía.


Las críticas hacia la película giran en torno al concepto de "teatro filmado". Efectivamente lo es, y esa es su mayor virtud, pues el autor es plenamente consciente de esa concepción y junto al maestro de la luz Vittorio Storaro, realiza un ejercicio exquisito de iluminación teatral. Focos que llegan del cielo como un deus ex machina del lenguaje cinematográfico no escrito, tonos fríos y cálidos que se amoldan a los vaivenes emocionales de la catártica protagonista. Secuencias desenvueltas con una técnica deliciosa que se desarrollan con total naturalidad, no hay nada forzado, la técnica y el enigmático ejercicio de luces acompaña a la acción. Cuando parece que la película es algo más te das cuenta de que es solamente Kate Winslet, actriz venida a menos superada por esos sonidos de feria "a los que nunca te acostumbras". Una suerte de Blanche DuBois encerrada en su propia psicosis y sin ningún extraño que la salve de la realidad. Viendo el film de pronto me venían a la cabeza esas escasas y vibrantes escenas que se desarrollaban en "Todo sobre mi madre" (Pedro Almodóvar, 1999). Allí estábamos con Marisa Paredes representando sobre un escenario, aquí estamos directamente sobre las tablas, saboreando una nueva puesta en escena teatral, tal vez el único camino para la supervivencia del teatro ahora que el cine parece haberse trasladado a los ordenadores. Pervive en toda la obra reciente del neoyorkino un mágico aroma a nostalgia que nos embriaga, ninguna de sus películas deja indiferente. Pero sus dramas tienen algo especial, siempre perfilados desde el punto de vista femenino: "Las mujeres viven, sienten y expresan más cosas", sentencia. Claro que también existe un lenguaje estético, un hombre en pleno brote psicótico se ve como un ser violento y peligroso, carne de cañón para las feministas, una mujer desquicia es un Oscar en bandeja de plata.

Woody dirigiendo entre Winslet y Timberlake

Tony Sirico
Sin embargo en "Wonder Wheel" pervive el Woody Allen del absurdo, la mayoría de las decisiones se toman de manera fortuita y cuando los propios personajes deben decidir dudan y toman la peor opción a ojos del espectador. Esta noria de la nostalgia gira como una odisea donde todo es drama, exhalando irremediablemente la comedia que se desprende de la parte trágica de la vida. Esos dos mafiosos sopranianos, presentados con una sonrisa y autores de un amargo final, no son más que la caricatura de este sentido del humor irónico y cruel que recuerda al mejor Woody. La primera parte de la película presenta una estética de Coca-Cola y unos personajes con un narrador algo innecesario e irritable que alarga demasiado una parte que dramáticamente poco importa al espectador, quien terminará quedándose prendado de los brillantes brotes interpretativos de Winslet para convertirse en el principal objeto de esta tragedia. Hay en esta primera parte un delicado monólogo en el que nuestra protagonista narra con gran brillantez su anterior vida, todo en un primer plano paralizado, iluminado según las emociones que se pierden en palabras para acabar dando una lección teatral en las salas de cine de todo el mundo. Justin Timberlake juega aquí el papel de estrella del montón, cumple con la parte ñoña que exige su subtrama —narrador irritable— completando así la postal de época que Woody Allen enmarca sin dificultad. No es el Woody que levanta carcajadas, tampoco es el Woody-Bergman de "Interiores" (1978), es un Wonder Woody que destaca por su unicidad. Un Woody perdido en nostalgia que ya ha rodado su siguiente film "Un día lluvioso en Nueva York", cuyo título a punta desde luego en la misma dirección.

Kate Winslet, Jim Belushi y Woody sobre las tablas

¿Queríais democracia?

Es muy sencillo escribir un artículo a gusto del español medio, elaborar uno de esos mensajes virales en los que se pide por la paz y el diálogo, convocar manifestaciones con banderas teñidas de blanco-rendición, sufrir por las ancianas apaleadas que se esconden tras una perversa sonrisa, y llorar. Llorar por cómo nuestros compatriotas se ven arrastrados por el nacionalismo extremo, llorar más viendo cómo dos pueblos se enfrentan en vez de sentarse a hablar, llorar de impotencia porque como personas civilizadas sabemos cuál sería el paso correcto. Este no es ese artículo. No soy un gran admirador de la democracia tal y como la entendemos hoy en día, por eso me sangran los oídos cada vez que escucho a algún ferviente demócrata clamar por el referéndum y el derecho decidir. Todo radica en la más que acertada teoría de Brennan, que pone en duda el valor del voto de un ser inepto. El problema nace de que que el deseo de votar está en todos nosotros, tenemos el ansia de decidir y de sentirnos relevantes en una sociedad que se ríe de nosotros, mientras Charles Chaplin nos ve entrar como ovejas en la fábrica. Luego están los carneros, los antisistema sin los cuales no podría existir sistema alguno. Los catalanes se han convertido en una especie de masa disforme compuesta por independentistas, políticos desfigurados, pelo, antitaurinos y corrupción, esto último no hace más que acercarnos entre naciones. Vivimos en un país que tiende a generalizar —por la circunstancia histórica de haber sido gobernados por un general durante cuarenta años— y por lo tanto el resto de catalanes que no se sienten dentro de esta masa no son relevantes (al menos para este artículo), pues su gentilicio lleva ya una connotación imborrable.


