domingo, 17 de noviembre de 2019

He visto "Madre"

Ví el cortometraje "Madre" (Sorogoyen, 2017) hace cerca de dos años, me pareció un exquisito alarde técnico e interpretativo a cuenta de un excelente ejercicio de suspense, unos minutos angustiantes que permanecen en nuestra retina tiempo después de la proyección. Cuando un compañero me insistió hace poco en que no había más imágenes que la de una playa y el plano secuencia de la madre, me parecía imposible. Incluso creía haber visto a su hijo, al hombre haciendo pis, los troncos, la carrera. No es así, solo hay un plano secuencia en un piso de Madrid, el off del teléfono, una abuela y una madre. Este es también el comienzo de "Madre" (Rodrigo Sorogoyen, 2019), una película que parte de la angustia y que compone a partir de ella un ambiente turbador, incómodo y humano. No me gusta utilizar este último adjetivo porque nos lleva a algo comprensivo, cercano o casi cándido, pero lo humano conlleva también todas las diferencias psíquicas y físicas de las personas, lo que nos hace querernos y odiarnos y, por lo tanto, entendernos. Sorogoyen e Isabel Peña han construido una historia amarga, nada fácil ni machacada, no es una historia en la que nos podamos ver reflejados fácilmente, es compleja como el tejido humano, comprendemos a la protagonista a través de sus reacciones, pero durante la mayor parte del tiempo no entendemos qué está pasando. Desde ese primer instante en el que el chico se queda rezagado y ella se gira para mirarle se abre un mundo de posibilidades, cada uno construimos una historia que tratamos de edificar con los retazos que Sorogoyen y Peña nos van dando. He salido del cine con ganas de llorar y todavía no entiendo muy bien porqué, he salido sobrecogido, pero con una sonrisa. Me ha dolido la primera vez que a la madre la llaman loca, porque de repente se me ha venido encima la protervia natural del individuo. El film se alimenta todo el rato de esa secuencia inicial, con eso que los ingleses llaman "el elefante en la habitación", todo lo que vemos, sentimos y deducimos viene condicionado por ese niño que prácticamente no se menciona y que, cuando se hace, nos descompone por completo.

Marta Nieto y Rodrigo Sorogoyen

Cartel del cortometraje homónimo
He visto "Madre", no es una película fácil. A mí me ha encantado, a usted no sé. Me ha perturbado, me ha revuelto, pero mi propia visión optimista me ha hecho verla como un regalo, un regalo a una madre que tiene la oportunidad de reencontrarse con su hijo a partir de una de las relaciones más bonitas, complicadas e incluso violentas, que nos ha dado el cine. Cuando vi el cortometraje por primera vez quedé cautivado por la situación, ahora lo hago por el ambiente, por esa playa envuelta en espuma y bruma. Conocí a Marta Nieto poco después de ver el corto, gracias a unas charlas y encuentros que organizaba Santi Alverú, ese día ni siquiera caí en que era la actriz del corto que acababa de ver, ahora me es imposible pensar en "Madre" sin ella. Nieto es la película, la articula, la gestiona, la hunde, la levanta, la sostiene, nos hace reír, nos violenta, en fin, una serie de reacciones que ella vive desde la sobriedad, desde ese niño que hemos perdido hace diez años y del que nunca hemos vuelto a saber. Es así en casi todas las escenas, excepto en la del coche, otro de esos momentos en el que volvemos a ver a Sorogoyen. En otras películas puede resultar molesto o artificioso ver al director detrás de una escena, sin embargo, Sorogoyen reivindica brillantemente su técnica, sus planos, sus grandes angulares, sus panorámicas. La imagen deformada es incómoda, no es fácil de asumir, tampoco la historia lo es. Quiero decir que es uno de los pocos directores actuales cuyos alardes técnicos vienen perfectamente justificados por la historia. Vuelvo un momento a Marta Nieto, a su mirada, se enfrenta a escenas verdaderamente duras, la película crece en determinados momentos y somete a esta chica de espalda ancha, mirada lánguida y pómulos marcados, en víctima de los impulsos humanos más desgarradores. Había escenas que me remitían incluso a Heneke, probablemente por el francés y por la sobriedad con la que muestra la dureza de algunas imágenes. No puedo decir más, bravo.

