Diez años en los que ha pasado de todo, aunque nada nuevo. Si recortásemos distintos fragmentos de las películas en las que tan bien retrató nuestra sociedad Berlanga, podríamos componer fácilmente un fresco de lo que han supuesto estos últimos años. Podríamos ayudarnos de algún contemporáneo suyo como Mariano Ozores y su ¡Qué vienen los socialistas! (1982), que al fin y al cabo contaba con su querido Marqués de las Marismas del Guadalquivir, Don Luis Escobar. ¿Qué habrían elaborado Berlanga y Azcona a raíz de esta pandemia mundial? Probablemente nada, su mirada era más incisiva, más "individualista", la sociedad era el obstáculo, aunque tampoco cuesta imaginarnos al eficiente empresario Canivell tratando de implantar sus "nuevas mascarillas automáticas" a nivel nacional. No era sobre un virus, pero su argumento Conejo de indias (que incluso tradujeron al inglés como Guinea Pig en busca de presupuesto) recupera a un protagonista llamado Plácido y lo enfrenta –tras estar años encerrado– a una nueva sociedad que ha sufrido una especie de cataclismo nuclear. Una de las ideas más bizarras de Berlanga, que sin duda cada vez está más cerca de una posible realidad. Con clara influencia azconiana, lo divertido de aquel relato es que toda esa modernidad futurista se torna en contra del pobre Plácido, incapaz de buscarse la vida como los vagabundos de toda la vida. Como dijo una vez el gran Chumy Chúmez, "todo está prohibido, salvo lo que es obligatorio" y entonces todavía se podía fumar en los hospitales. Cada minuto que vivimos sin Berlanga es una mala noticia, una pérdida de tiempo. El único miedo que tengo al recordarle es que lo descubra algún agente de lo políticamente correcto y censure a un pobre marqués al que le gusta coleccionar sus conquistas en frascos de cristal. El despliegue de las televisiones (públicas y privadas) para con el gran cineasta ha sido impresionante, esta noche se emiten La escopeta nacional y El Verdugo en La 2 de TVE y otras tantas en TCM, que además le ha dedicado cada sábado de noviembre a su figura. Si lo saben las televisiones, ¿por qué no se enteran los televidentes? Se cierra un año pandémico donde cabe, más que nunca, revisitar las grandes obras de Berlanga para conocernos mejor a nosotros mismos. Esperamos ansiosos el 2021 del que, siendo calificado por la Academia de Cine como "año berlanguiano", podemos esperar cualquier cosa.
viernes, 13 de noviembre de 2020
viernes, 11 de septiembre de 2020
El cine que me toca (mis películas favoritas)
Llega el momento en que todo amante del cine empieza a consultar listas de las grandes películas de la historia, que normalmente viene acompañado de su propia lista cinéfila. Algunos de los más asiduos a elaborar listas son José Luis Garci y Martin Scorsese, que cada cierto tiempo se reafirman en grandes títulos cambiándolos de orden y añadiendo alguna que otra obra maestra que había caído en el olvido. También Woody Allen, asediado por la curiosidad periodística, ha dejado algunos títulos señalados, también entre sus propias obras –de las que deja claro que considera mucho menores a las grandes obras que cita–. Es curioso, en el caso de Allen y Scorsese se denota claramente su devoción por los maestros europeos, mientras que en el caso de Garci es claro su fervor por el cine canónico americano –que también es verdad, estaba realizado en gran parte por exiliados europeos como Lubitsch, Wilder o Lang–. En una primera impresión diría que estoy más cerca de la lista del cineasta patrio que de las de los americanos, pero lo cierto es que son tres de mis directores favoritos y solo puedo considerar acertadas todas sus elecciones. En el caso de Woody, señala títulos tan ecuménicos como Los 400 golpes (François Truffaut, 1959), El discreto encanto de la burguesía (Luis Buñuel, 1972), Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957) o Rashomon (Akira Kurosawa, 1950), además de compartir cumbres como Ocho y medio (Federico Fellini, 1963) y Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) con Martin Scorsese, a quien le tira mucho la patria italiana, el neorrealismo de Rossellini –de quien cita Paisà, Europa '51, Alemania año cero o Te querré siempre, entre otras–, la versatilidad de Visconti –a quien admira tanto en su etapa neorrealista con el proletariado enfrentándose a la furia del mar en La terra trema como en su refinamiento alambicado en la insuperable El gatopardo– y por supuesto esa cumbre del cine de mafia que es Salvatore Giuliano (Francesco Rosi, 1962). Todos ellos títulos clave de la historia del cine, indispensables para el avance del mismo y de una calidad cinematográfica indiscutible.
9. "Ninotchka"
8. "La gata sobre el tejado de zinc"
La exageración interpretativa –puro melodrama–, el color vibrante, los esquemas familiares, las mujeres desesperadas y el exquisito don de la ambigüedad que habita en el Hollywood clásico son los principales ingredientes de La gata sobre el tejado de zinc (Richard Brooks, 1958), basada en la magnífica obra de Tennessee Williams, el maestro de la locura y de la descomposición de los lazos familiares a través del drama puro. No de la tragedia, del drama. No es lo que cuenta (la historia de un hombre enfermo en su último cumpleaños), sino el cómo lo cuenta, el enfrentamiento entre cuñadas, el dolor de la madre y heridas abiertas entre padre e hijo. Rodada además en puro color, en el azul de los ojos de Paul Newman y en el violeta de los de Elizabeth Taylor, en el blanco puro de Maggie la gata y en el amarillo irritante de una cuñada que pare como una coneja. En mitad de todos ellos destaca la figura de un Burl Ives inmenso, huraño y tierno, fantásticamente doblado por José María Ovies. Ives recibiría ese año el Oscar al Mejor Actor de Reparto por su papel en Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958), el film de Brooks, sin embargo, se fue de vacío en el gran año de Gigi (Vicente Minnelli, 1958), pero de los musicales hablaré en la próxima película. La gata sobre el tejado de zinc formaba parte de una colección de cine clásico que hizo mi abuelo en DVD, con él la vería por primera vez y por eso le veo siempre en la figura de Burl Ives, enfrentado al dolor con una carcajada, negándose a tomar la morfina. "El dolor es mío", recuerdo que dice el personaje en el sótano. Los escenarios es otro de los elementos teatrales bien afianzados, el piso de arriba, el salón y el sótano, como tres elementos del alma, cada uno adecuado para hablar de una cosa u otra. "Aquí nadie va a hablar de la muerte del abuelo", dice la abuela en el salón. En eso Richard Brooks –que volvería a adaptar a Williams en Dulce pájaro de juventud (1962)– hace un estudio preciso de las localizaciones y, pese a mantener todo el sentido teatral, rueda de una forma completamente fluida y expresiva, es puro cine. Liz Taylor está inmensa en el que es el papel de su vida, una mujer destrozada por la envidia y las apariencias ("Maggie la gata existe aún, vivo todavía, ¿por qué le tienes tanto miedo a la verdad?), un personaje que empieza rabioso como una gata en celo y termina ronroneando a los pies de la cama de Paul Newman. Como clásico, como historia, como estudio, como cine, como interpretación, como actores, como dirección, como adaptación, como original, creo que La gata sobre el tejado de zinc es una de las películas más completas de la historia.