"¿Queríais democracia? Pues tomad democracia", decía la condesa postrada en su cama de "Patrimonio Nacional" (Luis García Berlanga, 1981). Lo cierto es que esa afirmación se la he escuchado a distintas personas en contextos completamente diferentes y me aventuro a afirmar que sin la referencia de Mary Santpere en mente. Las nuevas elecciones en la esquina noreste de la península han vuelto a desplegar las tiendas de campañas, estacionándose como esos camping que no prevén la riada que les va a llevar por delante. Mientras en Bruselas sucede en paralelo la subtrama más ridícula y berlanguiana de todas, un político huido presenta su candidatura desde el exilio. La estelada ondea cada atardecer en sus colores de siempre, cambiando de dirección según la mueva el viento, impasible. Este verano todos suimos catalanes bajo el lema "No tinc por!", a estas alturas nos estamos acercando al "No t'importe!". Si hay algo por lo que toda esta sinvergüenzada haya tenido sentido es por la reconciliación que ha supuesto entre el pueblo español y su bandera. Todavía hoy, pasada la efervescencia nacionalista del momento, resisten varias banderas en los balcones de España junto a los adornos navideños. Ha costado que muchos borren el águila de sus banderas, y ese paso se lo debemos al procès. Empezaba a resultar ridículo ver las películas americanas con banderas en el porche mientras nosotros solo lucíamos nuestros colores cuando pasábamos de cuartos en algún mundial. Y pese a todo llamábamos a nuestro equipo "la roja", que tiene narices. Pero lo más probable es que mi sueño de un país sin prejuicios ni complejos sea una ilusión, porque me he dado cuenta de que este verano hay otro mundial y probablemente hayan dejado las banderas fuera para no hacer un doble esfuerzo. 

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Alguien violó sobre el nido del cuco

Hoy en día para ser un gran periodista de investigación no hace falta más que visitar algún teatro de mala muerte de Los Ángeles y entrevistar a alguna actriz fracasada para que te diga qué productor le tocó qué parte en qué fiesta. A partir de ahí las acusaciones de mayor nivel caerán rodadas y el artículo estará servido. La revista Time ya ha escogido a su "persona del año 2017" y como no podía ser de otra manera han resultado ser "las rompedoras del silencio", es decir, todas aquellas actrices de segunda fila, scripts y asistentes de maquillaje que han denunciado los abusos sexuales en Hollywood (varios años después de que ocurriesen). Justo en el momento oportuno, cuando la mayoría de esos delitos han prescrito y sus malogradas carreras son ya irrecuperables. Dice el editor de Time que lo que se pretende es reconocer "la rapidez del movimiento social #MeToo", el problema es que este "movimiento" no se haya dado en España pues somos el doble de rápidos que cualquier otro país en unirnos a cualquier cosa —siempre y cuando no cueste dinero—. ¿Qué ha pasado durante este largo período de silencio? ¿Estaban todos los afectados superando los daños morales? ¿O es que el enfado por no haber conseguido el papel que les prometieron no les dejaba pensar con claridad? Ahora cada semana tenemos un nuevo acusado en el foco, ya no son necesarias pruebas fundamentadas para culpar por violación (nunca consumada del todo, si se fijan en todas las declaraciones). Por lo que si es usted un personaje público y está leyendo esto ándese con cuidado, puede ser el siguiente.