Nieto, ganadora en Venezia

domingo, 29 de septiembre de 2019

Mientras aguante España

En más de una ocasión me han echado en cara, a la hora de recomendar o criticar una película, mi postura como "amante del cine". «Claro, es que tú no la ves como nosotros». No diré que esa apelación es una tontería para no insultar a quienes la mantienen. Primeramente porque nadie, o eso espero, puede ver un producto audiovisual igual que otro. Cuando me enfrento a una película por primera vez no pretendo analizarla, fijándome en los planos, en las interpretaciones o en las estructura narrativa. Si por alguna casualidad se me vienen a la cabeza algunos de estos términos es que algo falla en la película. He visto "Mientras dure la guerra" (Alejandro Amenábar, 2019) con los ojos cerrados, completamente entregado a lo que luego he atribuido a una serie de interpretaciones bárbaras y a un guión perfectamente sellado. Absolutamente todo lo que nos ofrece la película nos lleva a ese clímax —¡y qué clímax!— en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Ahora, también a posteriori, destaco el magnífico plano de la mano tendida, cubierta por un delicado guante blanco, de Doña Carmen Polo (encarnada en la ficción por Mireia Rey). He llorado, bastante e inesperadamente, he reído y he salido angustiado de los cines. Abro un pequeño paréntesis para señalar que se trataba de los nuevos cines Luxury Palafox, una experiencia soberbia, ostentosa y excesiva que no se deben perder. No sé en qué medida el verla allí ha podido amplificar mis sentidos, pero sin duda he disfrutado la película enormemente. Alejandro Amenábar, prodigio de nuestro cine, vuelve a casa para hablar de casa y "desde el templo de la inteligencia, su templo". Digo parafraseando a su Unamuno, el que ha creado de la mano de Alejandro Hernández, su guionista, y por su puesto de la de Karra Elejalde, que compone un personaje propio y, sorprendentemente, sin traicionar la esencia interpretativa que nos hace admirarle, a los que lo hacemos. El propio Amenábar parecía sorprendido tras alguna escena, a lo que Elejalde le respondía a grito de: "¡Oye, que te olvidas de que soy actor!"*. Todos los personajes están muy bien retratados, con una inteligencia brillante y con un exquisito rigor cinematográfico, los personajes están al servicio de la ficción, no de la historia.  Así se descubre ante un público que sabe reír con la interpretación, terrorífica (en el buen sentido) y "fascisnante" por otro lado, de Eduard Fernández, cuando disfruta regodeándose de sus cicatrices y siendo aclamado como "el glorioso mutilado". Pero que también se estremece cuando, desde su coche observa a sus legionarios y empieza a cantar el himno, que es precioso.