7. "Chicago"
6. "Historias de Filadelfia"
No es exactamente una screwball comedy al uso, como Sucedió una noche (Frank Capra, 1934), La fiera de mi niña o Un marido rico (Preston Sturges, 1942), pero desde luego está dotada de ese humor del sofisticado de lo absurdo, ambientada en la alta sociedad y un remariage en toda regla. Tiene los ingredientes, pero –salvo en la primera escena– olvida el slapstick habitual, no centra la acción en la guerra de sexos –como era común– y la convierte en una peculiar sátira de clases. Un papel escrito para Katharine Hepburn, que había sido calificada de "veneno para la taquilla" después de La fiera de mi niña, y que tras este pequeño regalo del dramaturgo Philip Barry recuperó su estrella y jamás volvió a soltarla. La grandeza de Historias de Filadelfia (George Cukor, 1940) viene del profundo drama que se crea alrededor de este mundo de glamour y frivolidad, donde va a parar el personaje de un escritor metido a cronista que tiene la mala suerte de enamorarse de la chica que pretendía "destapar". Todo siempre en un tono de comedia que levanta el artificio y lo hace funcionar con total perfección. James Stewart era ese corresponsal de la Revista Espía que terminó alzándose con el Oscar al Mejor Actor. El guión también fue galardonado con el Oscar, una historia absolutamente revolucionaria donde un fuera de plano y una elipsis magistral nos impiden averiguar qué ha ocurrido en un momento clave del film. Una película rodeada de champán, de cristalería fina, batas de seda y cubertería de plata, una película llena de extravagancias que no caen en saco roto porque componen una crítica mordaz hacia todo un cuadro de la sociedad, desde los ricos a los que se quieren aprovechar de ellos, empezando por el novio de la protagonista –en esa magnífica escena donde ella le tira al suelo para ensuciarle el traje de montar y él solo quiere ver si salen en la revista–. Solo Vivir para gozar (George Cukor, 1938), también con Cary Grant y Katharine Hepburn, puede acercársele a nivel de atmósfera y estilo, puede que incluso sea más divertida e irónica con la clase alta –cuenta con el personaje de hermano de la novia que es un joven alcohólico sin mayor ocupación–, sobre todo por el punto de vista de Edward Everett Horton y su mujer, perdidos en la mansión de la novia de su mejor amigo. Desde luego encaja mejor dentro de la definición de screwball comedy, pero pierde el halo de nostalgia y tristeza que convierte la comedia de Historias de Filadelfia en una obra exquisita. El remake con Grace Kelly y las magníficas canciones de Louis Armstrong, Alta Sociedad (Charles Walters, 1956) es cuanto menos disfrutable e incluso original en algunos aspectos, empezando por el color, pero no llega a la liviandad de la que nos ocupa. Me despido con un diálogo genial de este guión ganador del Oscar:
—Querida, ese vestido te hace un bulto.
—No, el bulto es mío.
Respecto a mi propia lista aclaro que se trata de "mis películas favoritas", no aquellas que considero las mejores de la historia –ahí entrarían probablemente El padrino, Casablanca, Ciudadano Kane, Vértigo, Plácido o El apartamento–. Estas de las que escribo son películas que me han acompañado durante mucho tiempo, títulos a los que recurro con frecuencia para calmar mis nervios, para disfrutar de escenas que puedo repetir de memoria o simplemente para dormir con alguien conocido de fondo. Para que se hagan una idea les diré algunos de los títulos que se han quedado fuera después de un estudio minucioso en el que he tratado de no traicionarme a mí mismo en pos de la intelectualidad. Empezando por dos obras sensacionales que sin duda estarían en mi lista de "las mejores películas de la historia", La chica con la maleta (Valerio Zurlini, 1961) y La escapada (Dino Risi, 1962), dos títulos imprescindibles que me sorprende no ver en ninguna de las listas de los maestros, puede que dos de las mejores películas de un cine italiano que empezaba a romper con las tragedias de la sociedad que enmarcaba el neorrealismo para introducirse en una etapa fresca y en estos casos mucho más rompedora que los pretenciosos de la nouvelle vague que triunfaban en esos años. Mientras Risi emplea una road movie con un ritmo vertiginoso para hacer un retrato voraz de la sociedad italiana a través de dos personajes contrapuestos, twist y una moraleja sombría, Zurlini nos cuenta una pequeña historia de amor imposible, con una delicadeza y elegancia que pocas veces hemos visto. Lo que quiero que entiendan es que, pese a la enorme admiración que tengo por estas obras, se han quedado fuera de una lista que pretende recoger mis títulos recurrentes, algunos quizás muy trillados, otros no demasiado espectaculares en términos cinematográficos, pero sí historias que me arrastran una y otra vez a sus fascinantes mundos. Los otros títulos que se han quedado en ese término medio de grandes películas que me fascinan son Al servicio de las damas (Gregory LaCava, 1936), La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938), El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950), El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961), La edad de la inocencia (Martin Scorsese, 1993), La flor de mi secreto (Pedro Almodóvar, 1995), Crueldad Intolerable (Hermanos Coen, 2003), Amor (Michael Haneke, 2012), Las brujas de Zugarramurdi (Álex de la Iglesia, 2013) y La casa de Jack (Lars von Trier, 2018), que perfectamente podrían formar otra lista y que, sin embargo, no están en la lista definitiva porque he pensado que algunas de las ideas, género o estilo empleado en ellas ya estaba de alguna u otra manera representado. Así pues les dejo con mi lista.
10. "Mejor... Imposible"
Si hay un género que me encanta consumir de forma compulsiva y a cualquier hora del día es la comedia romántica. Se trata de un cine tan liviano, fácil, divertido y a la vez emocionalmente descarnado que se presta como un plato comodín que siempre sienta bien. Es sin duda el género que destaca en esta lista (y eso que me he dejado las de Hugh Grant, Richard Curtis y Jeniffer Aniston fuera), donde creo que hasta se podría hacer un estudio del género a través de su historia, desde Charlot a Last Christmas (Paul Feig, 2019) pasando por las screwball comedies de los años treinta y las románticas de los noventa. Y antes de hablar directamente de la película que nos ocupa diré que tras un breve estudio parece que son los directores más cinéfilos, alimentados del propio celuloide, los que sienten una mayor devoción por el género, véase el propio Woody Allen o el fantástico Peter Bogdanovich que recientemente ha firmado una de las cumbres del género: She's Funny that Way (2014). Mejor... Imposible (James L. Brooks, 1997) es una comedia romántica, pero también una road movie, un drama psicológico y puro slapstick encarnado en el personaje Jack Nicholson, un ser profundamente asocial, maniático y trastornado por el que el actor terminó recibiendo el Oscar, premio que también mereció Helen Hunt, que borda su habitual papel de madre luchadora, multitarea, arrastrada en esta historia completamente loca por lo circunstancial. Greg Kinnear y Cuba Gooding Jr. forman también una de esas parejas imborrables en plena explosión de la comedia homosexual en Hollywood, solo un año antes se había estrenado Una jaula de grillos (Mike Nichols, 1996). Como en las grandes comedias románticas, todo parte de un guión perfectamente estructurado donde todo funciona como la maquinaria de un reloj, elabora una serie de equívocos y situaciones que embarcarán a nuestros protagonistas en una loca aventura donde poco a poco todos esos líos y manías dejarán de importar para dar paso a los personajes. Por eso uno de mis personajes favoritos es el que interpreta el desaparecido Harold Ramis, como el doctor amable del hijo enfermo de Hunt. Aunque desde luego el gran atractivo de la película está en Melvin Udall (Jack Nicholson), ese autor de novela rosa capaz de escribir intensas y emotivas historias de amor, pero incapaz de ceder al formalismo social, lo cierto es que encajaría perfectamente dentro de esta "nueva normalidad" que nos proponen ahora desde el Gobierno. "Tú haces que quiera ser mejor persona", solo entenderán la profundidad de este piropo cuando hayan visto a Melvin correr a comprarse una corbata para no usar la que tienen de repuesto en el restaurante. Es una película que se puede disfrutar bajo cualquier circunstancia.