No consigo reconocer a nadie para el pie de foto

Eterna Angela
No estoy tachando a las valientes rompedoras del silencio de mentirosas, no se confundan, sólo pretendo hacerlo de oportunistas con una vaga estrategia. La gran Angela Lansbury era víctima de un ensañado vudú globalizado la semana pasada por declarar que "tenemos que aceptar el hecho de que las mujeres, desde tiempos inmemoriales, han intentado hacerse más atractivas". Algo parecido al oportunismo que comentaba pero con la precavida delicadeza inglesa que distingue a Lansbury. La presión fue tal que la actriz, que a sus noventa y dos años no está para disgustos, tuvo que hacer un comunicado matizando que el hecho de mostrarse especialmente atractivas "no es ninguna excusa para un comportamiento inapropiado". Ninguna persona perteneciente al primer mundo debe aceptar los abusos. Después de citar el segundo artículo del código moral internacional, debemos ir más allá y preocuparnos por las consecuencias que hoy puede tener una acusación no fundamentada o que, incluso siendo real, llega en un momento especialmente conveniente. El #MeToo ha llegado a extremos inimaginables, el caso de Kevin Spacey es un buen ejemplo. No se deben aceptar bajo ningún concepto los actos que ha cometido, sin embargo es imprescindible aprender a distinguir. Que haya tocado a profesionales de su entorno es repugnante y se debe recriminar, pero no quita que sea un inmenso actor merecedor de dos premios de la Academia. Si juzgásemos a todas las grandes personalidades por su código moral no quedaría títere con cabeza. Las medidas que se han tomado con Spacey son absurdas, empezando por quitarle el Emmy de Honor, un premio que se supone que reconoce la labor de una carrera profesional.

Harvey y Kevin
Hollywood es un estercolero bañado en oro, cuando se les escapa algo de porquería la imputan de todos sus crímenes para ganar tiempo mientras reparan el agujero por el que se ha escapado. El hundimiento de Spacey no termina aquí, han anulado todos sus proyectos y Ridley Scott ha eliminado todas sus secuencias en "Todo el dinero del mundo" (Ridley Scott, 2017) volviéndolas a grabar en tiempo récord con Christopher Plummer. Por último Netflix ha anunciado que "House of Cards" (Beau Willimon, 2013-2018) terminará con una sexta temporada con Robin Wright al frente y sin Spacey, añadiendo que "esta idea ya estaba tomada desde hace tiempo". Lo que nos hace pensar que tal vez todo sea una estrategia de marketing para poner a una mujer, ahora que está de moda, al mando de una serie que estaba hecha por y para Kevin Spacey. Pero esto no empezó con el malo de Kevin, sino con un cabeza de turco mucho más fácil y repulsivo, Harvey Weinstein desencadenó este "alguien violó sobre el nido del cuco, adivina quién". Ya había acusaciones contra el gran productor, era eso que las publicaciones sensacionalistas llaman un "secreto a voces", pero llegó el momento y él era el instrumento perfecto para desencadenar la estrategia. Con un físico cercano al de un gorrino zamorano, cualquier persona se horrorizaría imaginándose a Weinstein en albornoz y más aún si añades que estaba dando un masaje a una joven actriz en un lujoso hotel. Desde luego su mujer no esperó más que unas horas para compadecerse de las víctimas y pedirle públicamente el divorcio.

Dustin, acusado por hacer un mal chiste verde hace treinta años

Dos viejos amigos
La lista es interminable, muchos de los acusados no nos llegan porque son celebridades estadounidenses, a lo mejor en breve nos descubren que Donald Trump también es el autor de tocamientos no deseados, sería una sorpresa desde luego. Las últimas en llegar han sido las grandes actrices, las que triunfaron y no sabían nada de estos comportamientos, pero que ahora los critican y condenan vía Instagram. Una de las últimas noticias destaca "siete mujeres han acusado a George H. W. Bush, de 93 años, de agarrar sin consentimiento su trasero durante la toma de fotografías", un acto verdaderamente repugnante. El gran acierto está en que esta vez las acusaciones han dado en el clavo, las condiciones eran las adecuadas: el auge del feminismo, el momento de renovar Hollywood y víctimas que estaban en el punto de mira desde hacía décadas se unieron en un mismo artículo, escrito por Ronan Farrow. El periodista neoyorquino ya lo había intentado con su propio padre publicando una carta de su hermana con motivo del estreno de "Café Society" (Woody Allen, 2016) —ciertamente no sé si era el motivo, pero coincidió—. No contó con que cualquier acusación contra Woody es tirar su tiempo a la basura. Woody Allen pertenece a la generación de Roman Polanski, un neurótico con claustrofobia enamorado de la hija adoptiva de su mujer y un pobre viudo que ahogó sus penas con una joven de trece años durante una picante sesión de fotos. Si a eso añadimos que son dos de los grandes creadores del siglo XX, no sólo se les perdona sino que se les defiende públicamente e incluso se les dan Oscars. Pero la franja en la que se mueven Weinstein y Spacey es distinta, son unos cerdos y no van a volver a trabajar.