Santi Prego y Eduard Fernández como Franco y Millán Astray

Unamuno mirando arriba, España
No voy a ocultar que he salido angustiado del cine, revuelto. Amenábar rueda bonito. Amenábar rueda solvente. Rueda con memoria. Rueda directo. Te llama a ti, como espectador, a que participes intelectualmente de aquello. Después de que hallan gritado en pantalla eso de "¡Muera la inteligencia!". La película cuenta los primeros meses de la guerra civil o los últimos de Unamuno, que es lo mismo. Se echaba en cara el inconformismo de don Miguel de Unamuno ante aquello que gobernaba desde la incapacidad, primero al rey (por lo que fue condenado a cárcel), después a la República y, por último, a Millán Astray "y, con ayuda de Dios, a toda España". Digo parafraseando otra vez. La historia de Amenábar reflexiona también sobre los vaivenes intelectuales del más brillante de los intelectuales, y estructura la película en torno a ello. A ratos estamos con Unamuno, con Franco, con Millán Astray o con Mola, es un punto de vista limpio y sincero que, obviamente como sucede con todo protagonista, va evolucionando hacia el de Unamuno. Señalo esto porque en España somos como la vecina de enfrente: "perdona que te diga, pero eso no es así". Estamos ante una obra de ficción, ante la mirada de un autor y ante unos hechos de obligada conciencia histórica. Ahora, como opiniones y colores, conciencia tiene cada uno la suya. Alejandro Amenábar ha compuesto —también la banda sonora— su mejor película, al menos a la hora de liberarse de artificios y giros sorpresivos de guión. Es un Amenábar sincero, como el de Mar adentro, en mi opinión más emocional, sarcástico y depurado. Es brillante en cada escena. Hay un momento en el que el propio Franco manda izar la bandera bicolor, un soldado le dice: "la monárquica"; a lo que él responde: "la de siempre". Es una película que llama a entender España, mientras aguante. A la escena de la bandera le sigue otra fantástica, emocionante y divertida —que es cuando más emocionantes son las escenas—, es el canto de la Marcha Real. La gente empieza a tararear, otros cantan la versión de Marquina, otros la de Pemán (hoy alguno habría entonado la de Marta Sánchez), pero todos cantan a España, divididos y a su bola, cada uno con lo que se sabe. Me refiero a esto cuando digo que todos vemos una película de manera distinta. Yo, por ejemplo, en algunos gestos de Unamuno veo a mi abuelo, corrigiéndome porque he conjugado mal un verbo o lo he dicho de forma coloquial: "¡Habla español, paleto!". Amenábar ha rescatado una época, unos personajes, unos hechos, no para abrir la herida sino para cerrarla de una vez.

*Este hecho se recoge en esta entrevista que concedió Alejandro Amenábar a "El País Semanal" el 1 de septiembre de 2019. 


Amenábar dirige a Karra Elejalde, como Unamuno

jueves, 30 de mayo de 2019

Un adiós a Pin Morales

Conocí a Pin hace solo unos meses, paseaba por la calle Luchana con Marisol Carnicero, la que fuera directora de producción en sus rodajes con Berlanga. Enseguida quedé cautivado por este hombre, con bastón y gafas, cuya imagen quedará en mí para siempre. Me llega la noticia del fallecimiento de Pin Morales, más de un mes después de su deceso el pasado seis de abril. Noticia que solo puedo recibir con la enorme rabia, tristeza y prepotencia que sugieren estos casos. El bagaje cultural de Pin era inmenso, iba desde el diseño de muebles a la pintura, recuerdo que estaba preparando una exposición hace unos meses. Su casa, frente al Palacio de Oriente, era a la vez un estudio y un lugar mágico –al menos eso me pareció– lleno de espejos y de sus pinturas, inmensas, trazos fuertes en negro sobre blanco. Era fascinante. Entrar allí, entre reflejos, luces y cuadros, para finalmente descubrir el salón con vistas a la inmensidad del Palacio Real. Es de esas imágenes que nunca olvidaré. Me contaba que Carlos Berlanga, su amigo, asistía allí asiduamente en sus buenos tiempos. Para mi todo lo que contenía aquel lugar era fascinante. Pin me sacó también un guión perfectamente cuidado y encuadernado de "Entre Tinieblas" (Pedro Almodóvar, 1983) del que había sido decorador. Dentro tenía alguna foto con Carlos y recortes relacionados con la película. Su labor en el cine empezó de la mano de Berlanga, con "Patrimonio Nacional" (1981), donde también participó en el departamento de vestuario. Logró esa fantasía de palacio prominente y sustancioso, aquejado por detalles rancios, como aquel retrato de Franco que sorprendía a López Vázquez. "Tu madre ha cambiado mucho", decía el Marqués de Leguineche. "Qué va, pero si sigue con los retratos de Franco", sentenciaba su hijo Luis José.