Si hay un género que me encanta consumir de forma compulsiva y a cualquier hora del día es la comedia romántica. Se trata de un cine tan liviano, fácil, divertido y a la vez emocionalmente descarnado que se presta como un plato comodín que siempre sienta bien. Es sin duda el género que destaca en esta lista (y eso que me he dejado las de Hugh Grant, Richard Curtis y Jeniffer Aniston fuera), donde creo que hasta se podría hacer un estudio del género a través de su historia, desde Charlot a Last Christmas (Paul Feig, 2019) pasando por las screwball comedies de los años treinta y las románticas de los noventa. Y antes de hablar directamente de la película que nos ocupa diré que tras un breve estudio parece que son los directores más cinéfilos, alimentados del propio celuloide, los que sienten una mayor devoción por el género, véase el propio Woody Allen o el fantástico Peter Bogdanovich que recientemente ha firmado una de las cumbres del género: She's Funny that Way (2014). Mejor... Imposible (James L. Brooks, 1997) es una comedia romántica, pero también una road movie, un drama psicológico y puro slapstick encarnado en el personaje Jack Nicholson, un ser profundamente asocial, maniático y trastornado por el que el actor terminó recibiendo el Oscar, premio que también mereció Helen Hunt, que borda su habitual papel de madre luchadora, multitarea, arrastrada en esta historia completamente loca por lo circunstancial. Greg Kinnear y Cuba Gooding Jr. forman también una de esas parejas imborrables en plena explosión de la comedia homosexual en Hollywood, solo un año antes se había estrenado Una jaula de grillos (Mike Nichols, 1996). Como en las grandes comedias románticas, todo parte de un guión perfectamente estructurado donde todo funciona como la maquinaria de un reloj, elabora una serie de equívocos y situaciones que embarcarán a nuestros protagonistas en una loca aventura donde poco a poco todos esos líos y manías dejarán de importar para dar paso a los personajes. Por eso uno de mis personajes favoritos es el que interpreta el desaparecido Harold Ramis, como el doctor amable del hijo enfermo de Hunt. Aunque desde luego el gran atractivo de la película está en Melvin Udall (Jack Nicholson), ese autor de novela rosa capaz de escribir intensas y emotivas historias de amor, pero incapaz de ceder al formalismo social, lo cierto es que encajaría perfectamente dentro de esta "nueva normalidad" que nos proponen ahora desde el Gobierno. "Tú haces que quiera ser mejor persona", solo entenderán la profundidad de este piropo cuando hayan visto a Melvin correr a comprarse una corbata para no usar la que tienen de repuesto en el restaurante. Es una película que se puede disfrutar bajo cualquier circunstancia.
9. "Ninotchka"
Otra comedia romántica, esta vez elaborada por el genio que supo reconvertir el género. Todas las películas de Lubitsch encierran una hermosa historia de amor a veces cubierta por excelentes gags o situaciones brillantes y siempre por un contexto que convierte la trama en algo más que una simple película. Lo cierto es que las películas del maestro alemán podrían formar una lista en sí misma de mis películas favoritas, la cual encabezaría El bazar de las sorpresas (1940), tal vez por ser la única que abandona –no del todo– una crítica política del exilio, para entregarse a una pequeña historia, detallista, sutil y tierna en torno a los personajes que habitan la tienda de la esquina (como se titula en su versión original). Sin embargo, escojo para esta lista Ninotchka (1939) por ser su película más perfecta y cinematográfica –sin contar las mudas que, por necesidad, son más cinematográficas y visuales–, una comedia sofisticada, pero también una mordaz sátira del comunismo protagonizada por la sonrisa de Greta Garbo. La he elegido también por los autores de su guión, basado en un argumento de Melchior Lengyel –autor de las historias sobre las que se construyeron también Ángel (Ernst Lubitsch, 1937) y Ser o no ser (Lubitsch, 1942)– y escrito por dos de los mejores guionistas que jamás hayan existido: Billy Wilder y Charles Brackett, que recibieron su primera nominación conjunta a los premios de la Academia el año que todo fue para la imponente Lo que el viento se llevó. La idea original de Lengyel pasó a la historia como uno de los argumentos más breves y divertidos: "Chica rusa saturada de ideales bolcheviques visita la espantosa, capitalista y monopolista ciudad de París. Encuentra un amor y se lo pasa estupendamente. El capitalismo no está tan mal después de todo". El galán era ya un conocido de la Garbo, el correcto Melvyn Douglas al que Lubitsch convirtió en rey de la comedia antes de la llegada de Cary Grant, y con quien dos años más tarde se despediría del cine en La mujer de las dos caras (George Cukor, 1941). "¡Garbo ríe!" decían los carteles publicitarios que trataban de romper con el encasillamiento de la sueca en papeles dramáticos, ya la habíamos visto reír antes, pero no en una comedia tan explícita y vocacional como esta. Aquí Lubitsch da un paso más, trasciende el guión y le da su famoso "toque" a la película, envolviéndola de glamour y sofisticación, perfectamente trabajada desde el concepto visual, Ninotchka avanza en su incursión al capitalismo de la misma manera que lo hace la película, su ropa, su forma de hablar, etc. Antes de acabar, quiero destacar a Felix Bressart, ese secundario de lujo con un toque a lo Groucho Marx que aquí está insuperable como uno de esos tres comulistillos que siguen a Ninotchka.
8. "La gata sobre el tejado de zinc"
La exageración interpretativa –puro melodrama–, el color vibrante, los esquemas familiares, las mujeres desesperadas y el exquisito don de la ambigüedad que habita en el Hollywood clásico son los principales ingredientes de La gata sobre el tejado de zinc (Richard Brooks, 1958), basada en la magnífica obra de Tennessee Williams, el maestro de la locura y de la descomposición de los lazos familiares a través del drama puro. No de la tragedia, del drama. No es lo que cuenta (la historia de un hombre enfermo en su último cumpleaños), sino el cómo lo cuenta, el enfrentamiento entre cuñadas, el dolor de la madre y heridas abiertas entre padre e hijo. Rodada además en puro color, en el azul de los ojos de Paul Newman y en el violeta de los de Elizabeth Taylor, en el blanco puro de Maggie la gata y en el amarillo irritante de una cuñada que pare como una coneja. En mitad de todos ellos destaca la figura de un Burl Ives inmenso, huraño y tierno, fantásticamente doblado por José María Ovies. Ives recibiría ese año el Oscar al Mejor Actor de Reparto por su papel en Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958), el film de Brooks, sin embargo, se fue de vacío en el gran año de Gigi (Vicente Minnelli, 1958), pero de los musicales hablaré en la próxima película. La gata sobre el tejado de zinc formaba parte de una colección de cine clásico que hizo mi abuelo en DVD, con él la vería por primera vez y por eso le veo siempre en la figura de Burl Ives, enfrentado al dolor con una carcajada, negándose a tomar la morfina. "El dolor es mío", recuerdo que dice el personaje en el sótano. Los escenarios es otro de los elementos teatrales bien afianzados, el piso de arriba, el salón y el sótano, como tres elementos del alma, cada uno adecuado para hablar de una cosa u otra. "Aquí nadie va a hablar de la muerte del abuelo", dice la abuela en el salón. En eso Richard Brooks –que volvería a adaptar a Williams en Dulce pájaro de juventud (1962)– hace un estudio preciso de las localizaciones y, pese a mantener todo el sentido teatral, rueda de una forma completamente fluida y expresiva, es puro cine. Liz Taylor está inmensa en el que es el papel de su vida, una mujer destrozada por la envidia y las apariencias ("Maggie la gata existe aún, vivo todavía, ¿por qué le tienes tanto miedo a la verdad?), un personaje que empieza rabioso como una gata en celo y termina ronroneando a los pies de la cama de Paul Newman. Como clásico, como historia, como estudio, como cine, como interpretación, como actores, como dirección, como adaptación, como original, creo que La gata sobre el tejado de zinc es una de las películas más completas de la historia.
