sábado, 10 de febrero de 2018

Paul Thomas, el cineasta invisible

Paul Thomas Anderson es uno de los grandes directores que pueblan la industria cinematográfica, con proyectos más o menos interesantes siempre ha demostrado una elegancia sublime con la cámara y un exquisito gusto por el lenguaje audiovisual. "El hilo invisible" (Paul Thomas Anderson, 2017) es un gran ejercicio de estilo, una sofisticada historia de perversión en la que nos situamos como voyeurs atrapados por el filtro de la ignominia que oculta todo genio. En este caso un reconocido modisto, interpretado por un Daniel Day-Lewis deslumbrante en su irónica frivolidad, delicado, construyendo un particular sentido del humor, como si bordara un fino encaje. Y mientras tanto ahí está Paul Thomas —como a él se refiere el gran Enrique Urbizu— tramando al otro lado, haciéndose cargo de una fotografía impecable, buscando planos imposibles que nos tragamos con la misma facilidad que el té de las cinco, llevando su historia a la hora mágica del atardecer y a luz de la velas. Sus personajes están enfermos, por eso pasan gran parte de la trama bajo el color sepia, pero también lo ocultan y lucen esplendorosos a la luz del día, en los desfiles o en cenas de sociedad. Siempre con un mundano sentido del audiovisual, Thomas Anderson teje como la Moiras el reverso de este hermoso tapiz, invisible, como un fantasma que impregna el alma de sus personajes. En la cinta el mundo de Reynolds Woodcock (Day-Lewis) está rodeado por mujeres, su británica hermana, interpretada por una espléndida Lesley Manville, con ecos de la tenebrosa ama de llaves de Manderley en "Rebeca" (Alfred Hitchcock, 1940). Y por otro lado su musa, Alma (Vicky Krieps), una suerte de modelo que reinterpreta el modelo de Pigmalión, esculpiendo y dejándose esculpir.

La alta sociedad inglesa a la luz de las velas

Day-Lewis y Paul Thomas
"Phantom Thread", título original del film, está escupido en un marcado inglés británico que entusiasmaría a la propia Isabel II, se mueve en la delicada alta sociedad inglesa y no duda en mostrarnos a marquesas estiradas, grandes damas venidas a menos, condesas borrachas y princesas al servicio del servicio. Todo ello cubierto con la elegante ironía de Woodcock, personaje que amamos desde el primer momento como ser estrictamente cinéfilo, ya que como persona sería realmente detestable. En la calificación del film debería especificarse como "no recomendada para afectados por el síndrome de Stendhal", pues algunas de sus secuencias son sumamente hermosas, hasta tal punto que al comienzo uno piensa si habrá algo más allá de la notable belleza superficial a la que nos exponen. La intensidad dramática no llegará tan lejos como la visual, uno puede llegar a emocionarse simplemente por lo que ve, y lo que al principio levantaba sospechas de permanecer en nada termina por ocupar el grueso fundamental, la trama pasa a ser algo secundario. El film está más relacionado con Hitchcock de lo que parece, no solo en su lenguaje, también en los ámbitos de perversión que incumben a la historia y en la parte más negra de la trama. Un film de diez, una película que conecta directamente con los sentimientos del espectador, exponiéndole a ellos mismos. No se trata de si tiene un gran guión, una historia original o una fotografía bonita, todo es un conjunto perfecto con unas potentes interpretaciones. Claro que a la Academia le gustan más los trabajos de construcción de personajes, bravo por el Churchill de Gary Oldman, pero la interpretación de Daniel Day-Lewis (con la que ha anunciado su retirada) es sin duda la mejor del año.

Artista y modelo a partes iguales

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