martes, 28 de febrero de 2017

Terminal-2: Trainspotting

John Hodge y Danny Boyle se han vuelto a reunir como guionista y director en una aventura épica, la segunda parte de "Trainspotting" (1996) que llega como un chute de heroína —y de nostalgia— trayendo de vuelta a los inolvidables Renton (Ewan McGregor), Spud (Ewem Bremner), Franco (Robert Carlyle) y Sick Boy (Jonny Lee Miller), que pese a haber madurado no dudan en convertirse en aquellos chavales desfasados cada vez que se reúnen. La película nace de por sí en un estado terminal, que no es sino el mejor modo de empezar una rehabilitación fílmica sensacional que recupera aquellos deliciosos planos de la original, nos trae a un equipo rejuvenecido e infantil, con ganas de recordar la que ha sido una cinta generacional. Boyle mueve la cámara con destreza desde una experiencia que le permite convertirse en el director juguetón y arriesgado (esos flashbacks superpuestos al nuevo material), que apuesta y gana edificando una comedia amarga, estética y bestial, el mejor modo para enganchar a una nueva generación. El guión de Hodge vuelve sobre la mítica novela de Irvine Welsh, recatando su frescura con una historia completamente fresca y delirante, sobre todo en el personaje de Carlyle, a quien todos deseábamos volver a ver on fire ante la vuelta de Renton-McGregor. Nace así "T2: Trainspotting" (Danny Boyle, 2017) habida de una estética melancólica en su recorrido por el viejo Edimburgo, pero también hortera y algo kitsch, con blancos, naranjas y el eterno rubio de Simon (a.k.a. Sick Boy), con el que se permiten hasta bromear con si tinte. Es precisamente esta capacidad para reírse de sí mismo lo que renueva lo viejo en una obra actual, divertida y justa secuela que no ha de compararse con su predecesora, sino que ha de comprenderse como su heredera desvergonzada.

El director, Danny Boyle

"T2: Trainspotting" recupera el espíritu scottish que se había perdido entre precuelas galácticas, zombies, funerales e indios multimillonarios, y lo hace con un golpe de humor y liberación que les otorga la posición en la que ahora se encuentran sus protagonistas. Nos deja así escenas memorables como el robo de las tarjetas de crédito seguido del cántico-protestante o la pelea en la vieja taberna de Simon, que siguen la estela de la indecencia original. Además, como en "Trainspotting", lo menos importante es la trama o lo que verdaderamente ocurra, lo grandioso son las escenas que se suceden dejando frases, carreras y planos icónicos. Se edifica así una estructura deliciosa compuesta por genialidades sin sentido o disparates indispensables, nos encontramos ante cuatro cuarentones que resultan patéticos a nuestros ojos, se han convertido en una caricatura de sí mismos, y lo importante es que siguen disfrutando como siempre. Desde la obertura apreciamos un montaje rápido —que no apresurado— que no decae, Boyle nos hace vivir de lleno un chute de adrenalina que no descansa, revisitamos cuatro personajes que se salen de lo arquetípico y que sus actores rescatan sin ninguna dificultad. Esto es "T2: Trainspotting", no se debe mirar más allá. Estamos ante una reunión de viejos colegas que han vuelto para pasárselo en grande, disfrutando de su éxito y con un presupuesto holgado que siempre hace sus travesuras. La inyección de heroína nostálgica es tal que el film sólo decae cuando intenta ponerse sentimental, claro que por suerte el guión sigue el método de Peter Griffin: cuando se huele el pastel, puñetazo en la cara y vuelta a empezar. No dejen de ver este delicioso autohomenaje lleno de una comedia astuta —también física y fálcil— por su libertad y amor a un proyecto necesario, que todos estábamos esperando (al menos desde que nos dieron la posibilidad). ¡Choose Trainspotting!

Reparto original madurado en "T2: Trainspotting"

Los Goya, perdón, los Oscar

Emma Stone, su Oscar y su Givenchy
La semana pasada se celebraron en el Dolby Theatre de Los Ángeles los aclamados premios de la Academy of Motion Pictures Arts and Sciences de Estados Unidos, la entrega de esas preciadas estatuillas doradas que parecían tener una destinataria clara y que, sin embargo, se repartieron con total justicia en una noche más que divertida, amenizada por Jimmy Kimmel. Por mi parte me había quedado sin posibilidades para ver por televisión la ceremonia, por lo que no dudé en pasarme por el plató de Movistar+ para disfrutar de una noche llena de emociones, siendo el sueño la principal de ellas. Todo estaba preparado con el estilo art déco que caracteriza los glamourosos escenarios de los Oscar, es todo un lujo y un placer ver desfilar a las grandes estrellas por esos portentosos (y espaciosos) decorados, dignos del mismísimo Gil Parrondo —pese a que se olvidaran de él en el In Memorian— con vestidos que superan la razón. En lo que refiere a la participación española, nos fuimos de vacío con la nominación de "Timecode" (Juanjo Giménez, 2016), Javier Bardem no dudó en homenajear a la sobrevalorada Meryl Streep en un formato que llegó a su culmen con el guiño de Kimmel a Matt Damon, su eterno rival en uno de esos programas geniales que en España nunca entenderemos. Por otro lado Álex de la Iglesia y Carolina Bang fueron testigos de una ceremonia histórica, marcada por el gran error final —con culpables despedidos— que coronó a "La La Land" como Mejor Película, cuando finalmente resultó ser para "Moonlight" (Barry Jenkins, 2016). Me pregunto si Warren Beatty y Faye Dunaway no estarían detrás del desastre que cometió la Academia con el premio a la Mejor Actriz, teniendo opciones tan jugosas como la frialdad de Isabelle Huppert o la solemnidad de la Jackie de Natalie Portman.

