viernes, 2 de junio de 2017

Ni una nota desafinada

Apenas tenía referencias de "La cantante calva" (Eugène Ionesco, estrenada en 1952) cuando entré para verla por primera vez en el solemne Teatro Español, tan solo una ligera idea del autor de "El rinoceronte" —obra que hace unos disfrutó de su puesta en escena en el María Guerrero— con su particular sentido del humor y su, ahora confirmada, gran capacidad para el dominio del absurdo. Mientras los espectadores estamos aún discutiendo con señoras miopes incapaces de leer correctamente el número de su butaca, el magnífico reparto que compone la obra se pasea gustosamente por el escenario, cubierto por un fino telón sobre el que se proyecta la Union Flag. En cuanto se levanta y se presenta la primera conversación, devastadora ironía sobre la rutina inglesa, las risas están servidas entre afilados comentarios provisto de unos actores gratamente dotados para la comedia, juegan con el lenguaje y la lengua con astucia y total libertad. Se van sucediendo hechos inverosímiles, la aparición de un bombero, una pareja de invitados algo superada por las circunstancias y una sirvienta algo histriónica que desentona en todo momento con la hora del té inglés, pero que termina por llevarse las risas más populares, esas que suenan forzadas y orgullosas de reírse porque han cogido el chiste. Hay quien tacharía la obra de surrealista, simplemente para intentar comprenderla, pero es aún más sencillo, es absurda, eficaz, un divertimento como los de antes, uno de los mejores caminos para devolver a la gente al teatro. "La cantante calva", con una duración de poco más de una hora, es una de esas obras llenas de frescura, humor y teatro, el de verdad, el exagerado y tratado para recitarse sobre las tablas.


Luis Luque presenta una puesta en escena sencilla, la grandeza de la obra está en sus palabras, la escenificación no es más que el lugar donde tienen que moverse unos personajes descabellados, totalmente en desorden con el especio-tiempo en el que vivimos. La pareja formada por Adriana Ozores y Joaquín Climent es una delicia, esa pose aristocrática, comentarios de altísima cuna que encuentra un segundo sentido más propio de la sirvienta, en especial Climent guarda para su papel gestos e ironías finísimas que van calando y formando un personaje realmente disparatado y genial. Carmen Ruiz y Fernando Tejero son, a lo sumo, un reflejo de ellos mismos, una versión más enérgica y dada a la comedia gestual y corporal, otro de los bienes teatrales que recupera la obra. Todo magníficamente expresado en la inversión de roles final. Los personajes de Helena Lanza y Javier Pereira son más populares, recreados en juegos de palabras facilones y otro tipo de hazañas que se definen perfectamente con el comentario de un niño que tenía delante: "¡Mira papá: tetas!". Hay que reconocer que tienen su público, y todos ellos forman una irracional gama de registros que repasan a cada uno de los asistentes, sin dejar a nadie insatisfecho. A todo esto, se preguntarán dónde está la cantante calva, pues como dice el texto de la obra: "¡Peinándose!". No se la pierdan, pueden disfrutar de ella en el Teatro Español hasta el 11 de Junio.

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