martes, 4 de febrero de 2020

Alguien de su Cuerda

El fallecimiento de José Luis Cuerda me ha pillado en la escuela de cine, el último sitio donde coincidí con él hace algunos meses, cuando presentaba Tiempo después, última película que tuvimos la suerte de poder ver antes que el resto de los mortales. Se me ha acelerado el corazón, por un momento he pensado lo que significaba para mí y para el cine seguir sin Cuerda, a quien no solo le debemos su cine, su humor y una dialéctica propia de los grandes pensadores griegos, sino también el descubrimiento de otro grandísimo cineasta, como es Alejandro Amenábar, a quien le produjo sus primeras películas tras fijarse en la dirección de un corto que le habían llevado para que eligiese a su actriz. El legado de José Luis Cuerda es uno de los más ricos en cuanto a amplitud y recorrido, su obra abarca desde lo más enraizado del humor castizo (nunca surrealista, como él se cansó de repetir) hasta la que es para mi una de las grandes obras de la cinematografía española, no en muchas ocasiones recordada, La marrana. Cuerda, en el año 1992, decide volver al siglo de oro y narrar su propia oda a la picaresca española, con Antonio Resines, Alfredo Landa y una marrana como protagonistas principales. El director de Amanece, que no es poco jugaba en otra liga, donde ya quedaban pocos de su cuerda, donde el resto de los mortales veían humor surrealista, un porquesí, él había compuesto una comedia rural ateniéndose al significado puro de la palabra. "Un hombre muy enraizado a su tierra es un tío plantado en un bancal", aclararía el propio cineasta respecto a las divertidas situaciones que se muestran en sus películas más divertidas, desde el telefilm Total a Tiempo después, pasando por la que es mi favorita, el sindiós que compone Así en el Cielo como en la  Tierra. Aquel alcalde colgado, las elecciones a puta, la oda a la calabaza, el obispo cantando el Apocalipsis o la labia de los barberos, son situaciones, canciones, fragmentos de nuestro cine que se han convertido también en fragmentos indispensables de mi vida.

En el rodaje de La marrana

Cuerda dedicaba sus obras acompañando su firma de caracoles, tal vez porque nos veía demasiado lentos, tal vez por su amor a la tierra –en el sentido más botánico de la palabra–. Lo importante es que en toda ella se retrató como un auténtico defensor de la libertad "y que cada uno piense lo que quiera", que diría él. En ese último encuentro en la escuela de cine, en la que, después de las inquisitivas preguntas de algún alumno aventajado que quería saber por qué había hecho esto o lo otro, respondió sonoramente: "¡Qué gilipolleces preguntáis, porque me salió de los cojones!". Tuve la suerte de coincidir con él en varias ocasiones, siempre serio, componiendo la figura de un cineasta importante, razonando la máxima expresión del humor. Sus tuits, de los que publicó un libro, fueron los últimos aforismos de su cordura ("En mis tiempos los gilipollas no gritaban tan alto"). Lo cierto es que cuando estuve con él no podía imaginarle como el director de Amanece... o Total, me recordaba a la imagen del profesor de La lengua de las mariposas o tras las cámaras de Los girasoles ciegos, obras sabias y de una increíble belleza, delicada, sutil. ¡Qué parece que nos venía de nuevas La trinchera infinita! Disfruté también Todo es silencio, como una rareza dentro de su filmografía a la que miré como quien espera que su abuelo continúe contando sus historias. Ya no hay más. Casi no hubo la última, le costaba encontrar dinero. Cuerda, utilizando la retórica de lo obvio, huía precisamente de la propia retórica para alcanzar el tallo de la verdad. Así compuso su obra, sus razones, su ser. Ahora, que nos quedamos huérfanos, nos damos cuenta de que todos somos contingentes, pero Cuerda era necesario. (No he leído todavía esta gracia, pero supongo que se repetirá en algún que otro obituario). "No voy a grabar una entrevista con una muñeca", me dijo en una ocasión, líbroles del tono y el contexto para su deleite.

Tiempo después