Warren Beatty reaccionando ante el fiasco

Casey Affleck...Casi Ben, pero no
El resto de la noche se desarrolló según lo previsto, los premios técnicos de lo bonito para "La La Land" (incluyendo Mejor Director para Chazelle) y el resto un justo reparto como el más que merecido Oscar al Mejor Montaje para "Hasta el último hombre" (Mel Gibson, 2016), una de las grandes obras del cine americano reciente que ha pasado demasiado desapercibida desde su estreno en el Festival de Venecia. Por lo que le toca, Kimmel ofreció una de las grandes ceremonias, que no decayó desde su "Can't stop de feeling" de Justin Timberlake hasta el fallo garrafal del Oscar final, parecía una película de Álex de la Iglesia. Eso sí, los gags resultaron más americanizados que de costumbre, desde ese grupo de turista que aparecieron "sin saberlo" en el teatro, hasta la comida que caía en paracaídas tratando de complacer a las hambrientas celebrities. Y utilizo este término porque cada vez hay menos actores sobre la alfombra roja, incluso los nominados prefieren quedarse en casa para dar a luz. Especialmente emotivo fue el discurso de Viola Davis al recoger su Oscar a la Mejor Actriz de Reparto, otro de los premios cantados —no podían permitirse dejar de dar un premio a una afroamericana en estos #OscarSoBlack— claro que precisamente por ello había podido preparárselo con todo lujo de detalles. La noche fue un regalo de esos que nos acercan los dioses y que disfrutamos a través de las burbujas de una copa de champagne, todo un despilfarre con sus fallos humanos, que parecen un guiño a nuestros Goya (recordemos que hace unos años tuvimos un error parecido en el Goya a la Mejor Canción Original). Los americanos se lo toman todo muy en serio y, lo que se ha convertido en una divertida anécdota para la historia de los premios, han terminado despidiendo a los responsables de la consultoría PriceWaterhouseCoopers, que tan bien pronuncia nuestro Pablo Iglesias. Mahershala Ali se hizo con el Oscar a Mejor Actor de Reparto y Casey Affleck —por muchos delitos sexuales que le persigan— se hizo merecidamente con el de Mejor Actor. Parece que Trump ha beneficiado a muchos de los premiados, empezando por Asghar Fahardi, gracias al veto se dio a conocer "El viajante" (Fahardi, 2016) que finalmente se alzó con el premio a la Mejor Película Extranjera. Una noche de diez que nos hace contar los días para la del año que viene.

Jimmy Kimmel, anfitrión de los Oscar del fiasco

domingo, 26 de febrero de 2017

Azul a la luz de la luna

El entusiasmo por el cine afro ha invadido Hollywood, una postura que no se termina de comprender en España, donde no tenemos una tradición racista como la americana. Nuestras relaciones con los morenos —expresión muy nuestra— en el cine se limitan a aquella magnífica escena de "El milagro de P. Tinto" (Javier Fesser, 1998) en la que un inolvidable Luis Ciges confesaba a Pablo Pinado su verdadero origen, mientras un yunque aplastaba al auténtico negro. Si nos remontáramos algo más nos costaría encontrar actores de color, pues sus papales era interpretados por blancos –eterna tradición española: concejales interpretando a Baltasar– pintados. Algo se intuía ya en películas como "Bienvenido Mr. Marshall" (Luis García Berlanga, 1953), en la que veíamos a una procesión pasional convertirse en un grupo del Ku Klux Klan que secuestraba al párroco a ritmo de jazz (música negra por excelencia) llevándolo frente al Comité de Actividades Antiamericanas, una escena de lo más delirante que mostraba no sin cierta acidez nuestra relación con la raza más oscura. Sin embargo, el film que mejor muestra la relación España-África es "Amanece, que no es poco" (José Luis Cuerda, 1989), un pueblo que nunca había visto un negro, que pasa a convertirse en la minoría étnica solidarizada con el alcalde. Nge Ndomo (interpretado por Samuel Claxton) se convirtió en el abanderado del exotismo español, como él mismo decía "mire que bonita estampa formo con las ovejas y la luna". Los negros tienen un color especial bajo la luna, cuando corren cogen su luz, esta es la historia que nos cautiva en el personaje de Mahershala Ali en "Moonlight" (Barry Jenkins, 2016), en un mundo globalizado donde también se exportan los problemas de cada país.

Nge Ndomo a la luz de la luna en "Amanece, que no es poco"

Barry Jenkins, director de "Moonlight"
Nuestra tradición nos persigue en nuestras relaciones culturales, películas como "Moonlight" logra que olvidemos nuestros prejuicios para asumir una historia hermosa, narrada con un virtuosismo brillante e interpretada con una fuerza racial. El color sí importa, solo Naomi Harris –mujer y negra– puede interpretar con esa fuerza, bestialidad y ligereza el papel que interpreta en el film. Y el color sigue importando porque "Moonlight" es una película negra, antes y después, una obra que solo puede haberse cultivado por negros, por una serie de prejuicios no solo relacionados con la raza, sino con todas las fobias que hoy en día dividen nuestro planeta. La película de Jenkins no es solo hermosa en sus imágenes, lo es también en su historia, una vida sucia y fea reflejada con la sensibilidad que convierte al gusano en mariposa. En el aspecto técnico existe una libertad jovial, una excarcelación que se opone a lo narrado por la propia historia, todo ello reflejado en una cámara juguetona que se mueve, baila, gira y se sitúa en lugares insospechados, una exquisita y atrevida apuesta de su director, que le ha llevado a levantar su película como la mejor cinta afro del año de los negros. Porque el 2016 ha sido el año más negro en Estados Unidos desde el 2001. La historia de "Moonlight" son los momentos de una vida, que puede atraer más o menos al espectador, en la que destaca una narración ágil y rápida que tiene muy clara sus convicciones. El único fallo es un tercer acto tedioso y repetitivo, un cierre que se presiente y que no resulta especialmente atractivo. Si la película cerrase con la llevada de Black al restaurante, cuando ya deducimos los próximos veinte minutos, estaríamos ante una película redonda. Buen ojo de Brad Pitt a la hora de situar sus verdes amigos.