La carrera de Pin Morales, va desde Berlanga, con quien trabajó además en la tercera entrega de la saga Nacional, hasta Almodóvar, con quien completó la fantástica "¿Qué he hecho yo para merecer esto?" (1984). Siempre acompañado de Román Arango, su compañero, de ambos se dijo en sus primeras exposiciones conjuntas allá por los años setenta que eran "dos artistas singulares que exponen en común porque así gustan de hacerlo". Juntos hicieron también su carrera en el cine, y juntos diseñaron los figurines para "Ritmos" del Ballet Nacional de España, que tras su estreno en 1984 se ha seguido representando en múltiples ocasiones. Lo cierto es que me quedo con las ganas de haberle conocido más, de haberle estudiado más. España es uno de esos países que tiende a olvidar, lo cierto es que se vende muy mal. Pero Pin, de saber total y brillante sentido del humor, merece ser recordado. Escribo estas palabras mientras recuerdo a su perro correr de un lado a otro, tirar de la correa por la plaza de Ópera, mientras Pin le seguía feliz. También recuerdo a la vecina que le traía los dulces y una pequeña caja de latón donde guardaba sus preciadas galletas. En fin, Pin Morales se ha ido y nuestro es el deber de conservar su legado. Nuestro es el deber de no olvidar. Hasta siempre, Pin.

domingo, 24 de marzo de 2019

Pedro al desnudo

Un chico ve con su madre "Eva al desnudo" (Joseph L. Mankiewicz, 1950) doblada al español, le explica que la traducción correcta del título sería "Todo sobre Eva". Su madre le responde que «Todo sobre Eva suena raro». Han pasado veinte años del estreno de "Todo sobre mi madre" (Pedro Almodóvar, 1999), y ahora es su director quien se desnuda ante el espectador con su última película: "Dolor y Gloria" (Almodóvar, 2019). Una película que transpira cine, verdad –pero con el exquisito sentido plástico de la puesta en escena que caracteriza al director manchego–. Mis películas favoritas de Almodóvar son puro cine clásico, noir, dialéctica y puro melodrama. "Dolor y Gloria" no tiene nada de eso, se trata de un retrato interior, confidencias de un artista que habla consigo mismo y con quien quiera escucharle. Algunos medios han querido venderla como "la película de Almodóvar que gustará incluso a los que no le gusta el cine de Almodóvar". Definitivamente no. Uno debe estar interesado en la figura de uno de los mayores directores de nuestro país para disfrutar de su último film, una muestra de sus rutinas, de sus dolores –ilustrados por Gatti–, de sus fobias y de su excelente sentido del humor. La escena del coloquio en el Doré, donde Almodóvar escoge a Julián López como intermediario, es la mejor escena cómica de su cine, en varios años. Partiendo desde la excelente interpretación de Antonio Banderas –redimido por el dolor en la mayor parte del metraje– que, sólo aquí, se permite una imitación descarnada, divertida y ágil del director: es Almodóvar. La película, con un enorme sentido del ritmo, huye del acomodamiento. Esta escena viene seguida de otra, inmediatamente, puro drama: con la heroína de por medio. En otro momento de la película, crucial, el doctor le pregunta al personaje de Banderas: "¿Qué va a ser su próximo proyecto? ¿Drama o comedia?". Banderas va a responder algo sobre el proceso creativo cuando cae redondo víctima de la anestesia. Almodóvar no tiene miedo en reírse de sí mismo ("Tengo unas revistas en las que sales, vestido de mujer, que pronto se nos olvidan esas cosas"), porque confía en su arte. Algunos lo han tachado de ególatra. No lo creo, teniendo dos Oscar sólo nos ha enseñado el Bafta.

