sábado, 5 de agosto de 2023

Yo sobreviví al Barbenheimer

Lo que se ha dado este año con el estreno simultáneo de dos productos del marketing hollywoodiense tan diferentes como efectivos –Barbie (Greta Gerwig, 2023) y Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023)– es un hecho sin precedentes. El público ha acudido en masa, o en rebaño (mejor dicho), logrando datos de asistencia a las salas que no se veían desde tiempos anteriores a la pandemia. Vacaciones de verano (Santiago Segura, 2023) también ha contribuido sustancialmente a este llamamiento colectivo. Las películas son lo de menos en este tipo de fenómenos. El espectador medio va a disfrutar de lo que le han servido porque, como decía Billy Wilder, un individuo solo es un imbécil pero varios imbéciles que se ponen de acuerdo son un genio de la crítica. Por eso, suelo abstenerme de la crítica convencional y dedicarme sencillamente a las recomendaciones de aquello que me gusta, a riesgo de parecer un simple imbécil individual. Sin embargo, el fenómeno denominado Barbenheimer ha tenido tal repercusión que merecía ser recogido, al menos, en unas breves líneas. En cuanto a la calidad cinematográfica de ambos productos simplemente diré que una es una película y la otra un anuncio de Mattel. Siempre he admirado la capacidad de Nolan para deconstruir una gran historia y aún así hacerla irresistible. Esa capacidad de convertir una ecuación en un thriller es algo fascinante, tratar de diseccionar como lo hace nos sumergiría en varios párrafos repletos de pedantería que tampoco me apetece elaborar. Hoy en día no es necesario cocinar, vayan directamente al restaurante. El orden correcto de los platos, en este caso, sería la muñeca de primero y la bomba de postre. El elegante blanco y negro de algunas secuencias de Oppenheimer calma sofisticadamente la pupila espasmódica, consecuencia del exceso de color y absurdeces varias de Barbie


Tanto la una como la otra tienen una significación que no me importa lo más mínimo. Si bien ya he dicho en contadas ocasiones que estoy deseando que el grueso de las mujeres directoras abandonen esa necesidad fisiológica de condenar al sexo en inferioridad de condiciones (oséase, a día de hoy, el masculino) por años de machismo biológico –y ya más recientemente intelectual– en pos de contar historias, que seguro que son fascinantes. No niego que en ocasiones pueden ir de la mano. Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma, 2019) y Promising Young Woman (Emerald Fennell, 2020) son dos cintas brillantes que aúnan cine, compromiso, igualdad y, por encima de todo, belleza y entretenimiento. En España, La noche que mi madre mató a mi padre (Inés París, 2016) me parece otro ejemplo destacable. Estoy harto de películas sin trama, de retratos estilizados, condenas feministas, panfletos ideológicos y metáforas de brocha gorda. Creo que las mujeres y el feminismo se merecen algo más que Barbie. Sólo reí en una ocasión, una estupidez, humor físico más propio de Chaplin o alguna mujer, para que no me acusen de lo contrario. Amy Schumer, por ejemplo, que estuvo muy de moda hasta que desapareció. Aunque yo siempre he sido muy de Goldie Hawn. Espero que esta crítica no se considere mansplaining, después de todo creo que no hay demasiado que explicar de una obra tan superflua, simple y vacía como Barbie. Decía, una vez más, el maestro Wilder, que los mensajes los mandaba por correos. De hecho, el cine de mensaje y propagandístico lo tenemos asociado a un tiempo histórico que creo todos estamos de acuerdo en no repetir. Los pobres estadounidenses, que siempre han estado a la cabeza de todo, no hacen más que arrepentirse de años de fascismo, esclavismo y machismo. Culpándose de la historia –craso error de la era contemporánea–, juzgando como si aquello se estuviese produciendo hoy en día o con la misma situación y circunstancias que hoy en día, mejor dicho. El poso final de Oppenheimer, que no se me hace larga en ninguna de sus tres horas de metraje, es desolador. Nos hace pensar. Algo que a Wilder tampoco le gustaba. El cine está para distraernos de nuestra mundanidad. Oppenheimer lo hace durante su metraje (ojo a los Oscar que merecen Emily Blunt y Downey Jr.), pero nos hace volver rápidamente al mundo real en cuanto termina. Bastante pesimista soy como para que me lo recuerden. Siempre es bueno que la gente vuelva a las salas, aunque sea como en aquella secuencia de Tiempos modernos (Charles Chaplin, 1936), todos con un mismo destino, disfrazados de sexos binarios que lucen de rosa, como un rebaño, incapaz de pensar demasiado. 

martes, 11 de octubre de 2022

Chanel desfila para Picasso en el Thyssen

Chanel/Picasso hasta el 15 de Enero
El Thyssen fue la primera fiesta a la que asistí con apenas catorce años, una especie de presentación en sociedad entre canapés surrealistas y baronesas encadenadas. Casi una década después, Carmen Cervera sólo está atada a su cigarrillo electrónico, que fuma en la terraza conversando con sus amistades y siendo interrumpida por los eternos pelotas que desean respirar el aristocrático humo de la baronesa Thyssen. 

 

—¿A ti te ha citado Chanel o el Thyssen? —me pregunta uno de esos pelotas impertinentes. 

—A mí Picasso —respondo mientras me acerco a saludar a Carmen Lomana (probablemente la mujer que mejor sabe llevar un Chanel) que conversa bajo los retratos de los barones con Mónica de Tomás Daniel San Martín

—Acabo de estar con el ministro [Iceta], es encantador —me dice Lomana mientras rechaza un canapé de foi. 

—Claro que sí, hay que estar con todo el mundo —sentencio mientras rescato el aperitivo repudiado.

 

La terraza de fuera se convierte en el punto de reunión de modernos y actores varios. Rossy de Palma hace un despliegue impresionante de su presencia entre plumas y gestos mayestáticos, como el efusivo abrazo al recibir a Pedro Almodóvar. Echamos de menos a Penélope, santo y seña de Chanel en todas las alfombras. También están por ahí Greta FernándezPol Monen, además de Paco León Pelayo Díaz, compitiendo por quien llevará más tiempo un sombrero bajo techo. “Yo, chica, es que en esta fiesta no conozco a nadie”, dice una snob venezolana con pendientes de Chanel, ante la mirada de Juana Acosta, siempre la más elegante de nuestro cine, con permiso de Marisa Paredes. 