Mahershala Ali enseña a nadar a Alex Hibbert en "Moonlight"

sábado, 25 de febrero de 2017

¡Vaya, valla!

En "Fences" (Denzel Washington, 2016) existe una valla desde el primer momento que separa a la historia del espectador, una frontera de caro peaje que hace que muchos prefiramos contemplarla desde el otro lado, pues lo que cuenta se puede comprender a kilómetros de distancia. Estamos ante una película estéril, ajena a nuestro época (el propio padre queda anticuado a su presente) y falta de cualquier muestra de narración cinematográfica, un pieza teatral rodada en el pequeño jardín de la parte de atrás de una casa en un barrio marginal, donde no vemos aparecer a un solo blanco excepto en las descripciones que el personaje de Washington hace de "el diablo". Un drama sintético que no viene a cuento y que, sin embargo, se trata de un film oportunista, una astuta apuesta que exige grandes interpretaciones en el año de concienciación de Hollywood con la raza negra tras el famoso #OscarSoWhite. Pese a su oportunismo, Whasington no contó con "Moonlight" (Barry Jenkins, 2016), y ninguno de los dos esperaba "La La Land" (Damien Chezelle, 2016) que ha terminado con su gozo en un pozo, aunque todo haya merecido la pena para que Viola Davis obtenga (posiblemente) el Oscar que los académicos le deben desde "La duda" (John Patrick Shanley, 2008), este año la categoría cuenta con tres nominadas de color, magnífica y astuta campaña de marketing. Ya solo les queda solucionar eso que tanto repite Meryl Streep en sus discursos, algo de las mujeres que Ana Belén abanderó con cierta ironía con su discurso por el Goya de Honor: "Si no hicieran falta mujeres para los personajes femeninos no estaríamos ni las que estamos". Después de todo el papel de Viola en "Fences" no es su mejor trabajo, el Oscar sería por esa escena en la que habla algo agitada mientras se le caen los mocos, y eso que me declaro un gran admirador de esta magnífica actriz.


Whasington ya protagonizó la obra en Broadway
Existen más vallas que la que no dejan entrar al público, está también la barrera que no permite que los personajes salgan, la llamada cuarta pared que crea una pantalla de cine y que demuestra que en muchas ocasiones cine y teatro no se compaginan con facilidad. Denzel Washington mantiene un texto casi íntegro que le permite acercarse al récord de más palabras lúcidas en una escena, otro ejemplo que chirría al oído, cómo un basurero encuentra palabras tan bellas y elocuentes para sus repetitivos monólogos, ni que fuera hijo del bardo inglés. La propia obra "Fences", estrenada por su autor (August Wilson) en 1985, guarda ciertos paralelismos con el teatro clásico y sus tres reglas de acción, tiempo y espacio, además de personajes shakesperianos como el tío Gabriel, un fácil introductor del personaje-bufón que sanea el drama con sus intervenciones, personaje no tan alejado del Bubba que Mykelti Williamson interpretó en la reconocida "Forrest Gump" (Robert Zemeckis, 1994) o cómo el blanco más estúpido puede llegar a triunfar en América, el discurso opuesto a "Fences". Una obra clásica en una adaptación plana, aburrida, llena de vallas que cercan las posibilidades a las que aspiraba esta escenificación ganadora del Premio Pulitzer. El tercer largometraje de Denzel Washington como director sigue la línea de "El mayordomo" (Lee Daniels, 2013) o "Criadas y señoras" (Tate Taylor, 2011), solo que sin el apetitoso trasfondo histórico, excepto por ese plano en el que vemos los retratos de Martin Luther King y John F. Kennedy unidos, en la cocina. "Fences" es una primera hora aburrida, un giro que llama nuestra atención, una bronca de Viola Davis y un entierro que todos esperamos.

