sábado, 9 de junio de 2018

La rosa de San Jorge

"Qué más darán las múltiples decepciones que se han de desencadenar tanto en nuestro divagar como en nuestras aficiones en fechas de infortunio, si logramos renovar la ilusión de los días mágicos en el tiempo de las pasiones."
Jorge  Berlanga

Hay una rosa secando bocabajo en la cocina. Jorge ha ido a recogerme al colegio. En casa, él escribe hasta la hora del Pasapalabra, durante el rosco se concentran las llamadas telefónicas del día, al final las letras son lo de menos. Cenamos juntos, con mi madre, y si es día de serie la vemos. Los martes, "Los misterios de Laura". Los jueves, "Cuéntame cómo pasó". Desde pequeño había medrado en mí, inconscientemente, la necesidad de vivir como una familia normal. Fue una carencia que no comprobé hasta que Jorge fue a recogerme al colegio esa mañana. Siempre he tenido a alguien que viniera a por mí, pero Jorge nunca lo había hecho, cuando lo hizo fue un subidón de emociones. Nunca he sido tan feliz como los años que viví con Jorge, claro que coincidió con los años felices. Se fue demasiado pronto, duele esa idea meramente egoísta nacida del deseo de alargar aquellos años felices. Hoy apenas hay tiempo para pasiones y los días mágicos quedan cada vez más lejos. Con cierta asiduidad leo sus artículos, temiendo que un día no encuentre material nuevo con el que reír una última vez con él, busco en hemerotecas y en las antiguas carpetas de mi madre donde sus párrafos lucen amarillentos, gastados por el tiempo y que, sin embargo, años después continúan certeros. Permanece en mi la esperanza de que nunca leeré el último punto, la última coma, porque Jorge se quedó a mitad de palabra, interrumpido por una llamada en mitad del rosco. Cuenta la leyenda que de la sangre del dragón que mató san Jorge brotó una rosa. Hay una rosa secando bocabajo en la cocina. 

Agita el bastón. Ríe. Inventa palabras. Pesca. Rema. Ya no quedan recuerdos nuevos, son flashes trastocados por el baile que une en el tiempo mente e imaginación, fotografías, palabras, sus propias palabras, recuerdos de otros, artículos escritos bajo la misma influencia adulterada que ahora me invade. Me gusta leer sobre Jorge, en general me gusta leer sobre las personas a las que conozco, y sobre mi. Es reconfortante, lo único peor a que hablen mal de uno es que no hablen, que diría el poeta. Me encanta ver como Ussía, por ejemplo, recuerda, cuando le es conveniente, el viaje que realizó con Jorge por Islandia. Disfruto viendo como su figura de caballero trasnochado brota como las burbujas del champán en las columnas de opinión de sus colegas. La última, una de David Gistau en la que habla del dandismo y del señoritismo desvalido y, tomando a Jorge como la referencia más cercana, dibuja una escena en la que se levanta a encenderle la chimenea. He soñado que Jorge no está muerto. Era algo real, no le veía, no venía a recogerme, pero estaba vivo, le sentía vivo, porque cada vez veo más necesario que viva. Y vive, vive en esa figura que Gistau describe, está esperando en la cama y se levanta siempre que alguien le enciende la chimenea. Nunca encendimos la chimenea de la casa de Príncipe de Vergara, no era de verdad, un ornamento ficticio puesto ahí para alimentar el mito que fuma en pipa. Me despido porque este artículo me ha quitado las fuerzas, he caído, agotado, emocionado, porque no estás aquí, me voy a buscarte un rato.

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