7. "Chicago"
Uno de los aspectos más fascinantes del cine es su función como espectáculo. Muchas veces, a la hora de hablar de cine, de estudiarlo y analizarlo, se nos olvida que estamos hablando de un espectáculo de masas, puro ocio y entretenimiento. El cine no es el lugar para hacer un ensayo propio sobre tus ideas, si puedes hacerlo dentro de la historia, de la diversión y del juego, bien, adelante. El musical es el género que está más cerca de esta función, no hay nada como dejarse llevar por la música y sumergirse en una historia completamente naíf e idílica. Puede que este no sea el momento de defender Cats (Tom Hooper, 2019), un musical excelentemente filmado en el que quedas atrapado desde el primer show, pero lo cierto es que es un género que entusiasma, muchos se han alzado con el Oscar a la Mejor Película, desde La melodía de Broadway (Harry Beaumont, 1929) ha habido grandes títulos, muchos de ellos entre mis favoritos como West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961) o My Fair Lady (George Cukor, 1964). Sin embargo, desde la excelente Oliver! (Carol Reed, 1968) se abre una larga etapa en la que ningún musical parece merecedor de este premio, si bien es verdad que Cabaret (Bob Fosse, 1972) arrasa con ocho premios de la Academia es incomprensible que All That Jazz (Bob Fosse, 1979) no lograra la estatuilla, Annie (John Huston, 1982) ni siquiera es nominada y la divertidísima Todos dicen I love you (Woody Allen, 1996) es ignorada por completo. Claro que Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952) tampoco fue nominada a la Mejor Película, quizás creyendo que el que es probablemente el mejor musical de la historia era un pobre intento de aprovechar el éxito de la última ganadora del Oscar, Un americano en París (Vicente Minnelli, 1951). El caso es que esa sequía, ese olvido del musical, se rompe con Chicago (Rob Marshall, 2002), que gana seis Oscars incluyendo el de Mejor Película, en mi opinión, completamente merecido aunque hoy muchos se lo achaquen a los hilos de Harvey Weinstein. La obra llevaba años en Broadway, su montaje fue incluso inspiración para el guión de All That Jazz, aquí convertida en la obertura de esta obra monumental, perfectamente cantada por sus actores originales –Oscar para Catherine Zeta-Jones–, Rob Marshall hace un despliegue ejemplar sobre cómo filmar un musical, rompe los tiempos dramáticos, filma al ritmo de la música y divierte con una puesta en escena absolutamente teatral. La primera vez que vemos esa calle del Chicago de los años treinta parece pintada, está pintada, el número con la marionetas y "el tango de la cárcel" son dos escenas brillantes, en concepción, en música y en puesta en escena. Tuve la oportunidad de ver la obra en Broadway, hace unos años, y fue una experiencia única, es exactamente lo que transmite la película, esos pañuelos rojos simulando la sangre, esas metralletas que irrumpen en los violentos años treinta. Sensacional. Todo un espectáculo que puedo ver una y otra vez.
6. "Historias de Filadelfia"
No es exactamente una screwball comedy al uso, como Sucedió una noche (Frank Capra, 1934), La fiera de mi niña o Un marido rico (Preston Sturges, 1942), pero desde luego está dotada de ese humor del sofisticado de lo absurdo, ambientada en la alta sociedad y un remariage en toda regla. Tiene los ingredientes, pero –salvo en la primera escena– olvida el slapstick habitual, no centra la acción en la guerra de sexos –como era común– y la convierte en una peculiar sátira de clases. Un papel escrito para Katharine Hepburn, que había sido calificada de "veneno para la taquilla" después de La fiera de mi niña, y que tras este pequeño regalo del dramaturgo Philip Barry recuperó su estrella y jamás volvió a soltarla. La grandeza de Historias de Filadelfia (George Cukor, 1940) viene del profundo drama que se crea alrededor de este mundo de glamour y frivolidad, donde va a parar el personaje de un escritor metido a cronista que tiene la mala suerte de enamorarse de la chica que pretendía "destapar". Todo siempre en un tono de comedia que levanta el artificio y lo hace funcionar con total perfección. James Stewart era ese corresponsal de la Revista Espía que terminó alzándose con el Oscar al Mejor Actor. El guión también fue galardonado con el Oscar, una historia absolutamente revolucionaria donde un fuera de plano y una elipsis magistral nos impiden averiguar qué ha ocurrido en un momento clave del film. Una película rodeada de champán, de cristalería fina, batas de seda y cubertería de plata, una película llena de extravagancias que no caen en saco roto porque componen una crítica mordaz hacia todo un cuadro de la sociedad, desde los ricos a los que se quieren aprovechar de ellos, empezando por el novio de la protagonista –en esa magnífica escena donde ella le tira al suelo para ensuciarle el traje de montar y él solo quiere ver si salen en la revista–. Solo Vivir para gozar (George Cukor, 1938), también con Cary Grant y Katharine Hepburn, puede acercársele a nivel de atmósfera y estilo, puede que incluso sea más divertida e irónica con la clase alta –cuenta con el personaje de hermano de la novia que es un joven alcohólico sin mayor ocupación–, sobre todo por el punto de vista de Edward Everett Horton y su mujer, perdidos en la mansión de la novia de su mejor amigo. Desde luego encaja mejor dentro de la definición de screwball comedy, pero pierde el halo de nostalgia y tristeza que convierte la comedia de Historias de Filadelfia en una obra exquisita. El remake con Grace Kelly y las magníficas canciones de Louis Armstrong, Alta Sociedad (Charles Walters, 1956) es cuanto menos disfrutable e incluso original en algunos aspectos, empezando por el color, pero no llega a la liviandad de la que nos ocupa. Me despido con un diálogo genial de este guión ganador del Oscar:
—Querida, ese vestido te hace un bulto.
—No, el bulto es mío.