Raúl Arévalo, Pedro Almodóvar y Penélope Cruz

Asier Etxeandía
Decía que no creo que pueda gustar este film sin conocer el cine anterior de su director, o al menos disfrutarlo como un buen cinéfilo que va descubriendo pequeños guiños a su persona y a su arte. Banderas, lee y subraya, señala frases de otros –grandes autores– que describen perfectamente su estado anímico. "Estoy solo..." empieza a leer en uno de sus libros. Esta manía, o simple rutina, ya la vimos en el personaje que interpretaba Marisa Paredes en "La flor de mi secreto" (Pedro Almodóvar, 1995). La estructura narrativa de "Dolor y Gloria", directamente conectada con "La mala educación (2004), es otro tesoro, otra oda al cine. En ese monólogo que es "La adicción", que tan brillantemente interpreta Asier Etxeandía, habla en todo momento del cine, de su infancia, de la salvación, de las ganas de hacer pis al escuchar el agua en "Esplendor en la hierba" (Elia Kazan, 1961) o bajo la voz de Marilyn. De cómo su cine olía a orina y jazmín. De cómo todas las noches rezaba por las estrellas que ilustraban su álbum para que no les pasara nada: "No lo conseguí, ni con Natalie [Wood] ni con Marilyn". La película viaja por los recuerdos del director, salta de un personaje a otro, con total naturalidad, no echamos en falta una despedida, no nos preguntamos qué ha ocurrido con la Cecilia Roth del principio. Almodóvar navega por el pensamiento humano, y habla, ríe. No llora. "Los actores piensan que son mejores si lloran, pero la verdad está en aguantar el llanto". Todas las escenas de su infancia, junto a la inmensa Penélope Cruz, están tratadas con una belleza sublime. Veo, por primera vez en el cine de Almodóvar, como se desprende de todo artificio, para fijarse en los pececillos jaboneros, y en un grupo de mujeres que tienden la ropa sobre los juncos, mientras Rosalía canta "A tu vera". Todo bajo la mirada del niño Asier Flores, una mirada que es la de la nostalgia, la del chico del coro y la del primer deseo.

Pedro dirige a Julieta Serrano y Antonio Banderas

Almodóvar y Rosalía
La película menos almodovariana de su director, es la más Almodóvar. El retrato de la soledad de un hombre: "Todo lo que he ganado lo he invertido en esta casa, en estos cuadros". Un creador incapacitado para crear, por el dolor. Un chico que recuerda a su madre. Después de Penélope, aparece Julieta Serrano, como la Francisca Caballero que todos conocemos, la del dentista de "¿Qué he hecho yo parece merecer esto?" (1984) y la del programa de literatura de "Kika" (1993). Pero también es la de Chus Lampreave, la del refranero de "La flor de mi secreto" y la tía Paula de "Volver" (2006). Julieta Serrano nos vuelve a hablar de de su mortaja, de sus rosarios, de la tía Petra y de esas expresiones que sólo pertenecen a la madre de Almodóvar, que parece andar "como vaca sin cencerro". Hoy vemos a Julieta Serrano, igual que vimos a Chus o a doña Francisca, pero se nos atraganta la sonrisa, nos emocionamos. Vemos a Serrano caminar del brazo de Banderas y entendemos toda una relación que ha valido algunos de los momentos más brillantes de nuestro cine. Citaría aquí otra frase de Salvador Mallo, el personaje de Antonio Banderas, pero creo que es mejor que la vean. "Dolor y Gloria" llega distinta a cada persona, sería complicado abrir un debate sobre ella, no tiene una trama que te puede interesar más o menos, no tiene un personaje divertido y otro melodramático. No es dolor y gloria, el dolor y la gloria van en uno. En muchas de las películas de Almodóvar hemos visto a distintos personajes "ir a pillar", bien: nunca como en esta película, con la escena del cuchillo. Es simplemente ilustrativa, una gracieta. Pero es puro Almodóvar, no está Huma Rojo esperando en un coche, ni le pegan una paliza a Rossy de Palma, no es almodovariano, aunque esté su estética y su sentido del humor.

