sábado, 5 de agosto de 2023

Yo sobreviví al Barbenheimer

Lo que se ha dado este año con el estreno simultáneo de dos productos del marketing hollywoodiense tan diferentes como efectivos –Barbie (Greta Gerwig, 2023) y Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023)– es un hecho sin precedentes. El público ha acudido en masa, o en rebaño (mejor dicho), logrando datos de asistencia a las salas que no se veían desde tiempos anteriores a la pandemia. Vacaciones de verano (Santiago Segura, 2023) también ha contribuido sustancialmente a este llamamiento colectivo. Las películas son lo de menos en este tipo de fenómenos. El espectador medio va a disfrutar de lo que le han servido porque, como decía Billy Wilder, un individuo solo es un imbécil pero varios imbéciles que se ponen de acuerdo son un genio de la crítica. Por eso, suelo abstenerme de la crítica convencional y dedicarme sencillamente a las recomendaciones de aquello que me gusta, a riesgo de parecer un simple imbécil individual. Sin embargo, el fenómeno denominado Barbenheimer ha tenido tal repercusión que merecía ser recogido, al menos, en unas breves líneas. En cuanto a la calidad cinematográfica de ambos productos simplemente diré que una es una película y la otra un anuncio de Mattel. Siempre he admirado la capacidad de Nolan para deconstruir una gran historia y aún así hacerla irresistible. Esa capacidad de convertir una ecuación en un thriller es algo fascinante, tratar de diseccionar como lo hace nos sumergiría en varios párrafos repletos de pedantería que tampoco me apetece elaborar. Hoy en día no es necesario cocinar, vayan directamente al restaurante. El orden correcto de los platos, en este caso, sería la muñeca de primero y la bomba de postre. El elegante blanco y negro de algunas secuencias de Oppenheimer calma sofisticadamente la pupila espasmódica, consecuencia del exceso de color y absurdeces varias de Barbie


Tanto la una como la otra tienen una significación que no me importa lo más mínimo. Si bien ya he dicho en contadas ocasiones que estoy deseando que el grueso de las mujeres directoras abandonen esa necesidad fisiológica de condenar al sexo en inferioridad de condiciones (oséase, a día de hoy, el masculino) por años de machismo biológico –y ya más recientemente intelectual– en pos de contar historias, que seguro que son fascinantes. No niego que en ocasiones pueden ir de la mano. Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma, 2019) y Promising Young Woman (Emerald Fennell, 2020) son dos cintas brillantes que aúnan cine, compromiso, igualdad y, por encima de todo, belleza y entretenimiento. En España, La noche que mi madre mató a mi padre (Inés París, 2016) me parece otro ejemplo destacable. Estoy harto de películas sin trama, de retratos estilizados, condenas feministas, panfletos ideológicos y metáforas de brocha gorda. Creo que las mujeres y el feminismo se merecen algo más que Barbie. Sólo reí en una ocasión, una estupidez, humor físico más propio de Chaplin o alguna mujer, para que no me acusen de lo contrario. Amy Schumer, por ejemplo, que estuvo muy de moda hasta que desapareció. Aunque yo siempre he sido muy de Goldie Hawn. Espero que esta crítica no se considere mansplaining, después de todo creo que no hay demasiado que explicar de una obra tan superflua, simple y vacía como Barbie. Decía, una vez más, el maestro Wilder, que los mensajes los mandaba por correos. De hecho, el cine de mensaje y propagandístico lo tenemos asociado a un tiempo histórico que creo todos estamos de acuerdo en no repetir. Los pobres estadounidenses, que siempre han estado a la cabeza de todo, no hacen más que arrepentirse de años de fascismo, esclavismo y machismo. Culpándose de la historia –craso error de la era contemporánea–, juzgando como si aquello se estuviese produciendo hoy en día o con la misma situación y circunstancias que hoy en día, mejor dicho. El poso final de Oppenheimer, que no se me hace larga en ninguna de sus tres horas de metraje, es desolador. Nos hace pensar. Algo que a Wilder tampoco le gustaba. El cine está para distraernos de nuestra mundanidad. Oppenheimer lo hace durante su metraje (ojo a los Oscar que merecen Emily Blunt y Downey Jr.), pero nos hace volver rápidamente al mundo real en cuanto termina. Bastante pesimista soy como para que me lo recuerden. Siempre es bueno que la gente vuelva a las salas, aunque sea como en aquella secuencia de Tiempos modernos (Charles Chaplin, 1936), todos con un mismo destino, disfrazados de sexos binarios que lucen de rosa, como un rebaño, incapaz de pensar demasiado.