jueves, 25 de agosto de 2016

El otro lado del espejo

Su mirada quedó impávida ante la proyección de su rostro en el espejo, era su cara, su misma nariz aguileña, su misma boca torcida y las ojeras de todas la mañanas. Sin embargo no era su reflejo, se veía dentro del espejo, no era capaz de escapar, vio como se iba de baño y como desaparecía su imagen, pero él quedaba al otro lado del espejo. Para su desgracia aquel lado del espejo no era tan maravilloso como lo pintaba Lewis Carroll, más bien se asemejaba a la extraña sensación que recorre el cuerpo cuando el ascensor queda bloqueado entre dos pisos, no es exactamente claustrofobia. Uno está ahí dentro, el sentimiento que transmitía ese lado del espejo era similar a la perplejidad de uno al ver que lleva quince minutos tocando la alarma del ascensor y le el cartel del al lado: Me voy dos semanas de vacaciones. Siento las molestias. Firmado, el porteroRecordó entonces una película, “La rosa púrpura del Cairo” (Woody Allen, 1985) creo que se llamaba, no recordó las risas que había compartido con la proyección en un viejo cine gijonés, ni tan siquiera recordó que la protagonista era Mia Farrow, su amor platónico durante sus años de juventud. Simplemente recordó aquel hombre que huyó de la ficción para conocer a su amor en nuestro mundo real que, para sorpresa del personaje, no era más que otro cúmulo de mentiras bien organizadas. En la ficción uno se enfrenta a la mentira incorporándola a su razón, cuando uno vive la propia mentira es capaz de fundirse con ella hasta no distinguir entre realidad y ficción. Por eso él odiaba las película “basadas en hechos reales”.


Pasada la mañana aún permanecía allí, terminó recordando a Mia Farrow y se dio cuenta de que estaba solo, no había ningún motivo que le retuviese allí, simplemente estaba. El tiempo pasaba, no podía moverse, ni siquiera sentía si estaba levantado o sentado, tampoco sabía si veía o simplemente era la imagen imaginaria de un reflejo. Sí, debía de ser eso, en toda la mañana nadie había entrado en el baño, ni siquiera la chica de la limpieza que siempre deja una bayeta en el lavabo para indicar que ha limpiado. Entonces se vio de la mano de su tía, era la primera vez que iba al cine, sus padres le habían impedido ir a ver “Bambi” (David Hand, 1942), había surgido un rumor sobre el comunismo de Walt Disney. Él estaba empeñado en ver la película y su anciana tía, de la que siempre había tenido una idea de vieja clasista, le llevó a ver otra: “El fantasma y la señora Muir” (Joseph L. Mankiewicz, 1947). Ahí estaba la solución, el fantasma Rex Harrison existía porque Gene Tierney creía en él, para ella era una necesidad, un recurso para seguir con su vida alejada de su familia política. Él no estaba al otro lado del espejo, sólo creía en ello, pero ¿por qué? De pronto despertó, alguien le daba codazos en el brazo, todos aplaudían, era el cumpleaños de su suegra. Es eso, era eso, tiene que huir de allí, tiene que pasarse al otro lado del espejo. Corrió a su casa, ante la sorpresa de la viuda alegre y el resto de familiares, entró en el baño –ahí estaba la bayeta- miró su reflejo, le sonreía.

-the end-

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