lunes, 25 de febrero de 2019

There's Something About Oscar

Olivia Colman puso algo de humor —y sentido— a la gala
La opinión pública ha sido unánime, el pasado domingo el Dolby Theatre de Los Ángeles acogió una de las peores ceremonias de los Premios Oscar. También una de las más cortas en años, lo que confirma que no es la duración lo que hace que la gala se haga más o menos pesada. Los problemas llegaban hace unos meses con la noticia de que Kevin Hart, el cómico convenido para conducir la gran noche del cine, decidía apartarse del evento tras la aparición de unos tuits comprometedores. Lo cierto es que si los hubieran leído al comienzo de la gala, la noche habría ganado mucho. Ni la gran Tina Fey estuvo oportuna —junto a Amy Poehler y Maya Rudolph— al comienzo de la ceremonia, claro que puede que el problema viniera de aparecer justo después de la actuación de los que algunos siguen llamando Queen. Unos chistes sobre los problemas que han concernido a la preparación de la gala y todo arreglado, Oscar al canto para Regina King (Mejor Actriz de Reparto por "El blues de Beale Street", Barry Jenkins, 2018). Primer síntoma de que algo raro ocurría en Hollywood, estábamos ante una noche negra para el cine, en todos los sentidos. Nadie le quitará a "Black Panther" (Ryan Coogler, 2018) sus tres premios de la Academia, decisiones que olían a chamusquina ya que todos dábamos por hecho que los premios a Mejor Vestuario y Diseño de Producción serían para "La Favorita" (Yorgos Lanthimos, 2018), una auténtica obra maestra, de época y con una relevante acogida por parte de la crítica. El film del cineasta griego, al que algunos comparan con el maestro Kubrick —que nunca recibió un Oscar por su labor como director—, es una auténtica obra de arte, grandes angulares, frivolidades varias y una historia de ambición shakesperiana. Todo el reparto es un regalo, al final Olivia Colman se alzó con la estatuilla a la Mejor Actriz por su papel en la película, ofreciéndonos el discurso más divertido de la noche. Lo cierto es que parecía ser el "único premio justo" de la velada. "¡Ahhhh Lady Gaga!", sentenció Colman al final de su discurso, en referencia a la cantante que estaba nominada en su misma categoría y que ya se había alzado con el Oscar a la Mejor Canción Original por "Shallow" de "Ha nacido una estrella" (Bradley Cooper, 2018).

Angela Basset y Javier Bardem presenta "el premio de Cuarón"

Cate
Parecía que los académicos se habían puesto de acuerdo para premiar a las minorías étnicas con el simple propósito de fastidiar al presidente Trump. Fue Javier Bardem quien tuvo que poner el acento político —y en castellano— hablando de muros y fronteras a la hora de presentar la Mejor Película Extranjera, premio que venía prácticamente dado de antemano a la "Roma" de Alfonso Cuarón, que también se alzó con los premios a Mejor Fotografía y Dirección. Todo muy repartido. No le faltó sentido del humor al cineasta mexicano al decir que "me encanta la categoría de Mejor Película Extranjera, porque crecí viendo grandes películas extranjeras como Tiburón o El Padrino". Lo cierto es que a este paso los mexicanos van a poder construir el muro a base de "óscares", pues en los últimos años han sido cinco los premiados a Mejor Director de esta nacionalidad, y eso sin contar los de Lubezki o los de Mejor Película. Este año no pudo ser para "Roma", saltó la sorpresa con "Green Book" de Peter Farrelly, aunque desde el Oscar al Mejor Guión Original ya pudimos ir preparándonos. ¡Algo pasa con Hollywood! Ferrelly, director de comedias sofisticadas como "Algo pasa con Mary" (1998) o "Dos tontos muy tontos" (1994), ha escogido un gran año para estrenarse en la dirección en solitario —sus grandes éxitos los dirigió junto a su hermano Bob— con una historia de racismo y homofobia en la América de los 60'. Mahersala Ali, con un peculiar gorro de lana, recogió el Premio al Mejor Actor de Reparto por su interpretación en la película. Sobria, calmada. Una película agradable. Una buddy movie. La opción menos arriesgada, la más "académica". ¿De verdad la han creído mejor película que otros títulos como "La favorita" o la estupenda "El vicio del poder" (Adam McKay, 2018)? ¿O no se han atrevido a votar el film de una reina inglesa y sus "compañeras" o al biopic del vicepresidente más temido de USA? El Oscar a Rami Malek estaba cantado, nunca mejor dicho, aunque yo hubiese preferido al gran Christian Bale y su Dick Cheney a base de tartas —engordó varios kilos para meterse en la piel del vicepresidente—. Poco que destacar en una gala sin presentador. En una Alfombra Roja llena de ridiculeces, en la que Glenn Close se disfrazó del Oscar que se le escapaba y hasta la imprescindible Cate Blanchett resultó cursi con su Armani Privé.

