La muerte de Robert Redford y Claudia Cardinale nos ha dejado sin dos de las personas más bellas que jamás hayan existido, continuando así la deriva inevitable de una sociedad cada vez más fea, hortera, vacía y ramplona. La Cardinale (porque como todas las grandes logró sumarle un artículo a su apellido) y Mr. Redford rompían todos los cánones y estándares de belleza, porque ellos hubieran sido guapos en cualquier época, en cualquier momento, en cualquier vida. Tenían ese
touch of class del que presumen los ordinarios, ese
je ne sais quoi que dicen los cursis. Estaban por encima de modas, convicciones y demás preceptos demoníacos que hoy en día destruyen a los ídolos antes de terminar de erguir su propio mito. La sensual e inocente sonrisa de la Cardinale, la eterna
ragazza con la valigia, sus besos despacio a Jacques Perrin, la toalla recogiéndole el pelo. Las imágenes de su belleza se arremolinan feroces en mis pensamientos. También el azul imposible de la mirada de Redford, porque jamás el cine volverá a mirar con el Technicolor de
Descalzos por el parque. Ambos estaban dotados de una elegancia natural e incorregible. La hija de un maquinista de ferrocarril siciliano y el retoño de un contable irlandés, ambos poseían una distinción que no entiende de clases sociales, si no de la más bruta y esencial fuerza de la naturaleza. Ni siquiera Visconti logró dotar a la Cardinale de esa supuesta basteza de clase media en
El gatopardo. La hija de Don Calogero jamás logró ser ordinaria, ni riéndose de los chistes verdes de Alain Delon, sentada a la mesa de Burt Lancaster. Sí logró, en cambio, captar su belleza, tan carnal como etérea, en su máximo esplendor y vitalidad entre los cuadros descolgados de un palacio semi-abandonado. Lo mismo le ocurría a Redford en
El jinete eléctrico, ya lo disfrazaran de campeón de rodeos, vestido con el traje de vaquero más hortera y luminiscente del viejo oeste, jamás lograrían dotarle de un gramo de vulgaridad. Sí, en cambio, de una sonrisa incorregible capaz de vulgarizar la mirada de cualquier mujer. Quién sabe qué hubiera pasado de haber trabajado juntos.

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El gran romántico, Denys Finch Hatton |
Bob Redford nos conquistó con interpretaciones naturales, de gestos sencillos y miradas imposibles. La Cardinale como una efigie inalcanzable y dulce, valga la antítesis, que miraba siempre de reojo, tras un flabelo
rosso o entre plumas de Piero Tosi. Fue Federico Fellini quien la elevó al paraíso de las estrellas convirtiéndola en fantasía, deseo y musa de Marcello Mastroianni en
Otto e mezzo. "Cuando vendí la película al productor sólo tenía una imagen: Claudia Cardinale vestida de blanco", reconoció el director en una de sus infinitas contradicciones. Redford cultivó ese punto del canallita con cara de bueno que sabía que demenciaba a sus admiradores. Así logró engañarnos dando
El Golpe junto a Paul Newman, con quien ya nos había enseñado en
Dos hombres y un destino que los auténticos héroes mueren en off. Así construyó también al mayor ídolo del hombre cinéfilo, logrando hacer de Denys Finch Hatton (el vividor sin ataduras que sólo visitaba a su amor cuando le apetecía en
Memorias de África) un auténtico icono del romanticismo mundial. Yo, personalmente, lloro mejor con
Íntimo y personal. Cuando murió Redford acudí a los quioscos para hacerme con toda la prensa, como hacía antaño, esperando encontrar grandes artículos y recuerdos en su memoria. Encontré, en su mayoría, retoques sobre una base de
Inteligencia Artificial, errores, datos incorrectos, erratas y poco, muy poco, corazón. No haré lo mismo con la Cardinale porque además murió por la tarde y han tenido menos tiempo de reacción, reduciéndola a una esquinita conmemorativa. Para un día que pueden abrir el periódico con el rostro más hermoso del mundo... Muchos se empeñan en decir que Redford se fastidió con la cirugía o que la Cardinale estaba vieja y se pintaba demasiado. Son los que no entienden que cualquier tiempo pasado fue mejor. A diferencia de Fernando Trueba, que rescató a la Cardinale en 2012 para una película donde compartía plano con Chus Lampreave. "Siempre había soñado con trabajar con la Cardinale", dijo Fernando entonces, trayendo su mirada eterna a nuestra humilde España. Bob y Claudia abandonan nuestro mundo donde la gente guapa ya casi no existe. El plástico, sin embargo, tarda millones de años en desaparecer.
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El artista y la modelo (Fernando Trueba, 2012) |