lunes, 5 de diciembre de 2016

1898. Los últimos de Filipinas

España ha sido siempre cuna del péplum y el cine épico, su característico perfil orogénico ha dado pie a convertirse en escenario natural de este género que hizo las delicias de Hollywood en la década de 1960, tomando a Samuel Bronston como mecenas, quien trajo aquí grandes producciones como "El Cid" (Anthony Mann, 1961) o "55 días en Pekín" (Nicholas Ray, 1963). Aunque el cine histórico no ha abandonado nunca nuestro país nunca había tenido un carácter historiográfico, hasta la llegada de "El Ministerio del Tiempo" (TVE, 2015-actualidad), que precisamente dedicaba dos de sus episodios más largos y oscuros a la resistencia española en Baler, cuerpo argumental de "1898. Los últimos de Filipinas" (Salvador Calvo, 2016). Una historia que marca a España como el fin de sus cuatro centurias de Imperio, sólo el régimen de Franco pudo hacer de ello algo grande (en "Los últimos de Filipinas", Antonio Román, 1945). La versión de Calvo es sin duda mucho más deshonrosa y poderosamente visual que aquella versión, aunque ambas compartan un reparto de lujo. El film que habita estas semanas en nuestra cartelera parece nacido para la televisión, el planteamiento, la estructura, el guión e incluso muchos de los actores y el propio director son ya atributos que relacionamos con la pequeña pantalla, donde probablemente (con una buena publicidad) hubiese tenido un mayor recorrido. Todo ello que no quite mérito a un film espectacular que rescata la épica de antaño y que, pese a lo dicho, se esfuerza al máximo para ser un largometraje. Una fotografía que nos lleva directamente a los grandes trabajos de Álex Catalán, se palpa constantemente las cascadas de agua de "La isla mínima" (Alberto Rodríguez, 2015), y la imparable música de Roque Baños, un maestro que ha salvado más de una película con sus partituras. 


Cuando Pilar Miró proclamó la fuerza del teatro clásico español adaptando en 1996 "El perro del hortelano" (Lope de Vega, 1618), se dejó en el aire una serie de adaptaciones brillantes que aún hoy esperamos mientras repasamos los "Estudio 1" (TVE, 1965-1984). Sin embargo cuando Pablo y Javier Olivares tomaron la historia como el nuevo hit de nuestra era parece haberse apuntado todo el mundo, y la época colonial es la que más gusta al público. "1898. Los últimos de Filipinas" es fruto de todo ello, el mismo título oficial ya nos suelta una de esas fechas que todos dejábamos sin subrayar para los exámenes. Si la versión de Román era prácticamente un canto al alma española desde la derrota, Salvador Calvo se sitúa en las antípodas, ofreciendo la deshonrosa y sucia batalla que levantaron una serie de españoles incomunicados, más cercanos a "La guerra de los locos" (Manolo Matji, 1986) a lo que colabora un brillante Javier Gutiérrez, que recoge la estela de un Eduard Fernández que parece dejarse morir para no ocupar todas las nominaciones al Goya al Mejor Actor. El guión de Alejandro Hernández maneja con eficacia los tonos de suspense, de rabia y de acción (esta última muy medida e inteligentemente repartida), sin embargo el proyecto es de tal calibre que los personajes quedan descolgados y el final se va alargando de innecesarias cámaras lentas, muy televisivas por otro lado. Otro elemento excelente del guión es el personaje de Patrick Criado pues, como el espectador, lo ve todo desde fuera e incluso grita eso que todos estamos pensando desde nuestra butaca: "¡No vais a morir por España, vais a morir por imbéciles!". El reparto está intachable, y la cinta juega con el enfrentamiento de dos generaciones, con Luis Tosar al frente. Así podemos ver por primera vez juntos a Ricardo Gómez y su voz de Carlos Alcántara en las carnes de Carlos Hipólito, o disfrutar de cómo Karra Elejalde fuma la pipa de la paz con Carlos, Rey Emperador (Álvaro Cervantes). Cumple con sus funciones historiográficas siendo el brillante retrato de una épica donde el héroe es vencido, en lo cinematográfico no mide bien los personajes y los tiempos. En algún momento me vino a la cabeza "El Dorado" (Carlos Saura, 1988), en el sentido más pedante del término. 

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