5. "La escopeta nacional"
La cumbre berlanguiana de la hipocresía nacional, la picaresca española y el savoir faire –que le dice Cerrillo al señor Canivell–. No es casualidad que sea la única película patria de la lista. Estrenada el mismo año que la Constitución de nuestra actual democracia, supone una perfecta declaración de intenciones y metáfora mordaz de lo que España dejaba atrás para sumergirse en la era de un liberalismo plagado de prohibiciones. Insisto en que probablemente no es la mejor película de Berlanga, quedan lejos la impecable técnica de Plácido (Luis Gª Berlanga, 1961) y la acerba negrura de El Verdugo (1963). Sin embargo, la esencia de su director –y por supuesto de su co-guionista, Don Rafael Azcona– resulta aquí más depurada, ágil, menos estudiada, más natural. Aquellos planos secuencia en los que los grandes nombres de la escena española tenían que saltar disimuladamente las vías del travelling, se desarrollan ahora con una exquisita espontaneidad. Berlanga ejecuta un fresco histórico impoluto, cargado de sátira social, pero esto es secundario, un bien que, como todo clásico, ha ido alimentándose con el tiempo. En ningún momento la crítica y el retrato de la época supera a la trama, una historia de perdedores, de mediocres y venidos a menos que tratan de trepar en el tan peculiar escalafón hispánico. Para ello, Berlanga y Azcona escogen una serie de personajes que recogen perfectamente a la sociedad española, desde el empresario catalán con amante incluida –"¿Qué? ¿Se puede pasar?", es la gran frase de Mónica Randall– hasta el ya mítico señor marqués. Los Leguineche son ya parte indispensable de nuestra historia, y no solo de la cinematográfica. Luis Escobar, mímesis de su personaje, eleva la comedia más allá de la pantalla. No he contado el número de veces que he visto La escopeta nacional (Luis Gª Berlanga, 1978), pero siempre descubro un guiño, una frase, un detalle nuevo que la reafirma como una obra perfecta, un pequeño tesoro que nada tiene que envidiar a los clásicos americanos. "Lo que he unido yo en la Tierra, no lo separa ni Dios en el Cielo", clama el padre Calvo –un desbordante Agustín González– en la que es ya una de las grandes frases de la historia del cine. Coincido con José Luis Garci en que si Berlanga no ha triunfado en el extranjero es porque aún no se ha inventado la forma de subtitular sus películas de forma efectiva. Y es que no solo hay que saber español para entender a Berlanga en su plenitud, hay que serlo.
4. "Misterioso asesinato en Manhattan"
Hoy en día parece un atrevimiento introducir el nombre de Woody Allen en cualquier lista. Columnistas, humoristas, periodistas, artistas y toda clase de "-istas", aprovechan su nombre para denunciar en la era de lo políticamente correcto. El bueno de Woody no se merece estar aquí, ya ha demostrado –juez mediante– que no es culpable de los hechos que le acusan, pero todo eso parece dar igual. Y casi que mejor. Yo estoy escogiendo mis películas favoritas y me da absolutamente igual si el director ha violado a una niña negra con síndrome de down –si es que eso existe–. De hecho, tener un pasado oscuro y denunciable parece un requisito para ser hoy un buen director o actor de renombre. Claro que rechazo esa conducta, pero soy lo suficientemente cínico como para disfrutar de su obra al margen de la hipocresía que se ha generado alrededor de todos estos nombres. A Harvey Weinstein le debemos el cine de Tarantino, ahora ha sido condenado, bien por la justicia –en este caso–, pero eso no anula la primera parte de la frase. Céline Sciamma y Adèle Haenel abandonaron la ceremonia de los Premios César al revelarse el nombre de Roman Polanski como merecedor del premio al Mejor Director. "¿Por qué Polanski aún tiene una carrera?", se preguntaban algunos erróneamente. No se trata de señalar y hundir –el caso de Kevin Spacey es una auténtica vergüenza–, sino de que la justicia actúe sin el voto popular y el apoyo de la prensa amarillista. En el caso de Polanski, ¿se premiaba al director con la mejor conducta o al mejor director por una película concreta? No estamos muy lejos de la primera opción ahora que la Academia de Hollywood a impuesto sus términos de diversidad, reglas de moral y conducta. Pero todo esto ya me suena, de hecho hablé de ello en mi artículo Alguien violó sobre el nido del cuco, del año 2017. Quien quiera saber algo más de Woody que lea sus fantásticas memorias: A propósito de nada (a.k.a. ¡Qué te den, Mia!).
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Woody Allen y Harvey Weinstein |
En fin, siento la pequeña interrupción. Misterioso asesinato en Manhattan (Woody Allen, 1993) es, en mi opinión, la gran obra de Woody Allen, una comedia negra de enredo que de desarrolla, en el fondo, como una tierna reflexión sobre el matrimonio. ¿Qué hay mejor que un crimen a pie de incineradora para que una pareja recupere el "fuego" inicial? La selección musical de Allen, como siempre exquisita, aquí es más animada y funciona perfectamente como un elemento de ritmo y dinamismo a una historia frenética. Si alguien se atreve a mencionar a Woody para bien suele ser para encumbrar Annie Hall (Allen, 1977), la comedia romántica que reinventó el género, uno de los alicientes de la que nos ocupa es descubrir como la química entre el propio Allen y Diane Keaton sigue intacta años despeñes. A día de hoy, ella sigue siendo de las pocas amigas que le defienden contra viento y marea. Creo que disfruto más del cine de Allen cuando es él mismo quien se interpreta en lugar de escoger un alter ego hollywoodiense, pero una cinta con su firma siempre me encandila y me sumerge en esa exquisita nostalgia, de cuando el cine era cine, un lugar para evadirnos y soñar, y no para criticar y denunciar. Alan Alda resulta en la película un perfecto antagonista, motor interno de una historia desternillante y llena de divertidísimas situaciones cómicas –como dirían en algún anuncio promocional–. El entramado final, con Anjelica Huston en busca de una delirante, novelesca y rebuscada resolución a la historia es simplemente genial, como la escena en el antiguo cine y los espejos, homenaje directo a La dama de Shanghái (Orson Welles, 1947), una vez más la nostalgia cinematográfica del director neoyorkino. "Claustrofobia y un cadáver, el colmo de un neurótico", espeta el bueno de Larry Lipton (Woody Allen) al encontrarse con el cuerpo sin vida de su vecina en mitad de un ascensor. Disfruten, déjense llevar por una comedia de situación, de frases ingeniosas y de tramas imposibles, y después de todo puede que se reconcilien con el cine... y a lo mejor con el propio Allen.
3. "Con la muerte en los talones"
Sir Alfred Hitchcock, un nombre que hoy levantaría las faldas del #MeToo y probablemente el mejor director de la historia. Con North by Northwest (Alfred Hitchcock, 1959) consigue la que es su obra más perfecta, un colmo de lo hithcockiano. Un falso culpable que además es Cary Grant, una rubia que además es femme fatale, espías, crímenes, una madre acaparadora, suspense y mucho sentido del humor, Con la muerte en los talones es la película más Hitchcock de su director, desde los inconfundibles títulos de crédito de Saul Bass a la brillante partitura de Bernard Herrmann, todo en ella destila cine y estilo. Junto con Los Pájaros (Hitchcock, 1963) conforma la cúspide de la época dorada de su director, quien fuera la primera gran estrella de su oficio. En un primer momento iba a llamarse El hombre en la nariz de Lincoln, en referencia a la famosa escena del Monte Rushmore, pero terminó siendo mucho más que eso y con un título aún más surrealista. Aunque, siendo claros, si es una de mis películas favoritas es por su lectura como comedia romántica, una sofisticada humorada romántica con asesinatos en las Naciones Unidas y nervios a flor de piel. Eva Marie Saint y Cary Grant forman una de las grandes parejas de la historia del cine, un tira y afloja constante al nivel de las antigua screwball que de la mano de Hitchcock trasciende "la fórmula", para fundirse en aquel inolvidable plano del tren entrando en el túnel. The End. Uno de los grandes finales de la historia. No es que comparta la teoría de que una película es mejor conforme a su final, pero lo cierto es que el Top 3 de esta lista coincide con algunos de los mejores finales que he visto en el cine. Por si aún les queda duda sobre esta, les diré que James Mason es un villano a lo James Bond que busca ese algo que a nadie le importa pero que mueve toda la película. Lo que Hithcock bautizó como macguffin. Cuentan que el propio Grant no tenía idea de hacia donde iba la película, con los años hemos entendido todos que lo que de verdad importaba es cómo iba. "En el mundo de la publicidad no existe la mentira, si acaso se le llama exageración" dice el personaje de Cary Grant en la película, una perfecta definición de lo que es el cine de Hitchcock, donde se acaricia la plasticidad del plano. ¡Estamos viendo una película, no la aburrida y vulgar vida real de un señor que come acelgas!
