domingo, 8 de enero de 2017

La última tentación de Scorsese

Hasta el mismísimo Martin Scorsese necesita su propia redención después del desfase de "El lobo de Wall Street" (Scorsese, 2013), un confesionario abierto que grita en silencio. La historia de unos jesuitas que viajan a Japón en tiempos de una terrible inquisición llamaba a la supremacía de Scorsese para convertirla en un mito del cine épico, ese es quizás el mayor defecto de "Silencio" (Martin Scorsese, 2016), tratar de agigantar de tal manera algo tan personal e intransferible como la fe, aunque esta pueda ser infinita como vienen a demostrarnos los 159 minutos de metraje. La grandiosidad que desprenden sus imágenes recuerda a la indefensión que mostraban los personajes de Akira Kurosawa frente a la inmensidad del paisaje, la influencia del emperador del cine en el film que hoy nos ocupa es más que una simple referencia, sin embargo Scorsese lo deja todo en la edificación de una atmósfera brillante que te atrapa desde que la naturaleza entra en silencio para dar comienzo a su epopeya. Es increíble como logra la misma sensación de estar en una misa del Camino Neocatecumenal, donde la imposición de estar ante algo tan grande te lleva a la comedia, la irrisoria visión de tomarse en serio una formalidad extrema. Scorsese afirma que ha tardado treinta años en levantar este proyecto porque "no comprendía lo que significaba realmente la apostasía", el problema es que todavía a muchos nos queda la duda, incluso después de haber sufrido "El Apóstata" (Federico Veiroj, 2015). Precisamente estas dos películas tienen en común un inevitable camino a la hilaridad, que tal vez se vea acrecentado en mi persona pero que sin duda es completamente perceptible a cualquier espectador. El personaje de Kichijiro (interpretado por Yôsuke Kubozuka) termina por convertirse en un gag recurrente a lo largo del film, como símbolo de esa religiosidad fácil a la que todos nos acogemos.


Lo portentoso de la dirección no evita lo pretencioso de la película en sí misma, hay grandes personajes, indaga ágilmente el comportamiento humano y llega a tener grandes momentos de reflexión con cierta trascendencia (la mayoría en los que aparece Liam Neeson, ¿casualidad?). El problema es que como los cristianos del Japón, estos momentos están escondidos en una madreselva salvaje y peligrosa que nos hace pensarnos dos veces el volver a ella. La facilidad y pulcritud con la que nos introduce en otro siglo nos lleva a asumir lentamente los suplicios que terminan por llevar el hilo argumental de la cinta, ríete tú de las torturas chinas. Hay algo forzado en la narración de Scorsese que no permite que el espectador termine de entrar en la película, y probablemente sea por el propio fin que busca. Somos incapaces de comprender la cultura japonesa en sus términos de honor, dios o apostasía, el propio Neeson pone en situación este problema, y la clave está en que esa es la última tentación de Scorsese: ¿es dar por perdido este pantano una falta de fe? Lo que está claro es que en este aspecto todos estamos más guapos callados. Andrew Garfield es aquí nuestro "renacido" moral, el joven con esperanza que se enfrenta a un viaje del héroe para aferrarse aún más a un clavo ardiendo, o mejor dicho aún crucifijo (que también termina ardiendo con él). El gran problema es que con un inquisidor tan carismático como Issei Ogata, es imposible ponerse de su parte, sabes que antes o después vas a ceder (físicamente, claro) ante él, por lo que cuanto antes lo hagas menos sufrirás en silencio. La lección que Garfield aprende en casi tres horas, ya la sabía Kubozuka en los flashback, y a nosotros nos cuesta asumir que tarde tanto en aprenderlo. Los caminos del Señor son inescrutables, y Scorsese nos hace escrutarlos en silencio en una auténtica prueba de fe a su filmografía. Alabado sea Scorsese.

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