 

Nos retiran el champán para entrar a ver la exposición, impidiendo así cualquier ataque de furia dipsómana. Madres que son hijas de papá, pasean a sus hijas vestidas de Chanel hasta las orejas, evidenciando las palabras de Maurice Sachs que abren la exposición: “el genio de Chanel radica en la miseria rica, lo barato-costoso, la pobreza encantadora”. Actores e influencers esperan a que pase el grueso de los invitados, no sé si para poder hacerse fotos o por miedo a quedarse sin canapés o Coca (Cola). Entre tanto moderno y nuevo rico es una gozada encontrarse con Allegra Hohenlohe y su madre, María del Prado.

 

—Vengo directa de la uni —me dice Allegra disculpándose por su indumentaria.

—Ya podría ir todo el mundo así a la universidad —digo sorprendido, porque va estupenda.

 

Boris Izaguirre se pasea de arriba para abajo como si estuviera en uno de sus platós, dice algo de Tamara, pero no presto demasiada atención. Vega Royo-Villanova bromea sobre el robo de alguna pieza de la exposición ante la constante interrupción de una de las alarmas. Lo cierto es que no sería difícil imaginarse alguna escena al más puro estilo How to steal a millionNaty Abascal aparece en escena con ese porte regio que la caracteriza y ese acento sevillano que la humaniza al instante. Me presenta a Almodóvar, a quien le transmito mi pena por el abandono del proyecto de Manual para mujeres de la limpieza. “Era un rodaje que requería de mucha movilidad y yo tengo la espalda fatal. Se va a rodar, con mi guión. Pero queda la pena de no rodar con Cate [Blanchett] que ahora es lo máximo”, me dice ante Las tres Gracias de Picasso. 

 

“¿Se sale por aquí?” pregunta Juana Acosta atravesando una cortina que nos lleva a la tienda de regalos. En el cocktail los actores más jóvenes atacan las bandejas nada más salir. Saphie Wells & The Swing Cats amenizan la velada con una voz felina de jazz algo aterciopelado, Chus Gutiérrez anima a todos los barones aposentados en sus sofás para ir a aplaudirles. Pedro, Rossy y demás almodovarianos aprovechan para cambiarse de sitio, no sé si les era más incómodo el sofá o los retratos de los reyes eméritos que tenían sobre sus coronillas. 

 

Hasta emito un pequeño grito de sorpresa al ver a mi querida Ágatha Ruiz de la Prada. 

—¡Qué ilusión, cuando he visto al innombrable no esperaba verte hoy! —espeto mientras saludo a José Manuel Patón, siempre encantador. 

—Lo sé, ¿por qué le invitarán a mis eventos? —bromea, añadiendo que tiene que agatizarme, y me siento gris por un momento.

 

Las conversaciones se van diluyendo. Los círculos se van cerrando. Las baronesas se van marchando. Carmen Lomana se despide abruptamente por un incidente doméstico, yo fantaseo con la imagen almodovariana de Carmen entrando en su cocina inundada con su look de Chanel. Borja Thyssen Blanca Cuesta atienden a los invitados hasta el final. Y yo me quedo hablando con Allegra y unas mexicanas encantadoras hasta que deja de llover. Una noche espléndida, donde la única decepción fue no encontrar ningún producto de Chanel en la bolsa de regalo, sobre todo después de haber estado diez minutos hablando de cremas con Teresa de la Cierva.


viernes, 9 de septiembre de 2022

The Remains of The Crown

Es la hora del té en Balmoral, la finca que el Príncipe Alberto le regaló a su esposa, la Reina Victoria. Isabel II del Reino Unido ha fallecido la pasada noche y la "Operación Puente de Londres" se ha puesto en marcha hace horas, como si se tratara de la muerte de Mata Hari o algún miembro destacado del Mi6. Edward Young, secretario personal de la reina, sirve la real infusión como de costumbre para no levantar ninguna sospecha entre el servicio menos entrenado, mientras se realizan las llamadas pertinentes. "Majestad..." se dirigen por teléfono al rey Carlos III. Sólo con el cambio de tratamiento ya sabe que su madre ha muerto y debe trasladarse a la residencia de verano. El resto del mundo sigue con preocupación la noticia sobre el estado de salud de la monarca, una noticia extraña por lo difuso de su información. Los medios de comunicación rescatan los borradores que ya tenían del obituario de la soberana y comienzan a actualizarlo con multitud de halagos, destacando su indómita capacidad para estar al pie del cañón hasta unas horas antes de despedirse. Los mismos cañones que en apenas unas horas lanzarán noventa y seis salvas, una por cada año de vida, una por cada año de historia. Liz Truss, flamante Primera Ministra del Reino Unido, ensaya estoica su discurso en el baño de servicio de Downing Street. Cuando la vio hace unos días no podía imaginarse que el deceso sería inminente. Una tragedia para la nación, pero la ocasión perfecta para entrar por la puerta grande en el Parlamento Británico. La muerte suele traer serenidad, aunque sea señal de una inminente tormenta, la señora Truss tendrá tiempo para prepararse. No tanto como el que ha tenido Carlos III, un hombre que sabemos sarcástico, cínico y habido de un exquisito sentido del humor, pero también sensible y quizás algo vehemente. "Tiene que grabar el discurso, majestad", vuelve a recordar así que su madre ha muerto. La reina. La mujer inmortal que nos acompaña a muchos desde que nacimos, todos los que no hemos conocido un mundo sin ella. La mujer que se convirtió en una suerte de abuela aristocrática a la que recurríamos en miles de conversaciones, como si se tratara de un miembro más de nuestra familia. Una abuela que se verbalizó así tras la muerte de Diana, haciendo de tripas corazón para acompañar al pueblo británico. Quizás por eso, su muerte nos ha afectado tanto. Quizás por eso ya la echamos de menos. 