Dos grandes expertos en escándalos sexuales

Ronan con el que Mia Farrow dice que es su padre
Ronan Farrow acertó con su exquisito artículo que destapó el "caso Weinstein" y ahora hay sondeos que lo sitúan como el próximo presidente de los Estados Unidos, él aún no se ha pronunciado al respecto pero probablemente su ambición no vaya más allá de acudir a las cenas benéficas de la Gran Manzana y seguir publicando en su humilde periódico. Que nadie investigue alrededor de las grandes figuras de Hollywood clásico, quién sabe qué tipo de comportamiento depravado podemos encontrar detrás de las orgías de Jack Nicholson, por no hablar de los guateques en la piscina de Rock Hudson. Si eliminásemos sus rostros de la historia del cine a penas nos quedarían dos o tres planos holandeses y películas tan imprescindibles como "Armas de mujer" (Mike Nichols, 1988), eso si no sale nada en contra de Harrison Ford con motivo del próximo rodaje de Indiana Jones, Dios no lo quiera. Esta medida que aquí expongo puede tacharse de extremista o histérica, pero viene propuesta a raíz de las medidas que ha tomado la HBO, eliminando todo el material que incluía al cómico Louis C.K. de su catálogo. Lo raro es que Time no haya elegido a Ronan Farrow como persona del año, al fin y al cabo las víctimas hoy sólo serían actrices fracasadas en un teatro de Los Ángeles sin él. Antes de cerrar el artículo me encuentro con otra noticia "Kevin Spacey ya abusó de un joven actor durante el rodaje de Sospechosos habituales". Lo que me recuerda que no es mal momento para recuperar este clásico del noir moderno, ahora que su director está desaparecido... tal vez por algún escándalo sexual.

Pídele peras al olmo

"El autor" (Manuel Martín Cuenca, 2017) nace del cinismo y la frivolidad que predominan en nuestra sociedad, dónde todos pedimos peras al olmo para alimentarnos del resto como carroñeros. Llegados a este punto Martín Cuenca y su co-guionista habitual, Alejandro Hernández, desarrollan una idea sencilla —¿y si un ser completamente gris, arrollado por el éxito de su mujer, decidiese escribir una novela?— nacida de un relato de Javier Cercas. "El autor" deviene entonces en la fórmula del proceso creativo, ese camino destinado a los grandes creadores que puede convertirse en la absurda obsesión de un mediocre. Javier Gutiérrez está impecable en esa mediocridad, en ese hombre de mirada perdida dispuesto a cualquier cosa por levantar su novela. El guión termina pronto con todos los clichés del mundo literario para servirnos una idea totalmente desquiciante a partir de uno de ellos. "Escribir siempre sobre algo real, algo que hayas podido vivir como autor", sentencia Antonio de la Torre en su primera clase, sin imaginarse el peligro que acaba desencadenar. En ese momento la película, que había permanecido en un género inerte, toma matices de comedia negra y sátira dramática, sorprendiendo con sus medidos y meditados giros de guión. "El autor" es una comedia que nace de sí misma, lo que la convierte en un producto totalmente cínico y triste aunque brillante. El humor nace de la situación, cada vez más complicada, haciendo que el film cambie de trama y género sin darnos cuenta.

Antonio de la Torre y María León

Martín Cuenca y Gutiérrez en el rodaje
Los creadores del film saben que tienen una idea brillante entre manos y se dejan guiar por su propio ego, cometiendo un desliz privado al estirar escenas innecesarias o dando se sí diálogos que no dicen nada, reforzando así su innegable origen literario. Pero esto no supone un problema, excepto para el espectador ordinario, es una cuestión de ritmo. Los guionistas saben en qué momento deja de funcionar una parte de la trama o empieza a hacerse pesada, el problema está en que lo llevan hasta ese límite al que no todo el mundo está dispuesto a llegar. "El autor" es una comedia negra con alma de drama europeo, una obra tan refinada como popular, una muestra de amor a sus personajes y un reto para el espectador. Es el tipo de películas que aspiran tanto a entretener como a llevar al cine un paso más allá, cine de autor sin pretensiones ni repelencias de alumno aventajado. Martín Cuenca rueda con un estilo sobrio y completamente académico, huye del artificio para entregarse a una historia que atrapa y envuelve en una atmósfera de gotelé, muebles de IKEA y calor sevillano. "El autor" es el film perfecto para celebrar el momento álgido que vive el cine español que acaba de romper la taquilla con siete películas en el Top10 de taquilla. No hay nada mejor que nuestro cine para conocernos a nosotros mismos.