domingo, 19 de febrero de 2017

La Primera Dama de la mesa redonda

En ocasiones la historia merece ser mirada desde otra perspectiva, es un premio que otorga el tiempo y su gente, por ello nunca se ve en los textos de rigor, por ello la verdadera historia se escriben en evangelios apócrifos y películas como "Jackie" (Pablo Larraín, 2016). Una visión que deja de contemplar el asesinato de Kennedy desde la mirilla del fusil de Oswald para convertirlo en el auténtico drama humano y femenino de Jackie, una mirada que solo está al alcance de una indomable Natalie Portman que sufre desde la elegancia un dolor de protocolo asumido por un país. ¡Cómo les gusta a los americanos su bandera! Lo más sorprendente del film es su canalización de ese sufrimiento, imágenes que se fijan de forma indisoluble en nuestra memoria —marca de la casa del director— y que en ningún momento pretende situar al espectador en ninguno de los dos bandos (Jackie y el resto del mundo), sin quererlo cumple la primera regla del rigor histórico. Por ello no es tan importante la narración, un guión típico de biopic en el que el personaje a tratar recibe la visita de un periodista para comenzar a largar su historia, la clave de esta pequeña obra maestra está en el matiz casi metafísico que adquieren las reflexiones de Jackie, permanentes en la iluminada mirada de Portman. Hay escenas que gritan por un cine en estado puro, los cigarrillos que se encienden, los vestidos que caen con responsabilidad sobre su dueña, la copa medio llena, la copa medio vacía, todo ello bajo la magnífica música del final de "Camelot" (a los más cinéfilos se nos viene esa imagen de un avejentado Richard Burton interpretándola impoluto años después de su estreno en Broadway). Jackie, a quien Sinatra definiera como "la reina de América", se convierte en la Primera Dama de la mesa redonda (y Greta Gerwig en su siempre agradable secretaria).


Portman y Larraín celebrando el éxito en Venecia
La crudeza del film se basa en la reproducción de una realidad que todos hemos asumido como historia, que en realidad es el drama profundo y visceral de una mujer que pudo "ver como se le caía una pedazo de cráneo" a su marido, escuchar las auténticas declaraciones de Jackie en la voz y el rostro de Natalie Portman es un sentimiento único —como un escalofrío que permanece— por el que llamamos al cine el séptimo arte. Un primer plano de Jackie, porque en la pantalla Portman es Jackie y nada más, llorando, limpiándose los restos de su marido, es la única forma de equiparar el lenguaje cinematográfico a las crudas palabras que la Primera Dama sentenció en aquella famosa entrevista: "Es mi marido; es su sangre, todo su cerebro está esparcido sobre mí". Y no sobre otra, podría haber añadido, pero precisamente en la sutileza encuentra este relato su mejor aliado, las conversaciones sobre los preparativos del cortejo fúnebre o la solemne charla que mantiene con el sacerdote (el recientemente desaparecido John Hurt) antes de enterrar a sus dos hijos junto a su marido, todas ellas están marcadas por un delicioso gusto por la sutileza que hace que este no sea un biopic cualquiera. "Jackie" es la respuesta sencilla y elegante a la rudeza de "El club" (2015) y otra forma distinta de mirar una película biográfica a "Neruda" (2016), los dos largometrajes anteriores de su director que continúa con un "cine que comprenda la complejidad humana". La última cinta del chileno es como la propia Jackie Kennedy, una historia fea con un vestido bonito, una mujer excepcional en un cargo que parece diseñado por su Givenchy, una decoradora que supo sacarle los colores (y los tesoros) a la Casa Blanca. Durante toda esta temporada he sido el más firme defensor de Isabelle Huppert y de "Elle" (Paul Verhoeven, 2016), pero si el Oscar fuese para Natalie me levantaría una tímida sonrisa. 

jueves, 16 de febrero de 2017

Lo que de verdad importa

Paco Arango lo ha vuelto a lograr, tras su debut tras las cámaras con "Maktub" (2011), vuelve a nuestras pantallas con una fábula clara y optimista nacida desde la necesidad de ayudar. "The Healer" (titulada en España como "Lo que de verdad importa") es una película humana, en el mejor sentido del término, el simple hecho de que sea 100% benéfica (su recaudación será íntegra para los campamentos SeriousFun Children, fundados por Paul Newman) la convierte en una película íntegra que busca un entretenimiento sano, sin perversiones u obsesiones, una historia limpia y sencilla —marcada por la pulcra fotografía de Javier Aguirresarobe— llena de una ilusión que parece innata en su director y que logra transmitirse al espectador. Por ello, cuando uno está en el cine frente a la pantalla, uno no puede evitar el escalofrío de nostalgia que llega al comienzo, no podemos evitar sentirnos como en casa, un hogar construido a partir de "Maktub" y que, como me confesaba Paco, "al ser mi primera película fuera he mantenido ciertos paralelismos con la primera", guiños que reconocemos y nos levantan una sonrisa. Es importante el atildado look del film por la honestidad que muestra, no hay más que lo que uno ve en pantalla, esa magia, esa blancura en un humor congénito que acompaña en todo momento a la película. El espectador se engancha a esta feel-good movie por el placer de estar en ese momento, junto al resto, riendo, disfrutando y ayudando con una tarde de cine, mucho más que una astuta propuesta de marketing, ha de verse como una divertida comedia familiar (luego ya siéntanse bien por su "labor humanitaria"). Esto es lo que de verdad importa, la unión de un pueblo en comunidad por un mismo bien, mojándose bajo la misma lluvia, disfrutando la misma película.