Lo que queda de La Corona. La institución de la monarquía en el Reino Unido y la Commonwealth es fuerte, está arraigada como algo natural, pero también como algo divino, una suerte de halo protector que trasciende la política. Algún republicano indecente se reirá de esta afirmación antes de ser consecuente y fijarse de que no se trata de la palabrería sensacionalista a la que está acostumbrado. Para mi, como para Justin Trudeau, la reina seguirá siendo una de mis personas favoritas. Nada será igual, porque la figura de Isabel II trascendía lo institucional. Era un icono, un icono personal, político y familiar, también un icono de moda. Curioso, porque sólo ella podía ser un icono y vestir como ella lo hacía sin parecer una tarta barata de fantasía. Ahora estamos en algún Junio de mediados de los ochenta, han comenzado las carreras de Ascot. Creo que es el único lugar donde hemos visto a la Reina ser absolutamente feliz, olvidarse del protocolo y alzar los brazos (nunca por encima de la cabeza, entiéndanme) en señal de la más pura alegría. Sus caballos ganan carreras. Volvemos al día de hoy, 9 de Septiembre (D+1 para las Mata Haris). El cuerpo de la monarca, delgado, sin vida, empieza a coger algo de color e hincharse de forma sana con los procesos de embalsamamiento. Carlos III abandona Balmoral para ir a Londres y grabar su primer discurso como Rey, Camila, nerviosa por el viento y con miedo a despeinarse, se adelanta y entra primero en el avión. Ocurre lo mismo al llegar a Buckingham, es ella la primera en salir del coche, aunque Su Majestad el Rey Carlos III permanece un largo rato saludando a la plebe. Una mujer negra de luto (valga la redundancia), queda cautivada por la cámara y se olvida de que tiene al nuevo rey delante. No le da la mano. La reina embalsamada (parece el titulo de una novela de Carmen Posadas) ya está preparada para su gira, operación unicornio o marea de primavera, que me parece la opción más elegante. Carlos III tiembla nervioso. Se ha tomado un tranquilizante en forma de infusión. La misma que lleva tomando su madre desde hace décadas. Ha terminado la era isabelina y avanzamos sin un rumbo concreto, hacia el futuro de un mundo que se queda hoy sin su figura más universal. God save the King. 

martes, 19 de julio de 2022

Mis personajes (cinematográficos) favoritos

Van a cumplirse dos años de mis últimas recomendaciones cinematográficas favoritas, al menos a gran escala. Ya saben que no están ante un blog de crítica cinematográfica, pues suelo referirme solo a aquellas películas que me gustan. Para poner a caldo ya está Twitter. Entonces hablé de "mis películas favoritas", es decir, aquellos títulos que confirmaban mi psique cinematográfica. No se trataban de las mejores cintas de la historia del cine, no hablé de Ciudadano Kane ni de Lawrence de Arabia. Si no de aquellas películas que frecuentaba asiduamente en mi cinemateca personal. Hoy, sumidos de lleno en un verano asfixiante, les traigo algunos de mis personajes favoritos de la historia del cine, un torbellino de excéntricas creaciones que en el rodar del celuloide pretendo que les sirva como un ventilador para sus mentes abotargadas por la ola de calor. Una vez más no les presentaré a lo que la crítica boyerística o voyeurística (según se mire) llamaría los grandes personajes de las películas. No verán en estas líneas a Rick Blaine, Holly Golightly o Vito Corleone, personajes que por su puesto adoro pero que por distintas razones no han entrado en esta lista. Antes de continuar he de aclararles que no creo demasiado en las listas. Sin embargo, pienso que son una manera estupenda de ordenar ideas y de que les sirva a ustedes unas cuantas sugerencias para que no pierdan un tiempo valiosísimo discutiendo con las "exquisitas" recomendaciones de Netflix. Los siguientes diez personajes son en su mayoría excéntricos, locos, cómicos y con mala leche. Representan lo que más me puede divertir de un personaje ficcionado, atractivos para el ojo del espectador menos convencional. Todos ellos pertenecen a mundos muy definidos por sus directores y sus películas son parte indiscutible de la historia del cine. Muy cerca de estos diez se quedan tres creaciones patrias que no puedo dejar de mencionar: José María de El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1995), Santiago Segura descolgado del edificio de Schweppes colocado de setas sintéticas es una de las grandes carcajadas de nuestro cine; Serafín de Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1997) interpretado por un sensacional Karlos Arguiñano cambiando su rol habitual de cocinero por el de comensal de la tortilla rusa; José Ramón de El milagro de P. Tinto (Javier Fesser, 1998) donde el desaparecido Javier Aller componía uno de los grandes marcianos de la historia del cine ("pedazo de invento la gaseosa").

Y sin más dilación: 

10. Huma Rojo en "Todo sobre mi madre"

Se ha escrito demasiado sobre los personajes femeninos de Almodóvar, pero por algo será. Son muchos los roles que han seguido la estela moderadamente vesánica de Blanche DuBois, uno de los personajes más icónicos del siglo XX que surgió de la pluma (de escritor) de Tennessee Williams, cuya hermana maníaca inspiró tantas de sus creaciones. Pero de Williams hablaremos directamente más adelante. Así como Woody Allen lo haría exquisitamente en Blue Jasmine (2013), donde la interpretación de Cate Blanchett mereció el Óscar de la Academia, Almodóvar también recurrió a Un tranvía llamado deseo para componer el transfondo (disculpen esta pequeña broma de "aliade") de Todo sobre mi madre (1999). No se trata de mi obra favorita del director manchego (ahí están Átame, La flor de mi secreto y La piel que habito en mi top personal). Pero no cabe duda que Huma Rojo es de esos personajes que nacen para trascendencia, bajo la percha y calmada dicción de Marisa Paredes, se compone una interpretación llena de matices donde nada es burdo ni plástico. Algo totalmente inusual en el cine de Almodóvar y especialmente en esta película, donde el personaje cuenta con una antítesis que termina por completarla, el personaje de La Agrado (Antonia Sanjuán). Huma Rojo es frágil, se rompe con facilidad, como la Blanche que realiza sobre el escenario. Huma es actriz, por tanto exagerada y llena de contradicciones. Actrices que interpretan a actrices actuando, este enrevesamiento almodovariano es constante. Marisa consigue un equilibrio perfecto entre esa inseguridad de mujer y esa fuerte decisión de artista, de personaje consciente de sí mismo. Es una estrella del escenario y una lesbiana a merced de una amante impredecible. Esa Huma  Rojo que empieza interpretando a una frágil Blanche a merced de la bondad de los desconocidos termina encarnando a la Madre de Bodas de sangre, de carácter fuerte, pero rota por la pérdida. La escena: "Humo es lo único que ha habido en mi vida".