2. "El graduado"
"¡Elaine, Elaine!". Escuchar ese nombre de la voz de Dustin Hoffman –¡vaya, otro #MeToo!– es volver a sentir la emoción. Una de las historias de amor mejor contadas con menos palabras. Muchos se quedan en la primera parte, esa fábula tremendista sobre la destrucción de la moral de la clase media en los Estados Unidos de los años sesenta, una trama incómoda y voyeurística que funciona gracias al portento interpretativo de Anne Bancroft y la elegancia audiovisual –a veces seca y sobria como un martini– de un director brillante que terminó alzándose con el Oscar por este trabajo –ni demasiado realista, ni demasiado lírico–. Pero El graduado (Mike Nichols, 1967) es además una historia de amor contada desde el silencio, desde la impotencia y las desavenencias de dos personajes, dos jóvenes que son víctimas de su casa con piscina. Dustin Hoffman y Katharine Ross nunca estuvieron mejor. La inmejorable banda sonora de Simon y Garfunkel hizo pasar a la señora Robinson (Bancroft) a la eternidad, pero lo cierto es que la película crea, uno tras otro, planos, fragmentos y escenas imborrables, iconos de nuestra cultura. Es una película visualmente apabullante, no sobra ni falta nada, es un metraje exquisito y extraño. Piscinas, buzos, peceras, montajes, juegos de cámara, Nichols arriesga, juega y gana. El graduado tiene el maravilloso don de hacernos sentir culpables, aunque no sepamos muy bien de qué. Una oda al amor de juventud, a la esperanza y a todo aquello que no podemos explicar. El film destila en todo momento un rastro de humor ácido, como si se tratara de esos antiguos clásicos que perfumaban los dramas más ambiguos con diálogos ingeniosos, aquí son las propias situaciones las que nos despiertan una sonrisa, a veces sin necesidad de mediar palabra –The sound of silence– o con un maternal: "Ven aquí, Benjamin, no te lo voy a repetir". Es como si el cine, la idea, la forma de hacerlo, cambiara a partir de esta película.
1. "Desayuno con diamantes"
Me gusta tanto que he decidido volver a verla antes de ponerme a escribir. Vi Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961) por primera vez con once años, supongo que entonces no me enteraría de nada pero quedé cautivado por la estética, por lo infantil de Mr. Yunioshi (Mickey Rooney) y por la indulgente belleza de Audrey, a quien descubrí entonces y a quien veo todos los meses un par de veces por necesidad. Ver a Audrey Hepburn en pantalla me tranquiliza, me da seguridad, es como volver a Tiffany's, nada malo puede pasar. Por aquel entonces leí también la novela de Truman Capote, algo que no debí hacer, porque para mi Holly Golightly es Audrey y no esa fresca de la novela. Lo mejor del cine clásico, del Hollywood dorado, es esa capacidad asombrosa para dotar de una sofisticada ambigüedad a sus tramas. Algo que Edwards aprovecha para convertir la obra de Capote en un cuento, en la mejor comedia romántica de la historia. Recuerdo que cuando la vi por primera vez, lloré. Desde entonces, cada vez que me preguntan por mi película favorita digo Desayuno con diamantes, un icono, una historia neoyorkina con unos personajes insuperables –eso sí se le debe al señor Capote–, desde la decoradora (lo que le costó a ese pobre niño de once años entender el personaje de Patricia Neal) al verborreico Martin Balsman, el genial agente de Hollywood. Es una película elegante, de esas que ya no se hacen, señores con esmoquin, la Quinta Avenida vacía y divertidas escenas en la cárcel de Sing-Sing. Blake Edwards, el rey de la comedia visual, del gag y de las fiestas, compone una película adulta –con sus momentos Edwards, como el sombrero en llamas apagado con la copa–, un drama tamizado por una gasa fina de Givenchy. José Luis de Vilallonga interpreta aquí a un galán brasileño, otro de los momentos delirantes a lo Edwards. Toda la felicidad de Holly resina un hálito tristeza, ese el sentimiento de la película. Se trata de una cinta que puedes ver para reír –o sonreír, mejor dicho– o para llorar, para alegrarte o para compadecerte. Lo mejor del film es cómo se convierte en un reflejo perfectamente nítido del alma de su protagonista, un personaje tierno, pero salvaje, un personaje que no sabe lo que quiere. Holly Golightly –por Audrey Hepburn– es la mejor personalidad cinematográfica de la historia. En fin, este es mi número uno y sé que es el único que no cambiará con el tiempo de esta lista. Disfrútenla.
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Vilallonga, Audrey y Blake Edwards |
domingo, 12 de abril de 2020
Retazos de la infancia

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Cinema Paradiso |
10. Robin Hood, príncipe de los ladrones

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Alan Rickman y Mary Elizabeth Mastrantonio seguidos de la falsa Morgana |
9. Marcelino, pan y vino
Me eduqué en un colegio religioso. Uno de los momentos que recordaré siempre tuvo lugar en cuarto de primaria, cuando mi abuela me compró el dvd de Molokai, la isla maldita (Luis Lucía, 1959), lo llevé al colegio y dedicamos una tarde, para sorpresa de todos, a ver la película. Fue una experiencia única. Sin embargo, al pensar en la película no recordaba apenas un fotograma, no me había dejado demasiado marcado. Al hacer memoria se me venían a la cabeza imágenes de Fray Escoba (Ramón Torrado, 1961), que había traído un compañero tras el éxito de la primera. No he tenido ocasión de recuperarla, pero creo que el impacto venía de que el protagonista era negro, lo que debió de llamar la atención en la época y, por lo tanto, también en la profesora y sus alumnos. Todas estas películas, "de interés nacional" como rezaban en la época, tienen un increíble valor histórico y cinematográfico, los grandes directores de la época se peleaban por dirigir las vidas ejemplares de los grandes santos de España. Películas como Balarrasa (José Antonio Nieves Conde, 1951), Sor intrépida (Rafael Gil, 1952) o Teresa de Jesús (Juan de Orduña, 1961) son algunos ejemplos igualmente disfrutables. Pero dentro del cine religioso de la época hay una cumbre, que probablemente también me regaló mi abuela, Marcelino, pan y vino (Ladislao Vajda, 1954) es de una bondad, un delicadeza y una Fe también (¿por qué no decirlo?) enternecedoras. Pablito Calvo como un pobre huérfano que acaba de perder a su madre (inicio recurrente en Disney) y que es acogido por un grupo de frailes en una España terriblemente pobre. Las imágenes del Cristo –casi expresionistas–, del miedo del niño –en un tono neorrealista, como todo el film– y la Virgen como madre redentora, son de una potencia visual inolvidable. De las películas que hoy recomiendo es probablemente la más complicada, pero sin duda la mejor, Vajda en estado de gracia y un mensaje humanista que parece haber desaparecido del cine. La voz de Fernando Rey nos introduce en esta fábula que encuentra la luz en mitad de una España negra, interpretada por los grandes actores de la época, de Antonio Vico a Rafael Rivelles. Aunque para mí quedará siempre el bondadoso rostro de Fray Papilla, el preferido del chico, un excelente y cómico Juan Calvo.