Arango dirige a Jackson-Cohen
Las películas sobre el cáncer —sonora y dañina palabra—suelen ir acompañadas de un drama personal o una terrible subtrama que busca exprimir con saña las lágrimas del espectador. Los guiones de Arango sufren por nosotros el dolor de la enfermedad para ofrecernos los momentos de alegría y diversión vividos, ya estaba presente en "Maktub" esa necesidad de poner una sonrisa para enseñar a un hombre "descarriado". Ahora, en "Lo que de verdad importa", esa misma actitud se lleva al extremo, un pueblo lleno de ilusión, una leyenda mágica, y una niña que con su falta de creencia nos hará creer a todos. A diferencia de otros films, como "Planta 4ª" (Antonio Mercero, 2003) o la serie "Pulseras rojas" (Albert Espinosa, 2012), estamos ante una comedia de enredo, una divertida historia corriente en la que la enfermedad viene desde el principio para desaparecer. Con otro aspecto importante, la salida del hospital, el alejamiento de los tubos, de las camas y batas azuladas y de la intensa luz blanca. Como proponen los propios campamentos de Newman, "Lo que de verdad importa", huye de ese ambiente donde solo brilla la luz de la salida de emergencia para ofrecernos un "fin de semana" único, para hacernos pasar el buen momento al que estamos contribuyendo para otros niños. Es entonces donde se desenmascara la astuta narración de Paco Arango, ir al cine a ser ayudado para ayudar. En una cinta como esta son necesarios hasta los chistes malos, esos que prevemos con facilidad pero que necesitamos escuchar para pronunciar una sonrisa, y para ello están Jonathan Pryce (siempre brillante en su papel como intermediario, al fin y al cabo un burócrata como aquel que interpretó en la inolvidable "Brazil" de Terry Gilliam, 1985), Oliver Jackson-Cohen, Camilla Luddington, la joven Kaitlyn Bernard y sobre todo un magnífico Jorge García, irremediable transmisor de una comedia física que llega a su culmen con una muerte cercana al slapstick.

Jorge García como el Padre Malloy

Es importante ver "Lo que de verdad importa" con una mirada especial, no podemos ir al cine como cuando queremos maravillarnos con "El Padrino" (Francis Ford Coppola, 1972) o incluso con la reciente "La La Land" (Damien Chazelle, 2016). Se trata de una obra cinematográfica que busca el entretenimiento, ahondar en la bondad de la persona (no de los críticos, como han demostrado). No es relevante que la presentación del personaje se haga algo larga, que Bernard llegue algo tarde o que el optimismo pueda levantar ese tan preciado realismo fílmico, porque en el camino disfrutamos con la sencillez y pulcritud de una historia sana. Es también divertido ver como el propio Arango parece disfrutar como un niño haciendo la película, su cameo (retrato de uno de los antiguos curanderos de la familia) es una auténtica gamberrada, como sus divertidos juegos con la magia espiritual que evoca la película, las chispas del cable de comunicaciones o el rebaño de ovejas persiguiendo al protagonista. Lo más importante de "Lo que más importa" es ir a verla y disfrutarla, este fin de semana se estrena en toda España. Como en "Maktub" saldrán limpios de la sala de cine, como esa extraña sensación tras una confesión con el cura, donde los pecados más relevantes los has guardado dentro de ese "y todos de los que no me acuerdo" para que, de una u otra manera, quedes libre también. La fe y la religión es también muy característico en el cine de Paco Arango, va más allá de una creencia, no pretende evangelizar y hacerte creer, sino que te sitúa desde el primer momento en el lugar del creyente. Crees en su película, luego eres creyente, has ayudado, lo que hagas después de ver el film ya es otra historia.

La leyenda, Jonathan Pryce, junto a un duplicado Paco Arango

miércoles, 15 de febrero de 2017

Manchester by the light

El drama es un género difícil en cuanto a la medida, es demasiado sencillo hacer llorar al espectador con fórmulas sobrecogedoras, por ello debe encontrar un punto medio entre la crisis que transmite, la narración cinematográfica y los respiros para el espectador. "Manchester frente al mar" (Kenneth Lonergan, 2016) lo logra con una brillante sutileza, una historia humana y oscura en la que siempre hay una intensa ráfaga de luz apoyada en geniales luces de un humor —también algo negro— que ha traído de cabeza a los críticos. Si no fuera por esos comentarios ávidos de esperanza, esas frescas y tranquilizadoras conversaciones tío-sobrino, resultaría complicado sobrevivir a situaciones límite, que por su parte son creíbles por un magnífico plantel actoral. Puede que sea el drama, en su máximo significado, más acertado desde "Cisne negro" (Darren Aronofsky, 2010), con el que comparte un vanguardista estilo de narración y un admirable gusto por la música, son melodramas en cuanto a su relación con la polifonía, nunca pretende la exageración del drama. Sin embargo la cinta de Lonergan es mucho más luminosa que el "Cisne negro" de Aronosky, su claridad es también síntoma de verdad, de exposición de todos los sentimientos en su estado natural, sin necesidad de esconderlos. Una luz y una verdad más cercana a la cámara del último David O. Russell, cuyas comedias-dramáticas sí están más cercanas al melodrama desmesurado —incluso con cierta sátira al propio género— que en España hemos bautizado como almodovariano. "Manchester frente al mar" es optimista cuando todo está perdido, mira con luz los restos de una casa quemada rodeada de nieve, es pulcra y sana, un drama como Dios manda, de sentimientos, personajes y un cine que sigue descubriendo distintas formas de diseccionar al ser humano.