9. Norma Desmond en "El crepúsculo de los dioses"

Dentro de las actrices que interpretan actrices interpretando, están las que hacen de sí mismas. Son personajes muy jugosos, y aunque algunas no hiciesen de sí mismas per se, en nuestro imaginario siempre permanecerán así. La Joan Crawford de ¿Qué fue de Baby Jane?, la Bette Davis de Eva al desnudo o, más recientemente, el Michael Keaton de Birdman, para que no me acusen de clasista o clasicista. Todos ellos podrían estar en mi lista, y lo estarían si no fuera porque no deseo aburrirles. De hecho poner a Huma Rojo y Norma Desmond continuadas ya es algo repetitivo, pero estarán conmigo en que es un acierto de Billy Wilder, rescatar a Gloria Swanson para hacer de una vieja gloria del cine mudo en Sunset Boulevard  (1950) y uno de los mayores homenajes al cine. Aquel año, en los Oscar se enfrentaron Anne Baxter y Bette Davis por Eva al desnudo y la Swanson, tanta sobrecarga hollywoodiense distrajo los votos y finalmente la estatuilla recayó sobre la simpática Judy Holliday por Nacida ayer, que parecía que no pintaba nada y estaba interpretando en Broadway. Wilder supo conducir a Swanson hacia el terreno que quería. Sin caer en la parodia, sin hacer un autorretrato, logró presentar el entierro de un mono con una solemnidad inimaginable. Puede que haya pecado de mainstream al hablar de Norma, porque lo cierto es que mi personaje favorito del film es el de Max von Mayerling, el mayordomo y ex-esposo de la actriz, interpretado por Erich von Stroheim, reconocido director e idolatrado por Wilder, que ya había contado con él en Cinco tumbas al Cairo (1943). La frivolidad de Hollywood, la excentricidad de una estrella olvidada, su regreso a la Paramount, la historia del cine, los celos, su extraña relación con un hombre más joven, tornado todo ello por el turbio velo del noir que su director había prácticamente inventado años antes con Perdición. Norma Desmond es el personaje más importante de la historia del cine, para su propia historia, vive de él, se alimenta de él y desaparece con él. La escena: no dista demasiado de esa última escena de Un tranvía llamado deseo. "Cuando quiera, señor DeMille, estoy lista para rodar..."


8. Boris Yellnikoff en "Si la cosa funciona"

Se reconoce a Woody Allen especialmente por sus personajes femeninos, de hecho son varias las actrices que se han alzado con el Oscar gracias a él, incluyendo a nuestra Penélope. Alguna incluso lo ha hecho en dos ocasiones (Dianne Wiest). Sus protagonistas masculinos (verán que no son demasiados los roles protagónicos que ocupan esta lista) suelen ser el álter ego de sí mismo o al menos del personaje que ha interpretado durante años. Sin embargo, en el caso de Whatever Works (2009) se produce la divertida coincidencia de encontrar dos almas gemelas de la jewish comedy trabajando en comunión, el propio Woody y el gran Larry David, que llevaba mostrándonos sus manías, situaciones y expresiones en primera persona desde el año 2000 en su magnífica serie Curb Your Enthusiasm. Larry David extrapola todo el imaginario que el espectador pueda tener de antemano para convertirse en un genio de la física para el que la vida y sus vulgares gusanos/habitantes son la más clara muestra de la futilidad de la existencia. Los ingeniosos diálogos de Allen se funden con la siempre exagerada interpretación de David, que muestra con la misma genialidad un chiste sobre el Holocausto que un insulto preciso. Una película rápida, alegre, muy hablada y muy narrada. Woody y Larry se pasean amablemente por Nueva York con esa mirada cínica de neoyorquinos jubilados ya de la belleza de la Gran Manzana. Es complicado seguir riéndose como la primera vez con una película. Yo todavía no logro contener la risa con cada una de las réplicas tan hirientes como acertadas de este genio con dificultades para el suicidio. La escena: "Su hijo es imbécil, que de clase de canicas". 


7. Tristana en "Tristana"

Buñuel adaptando a Pérez Galdós, ¿qué podría salir mal? El mundo de Luis Buñuel está habitado por monjas, putas, ricos, pobres, sueños y piernas ortopédicas, todo ello comulgando siempre con su devota visión católica que se debate siempre entre la santidad y el anatema.
Tristana (1970) es una revisión más cruda y feroz a la fábula que ya obsesionaba a Buñuel en Viridiana (1961), el propio Don Jaime vuelve ahora como Don Lope, "soy tu tutor y tu marido y actúo como uno u otro según me convenga", interpretado siempre por el gran Fernando Rey. Pero ahora su objeto de deseo es Tristana, un papel que madura de escena a escena, que se curte con el frío castizo de Toledo. Catherine Deneuve, acompañada siempre de esa belleza malsana desde Repulsión (Polanski, 1965), llega con la mirada frágil de niña buena que juega a las surrealistas metáforas sexuales con un onanista subnormal hasta convertirse en la señora de la casa, invirtiendo roles con Don Lope, tullida, misántropa, pero delicada en su maldad. Es la primera vez en esta lista donde la interpretación escogida no se debe a diálogos ingeniosos o personajes originales (ya que viene de una adaptación), si no que la delicadeza que componen los movimientos, los gestos, las miradas de Deneuve hacen de Tristana un personaje único, perverso y paradójico, como es habitual en el director aragonés. La escena: hay muchas, casi independientes, pero me quedo con ese final frío, duro y sencillo. "Oiga, está sufriendo mucho. Muy bien. Venga cuanto antes". 


6. Minnie Castevet en "La semilla del diablo"

Son los personajes secundarios los que hacen una buena película. Esos que llenan con sus apariciones la pantalla y, en ocasiones, terminan por comerse la trama principal. Rosmary's Baby (Roman Polanski, 1969) es para mi la perfecta definición del buen cine de terror, que debe alimentarse de incomodidad y angustia y no de sustos y monstruos. Minnie Castevet, encarnada por la genial Ruth Gordon (su interpretación le valió el Oscar de la Academia), es uno de esos personajes cuya presencia va adquiriendo necesario protagonismo, una villana en forma de vecina del quinto. Insuperable. Maestra en el arte de utilizar la amabilidad como agresión, incisiva e irritante. La que fuera una de las grandes guionistas de Hollywood en los años cuarenta y cincuenta, se reutilizó como actriz especializándose en personajes excéntricos y extravagantes, rodeados de un extraño halo de esoterismo. Véase su también destacable personaje de Maude en Harold y Maude (Hal Ashby, 1971). Polanski se encontraba en el momento más álgido de su carrera, convertido en uno de los grandes, aún no había sido acusado de violación y se acababa de mudar felizmente a Hollywood con su adorada Sharon Tate. Tristemente, toda esta ambientación, vista con la distancia de la historia, dota a la película de una moraleja más cruel y perversa de lo que debería haber sido. La señora Castevet, es la nota de color, la llamativa serpiente que merodea por el tronco del manzano, y con un vestuario a destacar. Gordon repitió el papel en ¿Qué pasó con el bebé de Rosmary? (Sam O'Steen, 1976), película a merced de su bajo presupuesto televisivo donde la autoparodia queda reducida por la desaparición de la extravagancia, ya que para eso hace falta dinero. La escena: Minnie visita la casa de Rosemary. "Eres joven y tienes salud, estoy segura de que tendrás muchos hijos". 