El equipo de Green Book recoge Mejor Película

jueves, 17 de enero de 2019

Obituarios


Siempre he sentido una atracción innata por los obituarios, tanto para leerlos como para escribirlos. Hay algo enternecedor en las palabras que se desprenden del teclado hacia un "recién muerto" como diría Igor en "El jovencito Frankenstein" (Mel Brooks, 1974), cuya adaptación ahora triunfa en madrileño Teatro EDP Gran Vía —sugerente patrocinio para el antiguo Teatro de la Luz—. Retomando el hilo. Más allá de las bonitas palabras que siempre surgen en el recuerdo de un difunto, hay algo de morbo en esta rama periodística, más incluso que en la sección de sucesos donde cientos de periodistas se agolpan al rededor de un pozo de 25 centímetros de diámetro. Lo primero que miro todos los años en Wikipedia es el primer muerto, este año el puesto ha sido para Ludwig W. Adame, historiador austríaco reconocido por su estudio de Oriente Medio y Afganistán. La muerte es también una enorme fuente de conocimiento, obviamente no para el finado sino para aquellos que leen sobre la vida del mismo. ¿Hubiera conocido al profesor Adame si no hubiese fallecido el 1 de enero de 2019? Probablemente no. Como tampoco me hubiese enterado del lanzamiento del último disco de David BowieBlackstar— si él no hubiera fallecido dos días después. Aún siendo un gran admirador de su persona, lo cierto es que tenía su actualidad musical un poco perdida aquel 8 de enero de 2016. La muerte nos acerca a las personas. Pero cuando las conoces es distinto, el morbo está en la disección discreta de un cadáver admirado. Si conocemos las luces y sombras del muerto nos convertimos en confidentes de una vida que termina perteneciéndonos. No me gusta escribir obituarios cuando he conocido al protagonista del artículo, sin embargo, es en esos momentos cuando sentimos la necesidad de escribir.

A 17 de enero ya he recibido la noticia del fallecimientos de tres personas conocidas: un vecino, un político y un amigo de la familia. Todas ellas me han afectado en mayor o menor medida, sólo con una he llorado —y este será el único detalle morboso que verán en este artículo—. No obstante, las tres muertes me han demostrado que según vamos enterrando a nuestros seres queridos nuestra actitud empieza a adquirir un importante grado de inviolabilidad. No es que nos importe menos, sino que el acto de morir deja de impresionarnos, que no de afectarnos. Pero, con el tiempo, los funerales empiezan a convertirse en actos sociales que sólo impresionan a los niños y al servicio. Mi abuelo empezó asistir prácticamente todas las semanas al funeral de un amigo, hasta que el suyo fue inevitable. Las tres personas conocidas que nos han dejado estos días compartían entre ellas una relativa juventud, todas estaban en la peligrosa franja de los "setenta y...", uno venía enfermo, pero los otros dos han sorprendido a familiares y amigos con su repentina muerte. Hace unos días un grupo de ancianos discutía en un típico bar español porque eran impares para jugar al mus, había fallecido uno de ellos y ahora se veían en ese dilema, cuando de repente uno se levantó y dijo con sorna: "No os preocupéis, la semana que viene volveremos a ser pares". Una cruel imagen castiza que a mi parecer define perfectamente nuestra relación con la muerte. La muerte es no poder volver a hablar con una persona. Por eso sentimos la necesidad de escribir obituarios, de recordarles, porque es una manera de estar con ellos, de hablar con ellos.