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Fray Papilla y Marcelino |
8. El retorno de las brujas

Sigue el ritmo de aventura de hechiceras que Anjelica Huston abrió con La maldición de las brujas (Nicolas Roeg, 1990) entre demencial, cutre, infantil y espeluznantemente tétrico, una combinación explosiva que el film de Disney dulcifica un poco. Películas tan demenciales como Un ratoncito duro de roer (Gore Verbinski, 1997), donde un ratón echaba a dos hombres de la mansión de su padre, dirigida por el hombre que tomaría las riendas de otra de las sagas de mi infancia, Piratas del Caribe (2003-07). Aunque el mayor producto que salió tras combinarse brujería y adolescencia, y que me acompañaría en toda mi infancia después de que Disney Channel la recuperase, fue Sabrina, cosas de brujas (Nell Scovell, 1996-2003) con el genial gato Salem, cínico, irónico y lenguaraz, este gato disecado que movía la boca ha sido uno de los grandes inventos de la televisión –muchos le reconoceréis por el meme del gato negro que se lima las uñas–. Y, aunque sus características de producción estén más cerca de Robin Hood, príncipe de los ladrones, otra de las grandes series que ocupó mi preadolescencia fue Embrujadas (Constance M. Burge, 1998-2006), Alyssa Milano enamoró a varias generaciones de jóvenes brujos y Piper (Holly Marie Combs) nos enseñó a resolver nuestros problemas, demonios y brujas se enfrentaban en esta serie que siempre viene bien recuperar. A mi abuela no le debía gustar demasiado y me regaló la primera temporada de Embrujada (Sol Saks, 1964) que recuerdo ver compasivamente una y otra vez, altamente recomendable para niños obsesionadas con la magia, una sitcom que los mayores disfrutareis como una comedia sobre problemas de pareja mientras los pequeños amarán a Endora (Agnes Moorehead).
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Phoebe, Piper y Paige |
7. La brújula dorada
Creo que es, hasta la fecha, la última película que mi bisabuela ha visto en el cine. Fuimos varios primos a ver La brújula dora (Chris Weitz, 2007) en el cine Capitol de Bilbao, el acontecimiento la convirtió en una de las películas de mi infancia. La joven Lyra Belacqua vive en un mundo de fantasía que nunca más se ha visto: osos polares que son los reyes del hielo, brujas que cambian con el viento, gipsios, dimons que son el alma animificada de las personas y, sobre todo, ricos poderosos que controlan el mundo, con Christopher Lee, Derek Jacobi y Nicole Kidman a la cabeza. "¿Por qué todas las guapas son malas?", recuerdo que pregunté a la salida de la película, lo que no recuerdo es la respuesta de mi bisabuela. Lo que sé es que tardé mucho en entender que los que decían que estudiaban "magisterio" no planeaban dominar el mundo, ya que "el Magisterio" era el gobierno malvado que gobernaba en este mundo imaginario y que trataba de ocultar la existencia del polvo. Creo que se trata de una de las películas, junto con la saga de Las crónicas de Narnia (2005-2010), que reúne una mayor cantidad de personajes y creación de mundo alternativo. Es un derroche imaginativo, zepelines voladores, leyendas inventadas, personajes por doquier y, en medio de todo, una brújula que responde lo que realmente quieres (casi como esa de Piratas del Caribe que solo señalaba el sitio al que realmente querías ir). El director se puso también al frente de la segunda película de la saga Crepúsculo (2008-2012), que a mí nunca me entusiasmó pero que engancha mucho a partir de los diez o doce años, claro que ahora todo eso de las edades parece que se ha adelantado. La brújula dorada nació para convertirse en una saga, pero no debió de tener el éxito esperado, el mundo que imagina tiene tanta fuerza que se ha recuperado en la serie La materia oscura (Jack Thorne, 2019), que no he visto, pero al parecer ha obtenido buenas críticas. No deja de ser maravilloso recorrer todos estos pequeños engranajes que me han formado, que son parte de mí y que, después de años revisitándolos, ya casi vivo como una religión, como algo real en lo que creer. En todas ellas hay algo del Dios creador, ya que nos introducen en un cosmos completamente nuevo, mágico, situado en un espacio atemporal. En Narnia incluso contamos con la resurrección de Aslan, uno de los momentos que más han marcado mi infancia, porque en un mundo rodeado de ficción, la muerte de unos de tus héroes te afecta profundamente. Entrar en nuevos universos es uno de los retos más emocionantes de la infancia, creer que las leyendas que impregnan estas cintas son reales, que han existido y que son el origen de nuestro mundo, crea la sensación de vivir un lugar fantástico que poco a poco se irá apagando, pero que es sensacional mientras dura. Yo creí durante años que mi abuela había sido profesora en Hogwarts. La brújula dorada se estrenó en uno de los años dorados del cine de mi infancia, en el año de Eragon (Stefen Fangmeier, 2006), "Mi monstruo y yo" (Jay Russell, 2007), Mimzy, más allá de la imaginación (Robert Shaye, 2007) y "Mr. Magorium y su tienda mágica" (Zach Helm, 2007), esta última la que recuerdo con más lucidez de todas ellas. Ahora, encerrados en nuestras casas, es el momento perfecto para enseñarles a los pequeños que ahí fuera hay muchísimas cosas esperándonos, pero también que algunas solo hay que buscarlas en el fondo del armario.
6. Peter Pan, la gran aventura
"Yo creo, sí creo, yo creo en las hadas". Es el momento clave del film, solo por ver cómo el niño de la casa va a empezar a recitar esa frase para salvar a Campanilla merece la pena. Me recuerdo a mí, levantándome del sofá de Gijón y gritando la frase mientras me acercaba lentamente a la pantalla, a punto de llorar pero lleno de esperanza. P.J. Hogan, que había triunfado años antes con La boda de mi mejor amigo (1997), retoma la historia de J.M. Barrie para componer una película única, completamente distinta a todas las adaptaciones anteriores de la mítica historia del niño que no crecía. Tal vez más en la línea de humor y nostalgia que proponía Hook (Steven Spielberg, 1991), pero mientras Spielberg trataba el tema desde la perspectiva del adulto, en un tono mucho más real, aunque sin olvidar que es una película de aventuras, lo cierto es que Hogan ofrece un auténtico mundo de fantasía, dominado por los niños y por la Wendy más dulce que ha habido en el cine. Una bellísima Rachel Hurd-Wood que, años más tarde, terminaría protagonizando la película inacabada de Bigas Luna, Segundo origen (terminada por Carles Porta en 2015), y que los piratas raptaban –cuidado con mirar estas escenas con ojos perversos– para que les contase sus fantásticas historias. En un terreno que conocemos todos, Peter Pan, la gran aventura (2003) crea un mundo de cero, con los mismos elementos, pero totalmente distinto, incluso el Peter protagonista es más astuto y pícaro del que tenemos acostumbrado. Manipula y, en un momento, llega a convertirse en el malo de la película, inspirado por el odio. Es sensacional. Ese Peter Pan que no puede soportar que Wendy quiera marcharse. "Cuanto más pensaba en mi madre, menos la recordaba" dice la protagonista, en off, mientras sus hermanos se divierten con los niños perdidos. Todo ello sin pausar un momento el ritmo de aventura constante, el reloj, Garfio, Smith, el cocodrilo y todos esos elementos que buscamos ansiosos en todas las adaptaciones de algo que conocemos de sobra.