5. Waldo Lydecker en "Laura"

Adoro los personajes dotados de una 
maquiavélica superioridad moral. Clifton Webb, de sarcástica sonrisa wildiana que tanto había ensayado en el teatro, realizó una de las grandes interpretaciones de la historia del cine como una suerte de Pigmalión fatale que le valió una nominación al Óscar de Hollywood. Gran robo el de ese año, pues el premio recayó sobre Barry Fitzgerald, que estaba nominado a Mejor Actor de Reparto y Mejor Actor Protagonista por el mismo papel en Siguiendo mi camino (Leo McCarey, 1944), el de Mejor Actor se lo llevó Bing Crosby, compañero de Fitzgerald en el film de McCarey. Éxito extraño el de esta película bienintencionada y el de su secuela, que arrasó en las nominaciones del año siguiente. Salvado así el honor de Webb, solo queda hablar de Laura (Otto Preminger, 1944). Pionera en el noir americano, ese género que compuso y dio lugar a los grandes personajes secundarios de la historia del cine, siempre ondeante entre capos de la mafia, estrellas apagadas del cabaret y rebeldes damas de la alta sociedad. Gene Tierney fue una de las grandes bellezas de star system, delicada e inconscientemente ávida de la tragedia. Waldo Lydecker, germen en lo villanamente intelectual del personaje de George Sanders en Eva al desnudo (Joseph L. Mankiewicz, 1950), compuso desde la máquina de escribir que utilizaba en la bañera una trama enrevesada –puede que en exceso revistiendo alguna escena–, cumbre del crimen de erudición que sólo lograría un adversario claro en La soga (Alfred Hitchcock, 1948). El personaje de Dana Andrews, el detective, no pinta demasiado. Es Waldo quien ejerce de víctima y verdugo, quien trama y se sorprende como un vulgar espectador más. Clifton Webb elabora con elegancia el retrato de un esnob enamorado que no tiembla ante la turbia –aunque aquí se pretenda frívola– mirada de Judith Anderson, que ya había pasado al imaginario colectivo como la señora Danvers en Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940). Por ello, Laura es mucho más que un gran historia de suspense bien narrada, es lo que un espectador aventajado aporta por la intrahistoria cinematográfica. Labrada por el señor Lydecker, como álter ego ficcionado del propio Preminger. La escena: su presentación en la bañera con un paneo brusco es sensacional ("—Señor Lydecker...;—Oh, me ha reconocido"). 


4. Coronel SS Hans Landa en "Malditos Bastardos"

Parece que se ha puesto de moda entre la cinefilia joven –la vieja siempre lo rechazó– el desprecio hacia Quentin Tarantino. Aquejan sus constantes 
referencias cinematográficas y acusan a su cine de pastiche fílmico. Si bien estas afirmaciones son objetivamente ciertas, la verdad es que sus películas son irresistiblemente entretenidas, al menos para mí. Con una capacidad brillante para descomponer la trama y dejarla a merced de sus personajes, siempre excéntricos, originales, retorcidos y conectados a lo largo de sus muchas ficciones. Tarantino ha logrado crear un mundo propio y eso es indiscutible. Su cine, más o menos influenciado, cumple con el mayor requisito del Séptimo Arte: entretener. El coronel SS Hans Landa es su creación más arriesgada, brutal, estrafalaria, incorrecta (qué gozada el despliegue de diálogos cargados de un exquisito humor negro) y por todo ello, la favorita de su creador y la mía. En todo ello tiene mucho que ver Christoph Waltz, que interpreta al "cazajudíos" con una irritante sonrisa impenitente. Y en este apartado me encantaría reconocer la labor de Pep Antón Muñoz, la voz del personaje en la versión española, que realiza una labor sobresaliente, llevando al extremo el sadismo chic de Landa. Mentiroso, tramposo, falto de toda moral y adepto de sus propias convicciones. Tarantino cambió la historia con sus Malditos Bastardos (2009) y Waltz descubrió una nueva forma de interpretar que le valió el Oscar mejor dado de la historia, solo igualado por el que repitieron en 2013 por el personaje del doctor Schultz en Django: Desencadenado (Tarantino, 2012). Desde entonces cualquier película con Waltz tiene mi absoluta atención. La escena: "¡Es un bingo!"


3. Pepón Leguineche en "Patrimonio Nacional"

Luis Escobar
insistía en que su persona no tenía nada que ver con la del personaje que le había llevado a la fama en la trilogía nacional (1978-1982). Pero lo cierto es que Berlanga, nada dado a las morcillas cómicas, sólo dejó improvisar al marqués de las Marismas del Guadalquivir para lograr dar vida al inefable marqués de Leguineche. Expresiones del propio Escobar fueron asumidas por el personaje (aquello de "divinamente") pero también locuciones del entorno del director ("pues se dice, se dice", como escuché en su casa repetidamente). Don José "Pepón" de Leguineche es una de las grandes creaciones del cine patrio, incorrecto por ser exquisitamente correcto (tema aparte son las perversiones de cada uno), sin pelos en la lengua pese a su exquisita devoción por el vello púbico, católico en la evasión fiscal, fetichista del liguero y monárquico en los toros. Su corriente de pensamiento se podría categorizar como desenfreno aristocrático ancien régime, donde hasta el servicio se enorgullece de servir de valédechandal. Una vez más estamos ante un personaje de cero en conducta, abstemio en moral y frívolamente coherente en su banal pensamiento de clasismo delicado. Leguineche se mueve en la España de la transición, donde la dulce picaresca española lucha contra las recientes prohibiciones de la democracia. Se encarna, tanto en el propio marqués, como en su hijo (José Luis López Vázquez), como en su sobrino (José Luis de Vilallonga), como en el resto de su desbaratada agenda social y familiar, el último bastión de una aristocracia que es la metáfora cruel de una España que poco tiene que ver con la grandeza de antaño. Los duelos ya no son lo que era, las marquesas franquistas pierden sus títulos (Berlanga siempre de actualidad), pero Leguineche, ya sea en finca, palacio o piso, sigue estoico ante lo que devenga. La escena: "El mediterráneo ha sido siempre un mar de pobres"


