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Margarita Kearney Taylor |
El cierre de
Embassy ha caído como una noticia inesperada por todos, los propios trabajadores del mítico salón de té se ven sorprendidos y trabajando —con el despido ya formalizado—
"por amor a la empresa", con la que algunos llevan cerca de tres décadas de relación. Es cierto que aquellos que dependemos de un chute de sándwiches de pollo cada cierto tiempo para sobrevivir podremos seguir comprando en las "sucursales" de Aravaca, Potosí y la Moraleja. Sin embargo, con la desaparición del espacio de Castellana decimos adiós a un trozo de la historia de Madrid, un lugar mágico que se reserva un ambiente imperecedero, no sólo porque parece conservar la clientela de 1931, sino porque en Embassy
se mantiene una elegancia de misteriosa sosfisticación que nada entre historias de espías y secretos pasteleros acompañados siempre de un té con pastas. Una tradición que trajo de Londres su fundadora,
Margarita Kearney Taylor, la mujer que convirtió su salón de té en una auténtica embajada secreta donde acogía exiliados del fascismo europeo. Los últimos días de Embassy se están viviendo como un luto verde que reza por frenar su inevitable cierre, en el salón se escuchan distintas teorías —
"no sabemos que está pasando";
"han subido el alquiler de forma desproporcionada"— pero el caso es que nadie sabe con certeza que está pasando. El comunicado oficial de la empresa tampoco da muchas pistas, habla de
"crisis",
"cambios en el modelo de negocio" y
"alternativas que permitan seguir ofreciendo nuestros servicios a nuestros clientes habituales"; frases que suenan a consolación e incertidumbre. Como me decía el otro día Josie,
"esto solo puede pasar en España" ciertamente, ¿qué ocurriría si la señora Taylor levantase la cabeza. La clientela se ha volcado con la causa, el espacio está a rebosar, parece la Embassy de siempre.
"Parece mentira que esto haya pasado una guerra y ahora..." sentencian algunas voces de toda la vida.
Lo cierto es que, pese a sus remodelaciones y ampliaciones —como el restaurante que funciona desde los 80'— el lugar atesora su encanto natural, sus estilosas ancianas pegadas a un
gin-tonic y su eterna tarta de limón que supone la guinda de este verde pastel. La propia señora Taylor dijo que
"las Castellana era como los Champs-Élysées", parece que hayan pasado siglos desde esa afirmación, hoy poco tenemos que ver con Francia y el cuidado de su
patrimonio cultural, el mismo que tan poco parece preocuparles a nuestros políticos. Como en la Pastelería Arrese de Bilbao, aún vigente con 165 años de historia, o La Duquesita que cerró hace dos años tras su apertura en 1914, Embassy habita un poder que reside en la historia. Carmen Orueta, al mando de Arrese, recuerda cuando conoció
"a la hija de la dueña [de Embassy], tuvimos que coger un tren para ir a las afueras de Londres". Declaraciones que unen a la historia y convierten a estos espacios en uno solo, en la vida unida del dulce. Recuerdo desde pequeño ir al salón con mi abuela, quedó en esa época impregnado en mi el sabor de ese sándwich de pollo, cortado en una delicada loncha y rociado con una deliciosa mayonesa. Resultaba estimulante pensar como, mientras Berlanga y Azcona escribían sus ácidos guiones en el —también desaparecido— Café Comercial, María Jesús (mujer de Berlanga) y sus amigas discutían historias aún más negras e irrisorias en el salón de Embassy. La vieja historia termina con una modernidad, un hashtag (
#TodosSomosEmbassy) que simboliza el fin de una era que aún pervive en pequeñas esquinas como Embassy. Quede, al cierre de este artículo, anunciar que el próximo miércoles 15 de marzo, sobre las 19:30h, se concentrará una manifestación en el mítico local de Castellana para despedir al salón cuya historia será eterna.
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El autor de este artículo en la entrada de Embassy (por la calle Ayala) |
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