Casey Affleck prepara su Oscar junto al director, Lonergan 

Kyle Chandler, con el mismo apellido que su personaje
La sencillez que embriaga la trama del film es precisamente el alimento que la mantiene con vida en todo momento, el dolor que se estanca no el que aparece entre gritos e injurias. La desesperación enmarcada en una fingida sonrisa, en una mueca de asco o en el paseo de un tío y su sobrino tras la muerte del padre-hermano. Esto es "Manchester frente al mar" y nada lo resume mejor que esa escena en la que se encuentran por casualidad Michelle Williams y Casey Affleck, ex-pareja por siempre unida por el calvario, en la que Williams termina por emocionar sin caer en tópicos, una emoción pura fruto de un dolor que se ha tejido discretamente sobre el espectador. Las imágenes de la villa portuaria sobre una inteligente selección musical dota de un ritmo brillante e innovador al drama, así como su genial narración entre flashbacks que hacen penetrar lentamente la historia. Sin embargo, hacia el final de la película comienza a repetirse cierta estructura narrativa, planos y músicas ya masticados que rompe la perfecta fórmula que había compuesto. Todo ello sumado a contados y bien contados momentos lúcidos de humor que sanean la composición creando un equilibrio perfecto, en ese punto está el gran logro de "Manchester by the sea". Algunas escenas son innecesarias por pura rutina, como esa previsible visita a la madre (Gretchen Mol) alcohólica, aunque todo merezca la pena por ese ritual de bienvenida católica de Matthew Broderick. Una drama que no se regurgita en sí mismo sino que ilumina su camino hacia una película honesta sostenida por grandes interpretaciones que ya se han colado en las nominaciones a los Premios Oscar. En mi opinión es la mejor película —nominada— del año, una favorita con pocas posibilidades pero una favorita al fin y al cabo.

Affleck y Lucas Hedges, tío y sobrino en la ficción

sábado, 11 de febrero de 2017

Un contratiempo tras otro

He tardado en escribir sobre "Contratiempo" (Oriol Paulo, 2017) para no dejarme llevar por el chute de emoción que uno sufre al principio, seguido de un tiempo de reposo en el que afloran todos los fallos, el mareo al espectador, la sobriedad de Mario Casas o el desaprovechamiento de esa fantástica y deliciosa femme fatale que resulta Bárbara Lennie, perdida entre versiones, posibilidades y teorías que comienzan a deshacerse en su complejidad. Sin embargo, he dejado este tiempo para rescatar la increíble fuerza cinematográfica del film, a pesar de una fotografía algo publicitaria, estamos ante un guión lleno de giros –rebuscados– que nos recuerda al gracejo detectivesco de las novelas de Agatha Christie con la naturaleza noir de los cuarenta, para ser un homenaje a la inolvidable "Laura" (Otto Preminger, 1944) y a Hitchcock olvida un factor clave perdido en la necesidad de forzar el suspense: el sentido del humor. Un humor que sólo puede ver la luz cuando en la pantalla se vive un astuto reflejo de la realidad, los personajes, las situaciones, todo debe fluir con la elegancia y suciedad de la vida cotidiana para hallar entonces esa fina ironía que puede caer sobre algo tan corriente como un asesinato. Recuerdo en este instante esos dos simpáticos personajes de "La sombre de una duda" (Hitchcock, 1943) comentando y jugando, no sin cierta sorna, con las posibilidades y circunstancias en las que se podían haber cometido el crimen. Se me antepone entonces el rostro impenetrable –aunque poco tenga que ver con Brando– de Casas intentando hallar una mueca de expresividad ante la muerte de su amante. La ubicuidad de Ana Wagener es el principal condimento de este frenético thriller, un personaje que goza y sufre jugando a una especie de deus ex Wagener que termina por desconcertar al espectador.

Coronado, su goya le habla por las noches y le dice que no abandone la actitud de policía al margen de la ley.

Pese a la estética fácil y a un guión que juega al despiste, estamos ante una gran película que mantiene al espectador aferrado a su butaca hasta el final del metraje, el problema es que después sigue ahí parado esperando respuestas. El gran triunfador de la cinta es sin duda un brillante José Coronado, entre padre-coraje y el Harry Brown que se toma la justicia por su mano, y sus medios... Los referentes son claros e incluso demasiado evidentes, las tomas de Barcelona y la acción son algunos de sus puntos fuertes, ejemplo que que si "Contratiempo" se hubiese producido en Estados Unidos se hubiera convertido en uno de los hits de la temporada, sobre todo en este año tan flojo en lo que respecta a Hollywood. Como en "El cuerpo" (Oriol Paulo, 2012) existe en "Contratiempo" una gran historia con muchas ganas de salir a la luz, con el inconveniente de que repite los mismo fallos de realización marcados por un exceso de confianza en su historia. El gran filósofa alemán, Walter Benjamin, declaró que "el arte de la narración está llegando a su fin, porque el lado épico de la verdad, la sabiduría, está desapareciendo". La falta de experiencia y un cúmulo de conocimiento cinéfilo se agolpan sobre un creador fantástico que aún no ha dado con la película adecuada. Sin duda es otro ejemplo de la buena salud del cine español reciente, pudimos ver a un Mario Casas algo más expresivo agradeciendo su visionado a los más de 200.000 espectadores. Una pieza de suspense que nos deja con ganas de que Paulo consiga equilibrar las geniales historias que parece que le quedan por contar.