2. Violet Venable en "De repente, el último verano"

Vuelvo aquí a las frágiles y delicadas psiques retratadas por la pluma de Tennessee Williams. Y me doy cuenta de la absoluta coherencia (algo extraño en mí) de mi selección. Pues esto llega a su fin y descubro que, mientras todos los personajes masculinos son excéntricas creaciones marcadas por la frivolidad, el sarcasmo o, en el mejor de los casos, la comedia. Las mujeres son todas grandes damas marcadas por el drama, la grandilocuencia, la exageración, el dolor y el olvido. Violet Venable en
"De repente, el último verano" (Mankiewicz, 1959) no podía ser menos. Katharine Hepburn interpreta aquí a una viuda de hijo, no hay nombre para esa desgracia antinatural, una madre castradora, obnubilada por un jardín de recuerdos que le asalta en cada esquina. Estamos ante uno de los personajes más complejos en la creación literaria, lleno de recovecos, donde el espectador nunca termina de saber todo lo que sabe, lo que conoce, pese a los muchos intentos del joven doctor (Montgomery Clift) por trazar una línea argumental alrededor de ese verano blanco marcado por la locura. Hepburn, que navega en la fina línea entre la cordura y la más absoluta demencia, se va descubriendo en gestos, giros y comportamientos que asume como propios, en una de sus grandes interpretaciones (nominada al Oscar, junto a su compañera de reparto, Elizabeth Taylor). Comparte con Taylor ese duelo de roles, la manipuladora y la vehemente, la medicada y la loca. El film se vuelve algo más extraño dentro del manicomio, puede que simplemente para explorar la vena más dramática de Liz Taylor. Yo me quedo con esa macabra dulzura con la que Katharine Hepburn recuerda a su niño de treinta años, su angelito de gustos caníbales. La escena: una vez más un presentación grandilocuente, con ascensor de por medio. "Visto de blanco porque era el color favorito de mi hijo". 


1. Walter Sobchak en "El gran Lebowski"

Se unen, por fin, la excentricidad con la más absoluta locura en este personaje que no hay ocasión en la que no me arranque una carcajada. Como Tarantino, los Hermanos Coen tienen una capacidad única para crear secundarios absolutamente geniales, característicos, impetuosos e insólitos. Sólo en El gran Lebowski (Joel Coen, 1998) hay un reparto incontable de grandísimos maníacos perturbados que adoraréis desde el primer momento en que aparecen. Pero Walter Sobchak, un excombatiente del Vietnam convertido al judaísmo para casarse con su 
ex-mujer, se lleva la palma. Si esta es una de las grandes comedias de la historia se debe al arrollador personaje interpretado por John Goodman, frenético y siempre en el límite de lo razonable, el actor va comiéndose la trama hasta convertirse en un personaje central capaz de tomar las decisiones del propio protagonista ("el hombre más vago de Los Ángeles, lo que le convierte en serio candidato a hombre más vago del mundo"). Hurones diabólicos, productores pornográficos, dedos cortados y un secuestro a cargo de un converso demente que debe realizar el intercambio en sabbat. Walter Sobchak es un hombre práctico, firme en su convicciones, que solo desea que las cosas se hagan bien (al menos según su forma de ver las cosas) y está dispuesto a cualquier cosa para lograrlo. La escena: cualquier escena de la película en la que aparece es un ejemplo de construcción argumental, donde la tensión crece hasta explotar en un clímax hiperbólico sin desperdicio. Quizás las más ilustrativa sea esta en la que tratan de arrancar una confesión a un adolescente... "Esto es lo que pasa cuando das por culo a un desconocido".

domingo, 27 de marzo de 2022

The F-Word: Los putos Oscar.

Nicole Kidman en la WWA
Es cierto que en España estamos mal acostumbrados y son pocas las cosas que nos pueden llegar a exaltar del puritano mundo exterior. Especialmente de esos monaguillos pre-evangélicos que son los americanos del norte. Ser malhablado es deporte nacional y lo de joder al prójimo (con "j" también) lo hacemos con gracia y hasta en el Senado, o al menos cuando éste servía de siestario para futuros premios Nobel. Pero lo cierto es que ver a Will Smith agrediendo a un humorista en prime time mientras le dice: "saca a mi mujer de tu puta boca", pocos minutos antes de recibir el Oscar al Mejor Actor, no lo vimos venir ni en un Sábado Deluxe movidito. Lo más triste es pensar que fue "lo mejor" de la gala, al menos en el sentido televisivo que tenía Howard Beale en Network (Sidney Lumet, 1976) y que, asombrosamente, el propio Chris Rock (el humorista agredido) supo ver al instante, encajando el golpe entre la estupefacción y una blanca sonrisa que solo indicaba una impresionante profesionalidad.

A partir de ese momento, lo que había sido una gala inane y completamente inapetente se cargó de un ambiente violento. Mientras todos seguían con sus números, chistes y presentaciones (estamos en Hollywood y el show must go on), cada gesto adquiría un valor diferente. Los discursos, el In Memorian, hasta el homenaje en el cincuenta aniversario de El Padrino, de mano de su director, Francis Ford Coppola y dos de sus actores protagonistas, Al Pacino y Robert DeNiro. Todo quedó empañado por una bofetada que nos sacudió a todos. No solo por lo bizarro e inaceptable de su reacción (la broma sobre Jada Pinkett-Smith era de lo más blanquita), sino por ver cómo desaparece la figura de un ídolo en apenas unos segundos. Porque Will Smith es –o era– un actor muy querido, buenrollista, pacífico, el príncipe de Bel-Air. No un extraño gurú al que Dios le dicta proteger a su familia de los chistes malos, como sugirió después en su discurso de aceptación del galardón. Justo cuando empezábamos a soñar con una gala más sardónica, ácida y bestia, al nivel de cómicos como Louis CK, Dave Chapelle, Sarah Silverman, Ricky Gervais o un Chris Rock bastante más negro del que pudimos ver ayer, nos topamos de bruces con el defensor del pueblo, el discurso moralista –aplaudido, horror– y la lágrima de los famosos que sufren por estar demasiado expuestos.

