Lo primero que hice al llegar a la escuela de cine fue bajar al sotanillo donde
Juan Mariné pasaba las horas restaurando películas. "Mira, mira esta está coloreada... ¡Es de 1914!", me dijo nada más llegar, como si me conociera de toda la vida. Tuve que bajar. Me habían dicho que «Juan Mariné» estaba siempre allí, como un viejo espíritu del cine que velaba por la conservación de ese roído celuloide que extraía de las catacumbas de la Filmoteca y que ahora me mostraba a contraluz. Cuando me lo dijeron no podía creerlo. «Juan Mariné» era uno de esos nombres que resonaba a perpetuidad en el imaginario cinéfilo, a la altura de Luis Cuadrado, Carlos Suárez, Manolo Berenguer o José F. Aguayo, cuya rúbrica se había impreso en nuestra retina después de verla en infinitos títulos crédito.
¿Será el mismo Juan Mariné? Debe tener cien años. Entonces aún no los tenía. Hoy nos ha dejado a los 104, después de más de un siglo de impecable lucidez y memoria cinematográfica. Venían mucho a rodarle, algo que a él le encantaba. No por afán de protagonismo, sino por tener la oportunidad de imprimir sus regueros de sabiduría sobre el incombustible celuloide (aunque la película ya fuera grabada y no filmada).
Juan Mariné. Un siglo de cine (María Luisa Pujol, 2020) fue la última gran muestra de ese hombre que era verdaderamente libre entre máquinas de filmar y moviolas de restauración, siempre junto a su
Conchita, Concha Figueras, su irreductible compañera. Aunque el mayor homenaje se lo hizo Fernando Trueba, dejándole un cameo histórico en
La reina de España, dónde venía a decir algo así como que "ya era abuelo cuando se inventó el cine".

Mariné llegó al cine de casualidad, en 1934, como repartidor de material al rodaje de
El octavo mandamiento (Arthur Porchet, 1937), muestra de ese cine español pre-guerra civil que fue totalmente aniquilado, como sus protagonistas. Si alguien podía citar a Porchet –director de fotografía de Benito Perojo, reconvertido en director, del que apenas se conservan algunas cintas de celuloide– era Juan Mariné, quien, además de convertirse en un jornalero del cine, se encargó de preservarlo física y ecuánimemente, dando a cada persona su lugar en la historia. Este aspecto es importantísimo, pues la historia del cine –como la historia en general– suele estar a merced de ídolos y leyendas. Allí, en mitad de una bronca de rodaje empezó a trastear con las cámaras y el resto ya es historia. "Yo no puedo ser más que operador de cine, esto tiene que ser mi vida", decía continuamente, recalcando su compromiso con el oficio, la manufactura, la fábrica de sueños. Mucho antes de que los directores de fotografía (DoP) ascendieran al Olimpo de la cinematografía. Empezó en CIFESA, aquella productora fantástica que tenía como primer mandamiento
complacer al público sobre todas las cosas, donde fue segundo operador de Alfredo Fraile o el citado Manolo Berenguer en films como la exquisita
Deliciosamente tontos (Juan de Orduña, 1943), Eloísa está debajo de un almendro (Rafael Gil, 1943) o
Nada (Edgar Neville, 1947). Trabajó desde entonces en su sueño del cine, inventando trucajes y planos imposibles para la época. Ya como primer operador nos regaló títulos imborrables de nuestro cine como
La gran familia (Fernando Palacios, 1962), Historia de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965) –filmando como nadie a Conchita Velasco y su
chica yeyé– o
Un millón en la basura (José María Forqué, 1967).


Su gran familia fue el cine. Muestra de ello eran sus directores de confianza, a los que se entregaba por completo. Antonio del Amo, con quien hizo su primera película (
Cuatro mujeres, aunque Berenguer fue el operador principal, Mariné asumió ese cargo en uno de los episodios) y después más de una decena, José María Forqué, Pedro Masó y Juan Piquer. Todos ellos requirieron su oficio repetidamente, aunque, por encima de todas, destaca su colaboración con Pedro Lazaga, otro oficiante cuyas películas le deben a Mariné esos vibrantes y saturados tonos en Eastmancolor. Sí, todo el cine de barrio que se puedan imaginar. De
La ciudad no es para mí, aquí Don Paco todavía en blanco y negro, a
Sor Citröen, con Gracita Morales con el hábito azul Klein, sin olvidar
Los chicos del Preu,
¿Qué hacemos con los hijos?, Los guardiamarinas o
El turismo es un gran invento, donde López Vázquez empezó a perseguir suecas en bikini. De ese color, ese gran cine, él siempre destacaba
La gata (Margarita Alexandre y Rafael Torrecilla, 1956), "la primera película en color y Cinemascope del cine español", decía, un melodrama con tintes de western que tuve la suerte de examinar plano por plano con él durante un pase en la escuela de cine. De todo ese cine es autor, registrador y testigo Don Juan Mariné. Y, por todo ello, fue el más merecido Goya de Honor de la Academia de Cine en 2024. Un hombre que hoy se apaga para hacerse eterno en el cine, en su amado celuloide. Para mí, sin embargo, siempre estará en ese sotanillo, junto a
Conchita, rescatando películas del olvido. Hasta siempre, «Juan Mariné», le vemos en el cine.
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