Bárbara y Mario conmocionados

miércoles, 8 de febrero de 2017

Obituario de una sala de cine

Siempre nos dejaremos dar la lata por el maestro
Pertenezco a una generación que ha crecido con las multisalas y los centros comerciales, lugares de ocio que han supuesto la última abjuración del cine. Desde que Ricciotto Canudo acuñase el término de Séptimo Arte en 1911, han sido decenas las corrientes cinematográficas que velaron por la máxima pureza de un arte que había sido menospreciado por todos excepto por su mayor e inseparable colega, el público, la inmensa masa gritona que nunca ha traicionado las imágenes en movimiento que se dirigían a ella desde aquella "Llegada del tren a la estación de La Ciotat" (Louis y Auguste Lumière, 1896), cuando más de uno hubo de salir atemorizado por el gigante de hierro. Truffaut, Godard y Rohmer surfearon la nouvelle vague con Melville en busca de la auténtica esencia cinematográfica, la que solo puede captar la cámara, años más tardes la pretensión de Lars von Trier y Thomas Vinterberg y su Dogma 95 alcanzó un nivel casi dictatorial en un radicalismo romántico hacia esta disciplina. Incluso en España contamos con nuestra nueva ola del cine con la Escuela de Barcelona, como definiría Muñoz Suay, que siguió al maestro Carlos Saura en estética, dureza, rigor y veracidad. Fueron todos ellos quienes vieron en el celuloide algo más que un buen combustible de masas, y el primer síntoma de la muerte del mismo. No hablo de una muerte como final, seguirán rodándose películas porque el público las sigue necesitando, sino como un cisma cultural que terminará con el auténtico concepto del Séptimo Arte, con su lenguaje, su textura, su amor, su literatura, sus imágenes, su lírica visual. Para convertirse en el nuevo vomitorio romano, dando a los espectadores cantidades ingestas de material audiovisual hasta que sea regurgitado para seguir con el empacho. Todo ello se ve acreditado por la última revolución cinematográfica, la revolución de las salas, si no hay un lugar donde exhibirlo, el arte, desaparece.

Intentando organizar Cannes un mayo de 1968

Programación completa "Au revoir, Palafox"
El último desaparecido ha sido el cine Palafox, sala que siempre recordaré con gran admiración e impresión debida a mi cultural de multisala. Nunca llegué a imaginar que conocería unos cines como los Palafox, cargados de un aire clásico donde las palomitas te reciben en elegantes bolsas de papel y nunca llegas solo a tu asiento, pues allí está la fantástica y mítica figura del acomodador, ese del que todo cinéfilo (por la asiduidad, se entiende) termina por encariñarse como un miembro más de la fantástica familia del cine. La desaparición de salas de este calibre histórico es una triste e irremediable noticia, esta revolución de la salas lleva a fabricar un cine por y para ellas, incluso para las plataformas digitales (VOD) que, por mucho que insistan, no son el medio natural del cine. Las películas nacen para la pantalla, para su proyección en una sala con un público que se sumerge unido en su contenido, para compartir risas y lágrimas, para soñar, para establecer una simbiosis única que se está perdiendo por completo. Si hablo de revolución es porque, pese a todo, la rendición no es objeto de estudio, permaneceremos en nuestras salas hasta que los grandes maestros nos den la orden de abandonarlas o hasta que el beriberi acabe con nosotros. Esta es precisamente la idea que transmiten los cines Palafox de mano de Sunset Cinema, rescatando en su última semana algunos de los clásicos más emblemáticos de nuestro cine, ese que la generación de las multisalas no hemos podido disfrutar en pantalla grande. La propuesta "Au revoir, Palafox" nos propone títulos como "Cantando bajo la lluvia", "El Padrino", "2001: Una Odisea del Espacio", "Pulp Fiction" o "Belle Époque", un bonito detalle por su parte introducir el film más internacional de Fernando Trueba. Todo ello para finalizar con un emblema, un símbolo, después de todo, creo que este es el principio de una bonita amistad.

Cines Palafox

domingo, 5 de febrero de 2017

Un Goya viene a vernos

Ayer se celebró la trigésimo primera edición de los Premios Goya de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, presentada por tercer año consecutivo por Dani Rovira. Las estrellas aprietan como pueden sus egos en el auditorio del Hotel Marriot de Madrid, vestidos imposibles, peinados que parecen diseñados por Koons, escotes de escándalo ("que enseñen ahora que pueden" dice alguna de las veteranas) y comienza la velada bajo la imponente obertura de Antón García Abril que bien podría pertenecer a una banda sonora de John Williams, interpretada en directísimo por la Film Symphony Orchestra. Ya empezaban los nombres en inglés, ayer fue la noche de las lenguas, desde el discurso de Yvonne Blake, genialmente trabajado entre la reivindicación, el apoyo y el optimismo bajo la simpatía que desprende la presidenta, hasta las felicitaciones que recibió Ken Loach por parte de un Rovira muy malagueño. Por otro lado ha sido un año especialmente elegante, al menos sobre la alfombra roja, Ana Belén de Del Pozo, pletórica y radiante Goya de Honor que cerró su discurso deseando "salud y trabajo para esta profesión que no merece tanto desprecio de sus gobernantes" después de reivindicar la figura de la mujer en la industria, "sigo sin entender por qué hay tan pocas", fue junto con Marisa Paredes de Escada la muestra de que en la experiencia renace la elegancia. Por su parte la juventud pasó sencilla y discreta por el tapete de las vanidades, los figurines de Amaia Salamanca e Ingrid García Jonsson parecían directamente sacados de las acuarelas de sus respectivos diseñadores, comenzaron a llegar las reivindicaciones desde la alfombra como el chal de Cuca Escribano que rezaba por  "más personajes femeninos". Para mí hubo una clara ganadora en cuanto a vestuario, bajaba por la cutre moqueta del auditorio cuando la vi, sonriente, suprema, casi mística, así me sorprendió Bárbara Lennie con un Gucci que solo ella puede llevar.