50 años de El Padrino

Amy Schumer
Falta frivolidad, indiferencia, espectáculo y humor. Sobran prejuicios, escepticismos y moralistas ofendidos. Los Oscar ya no son lo que eran. Y lo que fue una divertida broma de Wanda Sykes, una de las presentadoras, al comienzo de la gala ("este año añadiremos los Globos de Oro al In Memorian"), puede que pronostique un triste futuro no muy lejano de la propia Academia. Insisto en que lo sucedido con Will Smith no fue más que un momentazo televisivo, una de las muchas anécdotas que sumar a las búsquedas masivas de YouTube. El problema es que todo esto de lo que hablo ya estaba en la gala antes del bofetón. Una industria que premia CODA (Siân Heder, 2021) como la Mejor Película –y Guión Adaptado– está claro que está lanzando un mensaje. O varios. El más duro de asumir es que importa poco la excelencia cinematográfica y el cine en general. Que lo que importa es enseñar valores y marcharse con una imagen potente, la del aplauso para sordos. El equipo de CODA debió de ser el único que no escuchó ayer la F-Word y, como una metáfora fácil de Hollywood, los únicos en no enterarse del todo de lo que estaba pasando ante sus narices. Amy Schumer, otra presentadora, fue la única que demostró cierta capacidad para conducir una gala que nació muerta con ocho premios fuera de hora. Y que supo sacar una sonrisas en plena tensión por el momento Pinkett-Smith. Aún así, lo que más se le rió fueron chistes fáciles sobre su peso y su disfraz de Spider-Woman. Jessica Chastain ganó un Oscar de los que le gusta a la Academia, al rico biopic, con un discurso donde me pareció oír algo interesante sobre el suicidio, pero a estas alturas de la noche ya poco nos importaba cualquier cosa que dijeran. Necesitábamos una imagen potente y un cierre. Al menos el Oscar para El limpiaparabrisas (corto de animación del español Alberto Mielgo) desempañó para el orgullo patrio el cristal templado de los americanos. En el patio de butacas no había casi nadie conocido, si casi tuvimos más estrellas internacionales en nuestros humildes Premios Goya. La aparición final de Liza, junto a una Lady Gaga que venía de la fiesta de Elton John, fue lo más emocionante de la noche, aunque el juego de la silla de Cabaret haya cambiado un poco. Al menos, después de la gala de ayer, pudimos aprender dónde marcar los límites del humor: en los chistes sobre la alopecia de la mujer de Will Smith. Qué tristeza. Al no poder ver el Oscar de Penélope y con la alegría fuera de tiempo del corto de animación, el momento que más disfruté fue el Oscar a Mejor Vestuario de Cruella (Craig Gillespie, 2021). Con Dune y Licorice Pizza, lo mejor del año. ¡Qué ganas de que Will Smith venga a divertirse al Hormiguero! 

Life is a Cabaret

miércoles, 3 de noviembre de 2021

"Veneciafrenia" (2021)

Antes de nada, sepan que esto no se trata de una crítica ni nada por el estilo. Sería absurdo, ya que me resulta imposible ser objetivo con Álex de la Iglesia. Disfruto con cada una de sus obras desde el momento en que se anuncian en los distintos portales cinematográficos. Y es que Álex –y esto es indiscutible– rueda como los ángeles. Sus películas se ven como puro entretenimiento, y más esta Veneciafrenia, donde la cámara se mueve ágil entre las laberínticas calles de la ciudad de los canales. Una cinta que avanza deprisa, casi sin dejarte meditar sobre lo que estás viendo. Siempre con imágenes sugerentes y estimulantes. Cuchilladas por aquí, tequilas por allá y todo ello tamizado por la estética exquisita de Arri y Biaffra, entre el gótico, el gore y los claroscuros de Tintoretto. Comparto con Álex y Guerrica el aborrecimiento a la humanidad como guiris de lo profano, como masa ingente destructora de la historia, del arte. Resulta cínico situarse por encima de ellos, como esos turistas que a los tres días se creen más venecianos que los propios locales. Pero por suerte, el cine nos permite ser abiertamente cínicos, frívolos, excesivos y malvados. Contaba ayer De la Iglesia en el pase exclusivo que organizó para la Filmoteca Española que es "mi obligación, como cineasta, seguir manteniendo la locura" y que su trabajo sigue siendo "destrozar la vida para convertirla en cine". O dicho de otro modo, encerrarse en rodajes para huir de la vida real. Todo esto está en Veneciafrenia, en el grupo de turistas españoles que busca escapar de la realidad en un fin de semana que parece dibujado por el pincel de Solana. ¿Slasher? ¿Giallo? Sí, pero vamos, ante todo es Venecia y carnaval. 

En la película vuelven todas las obsesiones de su director. La televisión y los medios aparecen cada vez más infiltrados en su cine, donde adquieren cada vez más un punto sátiro –y sádico–. Volviendo siempre a Network (Sidney Lumet, 1976) y su exquisita moraleja sobre el morbo carnal y cárnico –el atropello marítimo televisado, los móviles siempre en rec–. De la mano de Cosimo Fusco, nace un asesino icónico, un Rigoletto con un exquisito humor negro que se une a la colección –¿lavadora?– de payasos asesinos del bilbaíno. La música de Roque Baños nos transporta al terror de los setenta, a Friedkin y a Roeg. Y es que el propio Álex señaló ayer Amenaza en la sombra (Nicolas Roeg, 1973) como su gran inspiración. Pero lo cierto es que Venecia, en el cine, siempre es bella y decadente, y oscura, y lúgubre, Venecia en Visconti o en Lean y Allen –turistas de crucero–, e incluso en aquella El príncipe de los ladrones (Richard Claus, 2006) que disfruté en mi tierna nubilidad, Venecia siempre esconde algo que Álex de la Iglesia ha sabido aprovechar con sagaz experiencia. En cualquier caso, no le pido más a una película que Ingrid García-Jonsson gritando por los canales, mientras le persigue un bufón maléfico. Y la mala hostia –vasca– que aporta Goize Blanco. Cómo se agradece un inspector correcto y entregado a la causa, como Armando de Razza. Uno sale de Veneciafrenia feliz, disfrutón, insatisfecho porque se quedaría en esas fiestas ad eternum. Y es que a Poe le gusta el techno. Decía Álex que "de esta película, como en Perdita, me importa más el rodaje que la propia película". No hay duda que ha crecido como director. Que estamos ante una obra malsana, en el mejor de los sentidos. Siento que no puedan disfrutarla hasta abril de 2022, movimiento comercial de Sony Pictures. Pero no se preocupen, ya me encargaré yo de recordárselo cuando vuelva a la cartelera. 