5. La princesa prometida
Es una de las cumbres de la infancia de tres o cuatro generaciones, siento no descubrir nada nuevo, pero La princesa prometida (Rob Reiner, 1987) es una de las primeras que a muchos de nosotros nos vienen a la cabeza al recordar películas de nuestra puericia. Después, jugando con espadas de madera, todos hemos entonado esa frase mítica antes de dar la última estocada: "Mi nombre es Iñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir", una y otra vez, como Mandy Patinkin en la escena, muchos años antes de convertirse en Saul Berenson. Es cierto que como definición podría entrar dentro de esa mezcla de cuentos de hadas y capa y espada que decía en Robin Hood, príncipe de los ladrones, pero La princesa prometida es mucho más, es una película resabiada en sí misma, se trata de un cuento puro y duro, un relato que es consciente de sí mismo. Como tal, tenemos al mismísimo Colombo (Peter Falk) contándole la historia a su nieto que, como nosotros, se adelanta en los clichés que esperamos y que el abuelo trata de redirigir para darle emoción al asunto, y vaya si funciona. El ver esta historia de amor, puramente romántica y clásica –el director nos sorprendería con títulos como Cuando Harry encontró a Sally (1989) o El presidente y Miss Wade (1995)–, desde los ojos de un niño que termina emocionándose con el beso final entre Robin Wright y Cary Elwes, es lo que convierte al film en un clásico. Ese niño somos todos nosotros, expectantes, cautivados por las andaduras de un galán enmascarado, un español en busca de venganza y un gigante torpón. La película está en la línea de La historia interminable (Wolfgang Petersen, 1984), que también nos ha dejado frases memorables, además de su pegadiza canción, y con la que comparte ese punto de vista ajeno a la historia central, desde un niño que vive la aventura leyendo el libro de la historia interminable. Duendes, oráculos, fantasía, etc. Estamos en otro tipo de mundos, también fascinantes e inolvidables. El clásico alemán de Petersen no hace pensar en todas esas películas que habrán caído en el olvido, yo por ejemplo recuerdo que me hubo un par de películas completamente desconocidas en el mercado español, que me deslumbraron en su momento: Bibi, la pequeña bruja (Hermione Huntgeburth, 2002) y su secuela, donde embrujaban con un hechizo que decía algo así como "ekes-ekes". De la generación de La princesa prometida, caben destacar dos películas que podrían ser parte del mismo universo, dos de las grandes creaciones de Jim Henson –si obviamos los teleñecos–, El cristal oscuro (Frank Oz y Jim Henson, 1982) y Dentro del laberinto (Henson, 1986). Todas ellas comparten además una estética similar, donde no importan que se vean los hilos y las costuras, hacen del hilo algo bello, creo que solo los niños pueden disfrutarlas en su estado más puro.
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Su nombre es Iñigo Montoya |
4. El secreto de los hermanos Grimm
Me estoy excediendo demasiado en los textos, pero entiendan que al proponer un solo título se me vienen a la cabeza cientos de imágenes de otras películas que relaciono con ese título y que me parecen igual o más recomendables que la propuesta. Con El secreto de los hermanos Grimm (Terry Gilliam, 2005), llegamos a otra de las grandes obras del terror infantil, la Bellucci convirtiéndose en vieja como si se tratase de El resplandor, el niño con la maldición que pierde el rostro y, por supuesto, esos impostores que juegan a crear leyendas para sus cuentos, una idea fantástica y un susto inicial que veía una y otra vez con mi madre tratando de no asustarnos, pero que siempre nos sorprendía. Las imágenes del genial Terry Gilliam fueron parte de mí antes de conocer siquiera a los Monty Phyton, Las aventuras del barón Münchausen (1988) es otro de esos clásicos con imágenes inolvidables, aunque en mi caso venía heredado del barón animado que disfruté en Las fabulosas aventuras del barón Munchausen (Jean Image, 1979). El film de los hermanos Grimm, que disfruté repetidamente –ya que cuando me gustaba mucho una película solía verla constantemente– cuenta con un fabuloso reparto, rostros que hasta hace bien poco no he relacionado con los actores que los interpretan: Matt Damon y Heath Ledger. La película, aparte del tema didáctico que se desprende de la fabricación de los cuentos, es de por sí un excelente cuento de terror con imágenes que podrían pertenecer a la saga Saw, ninguna de ellas especialmente traumática, aunque ustedes conocen mejor a sus retoños. Ese mismo año se estrenó y vi en el cine –en una de las primeras filas– una de las cintas de animación que más he citado, recordado y visto en los años venideros, La increíble pero cierta historia de Caperucita Roja (Cory y Todd Edwards, 2005) rescata también los personajes de los cuentos para darles una vuelta de tuerca. La imagen de la "abueli" de Caperucita haciendo snowboard es imborrable de cualquier mente. No se la pierdan.
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Una de las criaturas más terroríficas de Gilliam |
3. La vuelta al mundo en 80 días

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Picaporte (Cantinflas) de torero |
2. Monstruos, S.A (y algo de Shin-Chan)

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Heimlich: "Soy una linda mariposa" |
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Nuestros reyes magos: Imanol Arias, José Coronado y Juan Echanove |
1. Stardust
No encuentro un título mejor para encabezar esta lista. Si bien es cierto que formaría parte del tipo de films como La brújula dorada, que crea un mundo imaginario lleno de leyendas y seres fantásticos, Stardust (Matthew Vaughn, 2007) es en realidad un compendio de todo lo que habita en la fabulosa mente de los niños, brujas, estrellas, reyes, magia, artes marciales, piratas, sinceramente creo que no falta absolutamente nada en la película. Por tener tiene hasta un trilero de doble moral brillantemente interpretado por Ricky Gervais. ¿La escena imborrable? Robert DeNiro bailando al ritmo del Can Can de Offenbach mientras se prueba vestidos. Desde que vi la película en el cine, con mi padre, se ha convertido en un clásico que guardo ahora, como oro en paño, en su edición metálica. La historia de amor de Tristán (Charlie Cox), tratada prácticamente como una tragedia shakesperiana, ahogado entre la belleza feroz de Sienna Miller y la dulce Claire Danes, pocos años antes de convertirse en la agente bipolar más conocida de la CIA. La trama por la herencia del reino, iniciada por la fantástica escena de Peter O'Toole lanzando el colgante que hace bajar a la estrella, dota a la película de una grandilocuencia que la acompaña brillantemente durante toda la historia. Por otro lado, David Kelly –el viejo abuelo de Charlie en Charlie y la fábrica de chocolate (Tim Burton, 2005)– como guardián del muro nos lleva a ese tono tan particular, lleno de humor y que es imposible de explicar, hay que entrar en él y disfrutarlo. Vuelve el año 2007, el más grande en el cine de mi infancia, ahora con Michelle Pfeiffer para recordarme aquella pregunta que le hice a mi bisabuela: "¿Por qué todas las guapas son malas?". Siento si he divagado demasiado, pero pienso que todos los títulos mencionados son una buena opción y, con el camino que lleva esta cuarentena, parece que nos va a dar tiempo a disfrutarlo todo. Además, la mayoría no tiene porqué leerlo todo, le bastará con copiar los títulos y darles al play. Trataré de ser más breve en mis próximas recomendaciones. ¡Feliz confinamiento!
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