Ana Belén, Goya de Honor

La gala comenzó ligera, rápida y eficaz incluso en la manera de echar a los ganadores que se extendían en sus discursos (a golpe de batuta, ¿o varita mágica de Severus Snape?), sin embargo pronto empezó el tiempo a echarse encima y los bostezos comenzaron a sucederse. Solo yo y una entusiasta Clara Lago parecíamos mantener la misma energía e ilusión que al principio, recordemos que Lago es pareja del presentador y yo un emocionado. El guión de la gala, firmado por J.J. Vaquero, Iñaki Urrutia, Sonia Gómez y el propio Rovira, estuvo algo flojo y desigual con momentos de éxtasis como el espartano discurso inicial, aunque todo vale la pena cuando el presentador es capaz de improvisar golpes como el que le soltó a Agustín Almodóvar al verle de perfil: "Me encantó la de Psicosis". De un humor algo desacertado fue la introducción del In Memorian, no por irrespetuoso, ya saben que soy un firme defensor del humor negro, sino por cierta diacronía con un corte demasiado brusco a nota de violonchelo. Con respecto al famoso #BoicotALosGoya huelga decir que la gala contó con más de tres millones y medio de espectadores, casi a millón por hora, tal vez por ello siga haciéndose algo pesada. Para completar el contenido de la gala parece que surtió efecto el artículo de Tentaciones, "Falso glamour en los Goya", en el que se criticaba la situación laboral de los actores ("solo el 8% puede vivir de su trabajo"), una triste realidad necesaria de altavoz que se hizo demasiado recurrente durante la noche. La situación del cine en nuestro gobierno, el papel de la mujer en la industria (ese Rovira sobre tacones cercanos), etcétera, nunca es tarde si la dicha es buena, el problema es que todo ello no parece pasar de cuatro discursos de apoyo durante una entrega de premios, que la hacen repetitiva y no toman ninguna medida.

A Pedro y a Pé nunca les falta el agua

Mariano Barroso e Yvonne Blake
Con la fantástica cosecha que hemos tenido en este año de cine español es una pena que todos los premios técnicos hayan sido tan evidentes, en total "Un monstruo viene a verme" (J. A. Bayona, 2016) se hizo con nueve cabezones incluyendo el de Mejor Director, maestro de una técnica y un dominio de la cámara que contrasta con el premio a Mejor Director Novel, Raúl Arévalo, grandísimo director de actores, de arte y de celuloide. "Tarde para la ira" (Arévalo, 2016) fue la segunda gran triunfadora de la noche con cuatro premios, en el que destaca el Goya al Mejor Actor de Reparto para Manolo Solo, un personaje de apenas diez minutos que se lleva la película de calle, la guinda de este pastel sangriento que ha revolucionado el panorama de nuestro cine y que le arrebató ayer el Goya a la Mejor Película a Bayona, para mayor satisfacción de Beatriz Bodegas, quien asumió el mayor riesgo de su vida por esta película, por el futuro de nuestro cine. También habría que destacar la cara de circunstancia que mantuvo Ken Loach cuando vio que "Elle" (Paul Verhoeven, 2016) le arrebataba otro premio, se ve que nos gusta eso de traer grandes nombres para dejarles con las ganas. Algo parecido hubiera ocurrido si Sigourney Weaver no hubiese tenido compromisos laborales, pues Emma Suárez se alzó con el Goya a la Mejor Actriz de Reparto por "La próxima piel" (Isaki Lacuesta e Isa Campo, 2016) para minutos después volver al escenario a por el de Mejor Actriz por "Julieta" (Pedro Almodóvar, 2016), una hazaña que no se repetía desde Verónica Forqué en 1987. Emma estaba también por duplicado en mi quiniela y, aunque parecía realmente difícil, verdaderamente lo merecía, con su voz dulce y llena de emoción agradeció a Almodóvar por ser "tan difícil" y por regalarle un papel "que sufre tanto y que me ha dado tanta felicidad". Emma Suárez ha regresado a lo más alto con la frescura que nos dejó en aquella insuperable comedia de Lope de Vega, "El perro del hortelano" (Pilar Miró, 1996), y parece que lo ha hecho para quedarse.


La única sorpresa que nos sobrevino el resto de la noche fue ese Goya al Mejor Guión Adaptado a Alberto Rodríguez y Rafael Cobos por "El hombre de las mil caras" (Alberto Rodríguez, 2016), pues por el rumbo que había tomado el film de Bayona parecía dispuesto a arrasar. Por otra parte Eduard Fernández se quedó sin el Goya por interpretar de forma soberbia y descarada a Paesa, frente al Roberto Álamo de "Que Dios nos perdone" (Rodrigo Sorogoyen, 2016), un papel visceral y físico que en mi opinión se veía superado por el resto de nominados. Tampoco hubo sobresaltos en las categorías de Mejor Película Iberoamericana y Mejor Película de Animación, "El ciudadano ilustre" (Mariano Cohn y Gastón Duprat, 2016) siguió manteniendo la supremacía argentina en la primera y "Psiconautas, los niños olvidados" (Pedro Rivero y Alberto Vázquez, 2015) solo tuvo que seguir la estela de premios. El momento sensiblero que encanta a la gente y arranca los desaforados aplausos del público llegó con el Premio a la Mejor Canción Original, cuando Silvia Pérez Cruz agradeció su premio cantando a los refugiados, con gallo y todo hubo a quien se le saltaron las lágrimas. Las revelaciones de este año tampoco nos revelaron nada, estaban cantados los premios de Carlos Santos y Anna Castillo, dos interpretaciones excepcionales y pulcras que sostienen ambas películas. Me despido así un año más de esta fantástica gala del cine español, esta noche única que en la que los sueños se hacen realidad entre chistes, reivindicaciones y un escenario algo abarrotado (por eso de que estuvo la orquesta ocupándolo durante toda la gala). Se cierran los premios, se abren las bocas y comienza el cóctel por el navegan Goyas de aquí para allá y todo el mundo es feliz en la Gran Fiesta del Cine Español. ¡Viva el cine! #Goyas2017

Los premiados en la 31ª edición de los Premios Goya