domingo, 17 de enero de 2021

"30 monedas" (2020)

La nueva serie de Álex de la Iglesia no deja lugar para la indiferencia. Estamos ante una obra magna de su creador, un conglomerado de emociones, referencias y obsesiones que lleva formándose desde El día de la bestia (1995). Sin embargo, finalizada la primera temporada, da la sensación de que este opus no es más que la obertura de una gran ópera, género del que evoca un reconocido imaginario. Quizás no tan evidente como en Los crímenes de Oxford, pero ahí está. 30 monedas es una serie que sigue en todo momento hacia delante y no se pierde en devaneos formales, es un ejercicio de entretenimiento frenético pasado por el tamiz filosófico de sus personajes –siempre coherente en la obra de Álex–. El director vasco evoca sus conjuros más reveladores para ofrecernos una trama de misterio, amor, paranoia y conspiración, componiendo así su propio evangelio apócrifo. Se denota de toda la serie que estamos ante un placer culpable de su autor, una obra que en ocasiones peca de irracional, algo con lo que los guionistas (Jorge Guerricaechevarría –con cameo incluido en el episodio de la ouija– y el propio De la Iglesia) juegan en la propia trama –la lógica de lo irracional que expone el Padre Vergara–, pero no debemos detenernos en esto porque no debería quedar tiempo para las explicaciones y los análisis sesudos. Nos enfrentamos a monstruos, posesiones, pócimas y magia, todo resulta exquisitamente exagerado y, aún así, nos deja con ganas de más. Álex de la Iglesia asegura que "los episodios están concebidos como películas". Lo cierto es que resulta fascinante comprobar la gradación de los capítulos, la facilidad con la que logra llevarnos a un nuevo clímax extenuante. Si bien es verdad, esto es especialmente notable en las cuatro primeras entregas, después entramos en materia y la historia se aferra más a la continuidad. La clave está precisamente en esa materia. Muchas obras del terror se desinflan cuando enseñan "el monstruo", no es así en Carpenter, ni en Craven, ni en De la Iglesia. Los monstruos son, en 30 monedas, una prolongación de esa materia, esa confabulación vaticana que tiene al gran Manolo Solo a la cabeza. 


La mezcla de géneros, algo a lo que nos tiene acostumbrados –no tanto a los americanos, a los que les está explotando la cabeza–, es clave en la semiótica de la serie, porque, por encima de todo, estamos ante una serie de Álex de la Iglesia. A partir de los "cainitas", compone su propia teoría paranoica al más puro estilo Dan Brown, con el genial Antoñito como profeta de la condenación de Pedraza. Es este punto, el costumbrismo rural, el que tiñe de una negrura exquisita toda la trama, demostrando que en ocasiones el humor puede ser una forma sofisticada del terror. A medida que la serie avanza esto se pierde considerablemente. Ese "¿queréis que se rían de nosotros y nos llamen paletos?" desaparece, porque no importa, a nivel emocional los personajes se han olvidado de Twitter, de Facebook, de los complejos y de la vida cotidiana. Lo mismo nos pasa a nosotros al ver la serie. ¿Qué importa el Trending Topic del día cuando un conjunto de sacerdotes apócrifos quieren dominar el mundo? "¡Estamos endemoniaos!", dice, castizo, uno de los personajes. Para que esta evolución funcione es inevitable contar con un reparto tan exquisito como el de Álex, ya sea para un personaje episódico como el de Carmen Machi –sensacional– o uno central como el de Eduard Fernández, glorioso en cuerpo y alma, físico, racional y salvaje, carga con la serie de una manera inconmensurable. Los rostros habituales del director nos hacen sentirnos como en casa, Tallafé en la cantina, Jaime Ordóñez en la botica, Pepón Nieto en el cuartel, Mariano Venancio en el ayuntamiento, Enrique Martínez por ahí, es una gozada ver a los de siempre sumergiéndose en un mundo completamente desquiciante, haciendo las réplicas de las nuevas incorporaciones que se van engrasando poco a poco en esta creación demoníaca. Cosimo Fusco, escapado del Vaticano de Ángeles y demonios (Ron Howard, 2009) –una de mis favoritas en mi tierna infancia–, se incorpora por la puerta grande con una magnífica presentación de personaje. Aunque esta primera temporada, parece erguirse como la punta de un iceberg, como si toda ella fuese la presentación de unos personajes, un mundo, una confabulación, "el comienzo del fin", como dice Solo en un italiano exquisito. Macarena Gómez, a la que deseamos ver poseída desde el primer momento, es el personaje que más evoluciona, sin duda uno de los más atractivos para el espectador. Un antihéroe, una femme fatale enamorada, una bomba de relojería. Si tuviera que simplificar, diría que Álex dirige como nadie a la figuración. Si hace verosímil lo irreal es porque todo es uno, hasta la señora que corre en pánico por un banco en Ginebra está bien dirigida. 


No quiero extenderme demasiado. Las referencias de la serie son infinitas, desde el terror del culto al universo Marvel, los juegos de rol, pasando por Buñuel, sueños con ovejas en supermercados y cuchillas oculares, e incluso Berlanga. Como en 30 monedas, el tonto del pueblo también era elegido para revelar la gracia divina en Los jueves, milagro (Luis Gª Berlanga, 1957). Pero en realidad llamamos personalidad a todo el conjunto de esas obsesiones y referencias que compartimos de una forma u otra, así que podemos decir que se trata del más puro Álex de la Iglesia. Incluso puede que demasiado para no iniciados. Todo ello se explica mejor en el contenido adicional que presenta HBO junto con la serie, un exquisito –y breve– trabajo donde se puede ver el storyboard, la construcción de los monstruos (una pena que no puedan ser completamente mecánicos) y la concepción de la historia. Lo que más disfruto para mi, es el derroche de imaginación, las teorías ocultas como los pergaminos de los Reyes Magos, las monedas de Napoleón o Hitler –convertido en una suerte de Herodes–, es decir, la reescritura de la historia a través del fantástico. Álex ha convertido la religión en el LSD del pueblo. Pero no debemos olvidar, que ver solo puede aumentar nuestra fe.