La primera de esas tres personas en fallecer fue Carlos de la Torre, el pasado 7 de enero. Parece mentira que le esté recordando, parece mentira que no esté. Crecí cerca de su figura, un hombre elegante, siempre de buen humor, cabecilla en las reuniones, amigo de sus amigos, era el bon vivant por antonomasia. Su nombre está ahora mismo en todos los kioskos, pues fue el primero en quién pensé para la despedida de Embassy que organicé con María Jesús Manrique —viuda del gran Berlanga—, comida que relato en el artículo que se publica en el actual número de Vanity Fair. Carlos era uno de los personajes de la jet set madrileña, siempre había estado ahí y guardaba anécdotas brillantes, historias de nuestra historia, que contaba con toda naturalidad. Quedó retratado como personaje en alguno de esos planos abarrotados que componía Berlanga, porque su cine era un vivo retrato de su círculo personal, vivencias, amigos y anécdotas componían el grueso de sus películas. Y Carlos estaba ahí, pero también estaba en Santoña, donde veraneaba estos últimos años, y en Toledo, de donde se sacó un marquesado cuando una vez le preguntaron en las Fallas de Valencia por su status, para completar una crónica social. Llevaba tiempo sin hablar con él cuando le escribí hace menos de un mes a cuenta del artículo donde salía mencionado, me lo agradeció y dejó pendiente una charla. "Ya hablamos".

Carlos de la Torre (con gafas) en una escena de "Nacional III"

Juan Cueto
Poco después recibía la noticia de la muerte de Juan Cueto, imprescindible en la crónica de la televisión, un gran pensador al que conocí como vecino y al que redescubriría a través de la publicación de una colección de artículos bajo el nombre de "Yo nací con la infamia". Siempre portando su característico bigote. Egoístamente solo puedo pensar en no haber tenido el valor suficiente para cruzar con él algo más que un "buenos días" o un "¿qué tal sigue?" y esas frases poco comprometidas a las que se acostumbran los vecinos. Cueto era un grandísimo periodistas al que descubrí tarde, sin embargo, su sentido del humor sobre el papel es una de las claves que merecen la pena ser recordadas y puestas en valor, en un mundo donde la prensa parece ahogada por lo políticamente correcto. La pluma de Cueto mantenía una facilidad absorbente para incidir en los temas más banales convirtiéndoles en buen periodismo. Así, podía hablar perfectamente de la audiencia de "¿Dónde estás corazón?" con Cantizano como del último spot publicitario de Freixenet.

Vicente "Tini" Álvarez Areces
Por último, hoy he recibido la noticia del fallecimiento de Tini Areces, ex-presidente del Principado de Asturias y senador por el Partido Socialista. Un hombre cercano y una bellísima persona, por encima de sus responsabilidades políticas. Cuando le conocí era Presidente del Principado, estábamos en la Expo de Zaragoza y recuerdo perfectamente como paró el habitual séquito que acompaña a los políticos, para saludar a mi abuelo. Ese mismo día me regaló un pin con la bandera de Asturias —ya saben que el pin es la distinción inequívoca de los políticos—. La última vez que le vi fue hace unos mese, en el funeral de mi abuelo. Me abrazó, nos abrazó. Dijo de mi abuelo que era una persona "afable, simpática y un trabajador de luchó duramente por la empresa. Nos deja una huella imborrable en Gijón, donde tiene una familia muy querida". Vicente Álvarez Areces tampoco se quedaba corto, abanderado siempre por su sonrisa, le recordaré siempre por su cercanía y su amabilidad. Era un hombre querido, a veces poco más se puede decir de un hombre —más incluso si ese hombre es político—. Mis pensamientos están estos días con las familias de Carlos de la Torre, de Juan Cueto y de Tini Areces. No es habitual que un obituario termine con una nota de pésame, pero ya les he dicho que no me gusta escribir obituarios de personas a las que conozco.