miércoles, 3 de noviembre de 2021

"Veneciafrenia" (2021)

Antes de nada, sepan que esto no se trata de una crítica ni nada por el estilo. Sería absurdo, ya que me resulta imposible ser objetivo con Álex de la Iglesia. Disfruto con cada una de sus obras desde el momento en que se anuncian en los distintos portales cinematográficos. Y es que Álex –y esto es indiscutible– rueda como los ángeles. Sus películas se ven como puro entretenimiento, y más esta Veneciafrenia, donde la cámara se mueve ágil entre las laberínticas calles de la ciudad de los canales. Una cinta que avanza deprisa, casi sin dejarte meditar sobre lo que estás viendo. Siempre con imágenes sugerentes y estimulantes. Cuchilladas por aquí, tequilas por allá y todo ello tamizado por la estética exquisita de Arri y Biaffra, entre el gótico, el gore y los claroscuros de Tintoretto. Comparto con Álex y Guerrica el aborrecimiento a la humanidad como guiris de lo profano, como masa ingente destructora de la historia, del arte. Resulta cínico situarse por encima de ellos, como esos turistas que a los tres días se creen más venecianos que los propios locales. Pero por suerte, el cine nos permite ser abiertamente cínicos, frívolos, excesivos y malvados. Contaba ayer De la Iglesia en el pase exclusivo que organizó para la Filmoteca Española que es "mi obligación, como cineasta, seguir manteniendo la locura" y que su trabajo sigue siendo "destrozar la vida para convertirla en cine". O dicho de otro modo, encerrarse en rodajes para huir de la vida real. Todo esto está en Veneciafrenia, en el grupo de turistas españoles que busca escapar de la realidad en un fin de semana que parece dibujado por el pincel de Solana. ¿Slasher? ¿Giallo? Sí, pero vamos, ante todo es Venecia y carnaval. 

En la película vuelven todas las obsesiones de su director. La televisión y los medios aparecen cada vez más infiltrados en su cine, donde adquieren cada vez más un punto sátiro –y sádico–. Volviendo siempre a Network (Sidney Lumet, 1976) y su exquisita moraleja sobre el morbo carnal y cárnico –el atropello marítimo televisado, los móviles siempre en rec–. De la mano de Cosimo Fusco, nace un asesino icónico, un Rigoletto con un exquisito humor negro que se une a la colección –¿lavadora?– de payasos asesinos del bilbaíno. La música de Roque Baños nos transporta al terror de los setenta, a Friedkin y a Roeg. Y es que el propio Álex señaló ayer Amenaza en la sombra (Nicolas Roeg, 1973) como su gran inspiración. Pero lo cierto es que Venecia, en el cine, siempre es bella y decadente, y oscura, y lúgubre, Venecia en Visconti o en Lean y Allen –turistas de crucero–, e incluso en aquella El príncipe de los ladrones (Richard Claus, 2006) que disfruté en mi tierna nubilidad, Venecia siempre esconde algo que Álex de la Iglesia ha sabido aprovechar con sagaz experiencia. En cualquier caso, no le pido más a una película que Ingrid García-Jonsson gritando por los canales, mientras le persigue un bufón maléfico. Y la mala hostia –vasca– que aporta Goize Blanco. Cómo se agradece un inspector correcto y entregado a la causa, como Armando de Razza. Uno sale de Veneciafrenia feliz, disfrutón, insatisfecho porque se quedaría en esas fiestas ad eternum. Y es que a Poe le gusta el techno. Decía Álex que "de esta película, como en Perdita, me importa más el rodaje que la propia película". No hay duda que ha crecido como director. Que estamos ante una obra malsana, en el mejor de los sentidos. Siento que no puedan disfrutarla hasta abril de 2022, movimiento comercial de Sony Pictures. Pero no se preocupen, ya me encargaré yo de recordárselo cuando vuelva a la cartelera.