Pocas películas han reflejado una relación sentimental del siglo XXI como "Amar" (Esteban Crespo, 2017), desde la completa falta de inocencia (aquella fantasía inestimable que ya solo parece residir en las comedias románticas) a la profunda y rabiosa desesperación de la ruptura, esta sí, algo excesiva en el metraje, lo que no hace más que aportar el sentido trágico del drama, un recurso casi teatral que nos recuerda que estamos ante un elemento de ficción, una obra creada, no un documental ni nada que se le parezca. "Amar" es entrega absoluta, una historia que rebosa luz desde su primera —y desconcertante— escena, y que se apaga ante un destino que se muestra irremediable desde el primer momento, quizás ese sea su mayor punto de desagrado hacia el público, la destrucción de la esperanza desde prácticamente el primer fotograma. Esteban Crespo levanta este proyecto tras su nominación al Oscar al Mejor Cortometraje por "Aquel no era yo" (2012), aunque nazca a partir del cortometraje que escribió junto a Juan Carlos Carmona con el mismo título, "Amar" (2005), que no es otro que el comienzo del largometraje que ahora se estrena en salas, cambian algunas determinaciones y actitudes pero el resultado termina por ser el mismo, un punto de partida unificador que marcará el profundo sentimiento de dolor que se irá desmenuzando sobre el resto de la película. La juventud, la inmadurez o el propio juego de acercarse a la madurez son el bonito esqueleto que construye esta relación de una pasión tan intensa como fugaz.
El relato es clarificador, una historia clásica que juega con los sentimientos y con las (malas) decisiones, Esteban Crespo se alía con su director de foto, Ángel Amorós, para clavar esa imagen limpia y juvenil, de lo que acabará por tornarse en sórdido y desesperanzador tan solo con unos tonos de diferencia. La relación central del film es tan fuerte que hasta entorpecen las "aburridas" y complicadas relaciones de adultos, aunque como espectadores no tenga precio esa divertida —por no decir traumática y de esquivez hacia la historia— escena con Natalia Tena y Nacho Fresneda actuando como padres que son, poniendo a la vez la dosis de veteranía interpretativa y anteponiéndose así a tanta hormona liberada. A partir de ese momento la historia comienza una pendiente hacia lo épico que casi nos desencaja, las fiestas, el autobús, la fuga del tanatorio y esa cumbre con nombre de capítulo —irreverente— de una novela de Pérez-Reverte: "La cama del rey". De aquí pueden partir algunas críticas que he leído en las que se hablaba de "falta de decisión", "momentos de exceso" y "desequilibrada", completamente de acuerdo con estos críticos que no han hecho más que definir lo que es una relación de juventud. Para lo que, en mi opinión, el trabajo de filtración, documentación e incluso voyeurístico de Esteban Crespo resulta inmejorable, con decisiones brillantes como la de esos dos protagonistas, María Pedraza y Pol Monen, asilvestrados y prácticamente noveles ante las cámaras. Si algo hay que agradecer a Crespo es esa Greta Fernández, radiante en su perversión como amiga de confidencias, a la que veremos este año en "No sé decir adiós" (Lino Escalera) y "La enfermedad del domingo" (Ramón Salazar).
De verdad, excentricidades a parte, es una buena película. |
El relato es clarificador, una historia clásica que juega con los sentimientos y con las (malas) decisiones, Esteban Crespo se alía con su director de foto, Ángel Amorós, para clavar esa imagen limpia y juvenil, de lo que acabará por tornarse en sórdido y desesperanzador tan solo con unos tonos de diferencia. La relación central del film es tan fuerte que hasta entorpecen las "aburridas" y complicadas relaciones de adultos, aunque como espectadores no tenga precio esa divertida —por no decir traumática y de esquivez hacia la historia— escena con Natalia Tena y Nacho Fresneda actuando como padres que son, poniendo a la vez la dosis de veteranía interpretativa y anteponiéndose así a tanta hormona liberada. A partir de ese momento la historia comienza una pendiente hacia lo épico que casi nos desencaja, las fiestas, el autobús, la fuga del tanatorio y esa cumbre con nombre de capítulo —irreverente— de una novela de Pérez-Reverte: "La cama del rey". De aquí pueden partir algunas críticas que he leído en las que se hablaba de "falta de decisión", "momentos de exceso" y "desequilibrada", completamente de acuerdo con estos críticos que no han hecho más que definir lo que es una relación de juventud. Para lo que, en mi opinión, el trabajo de filtración, documentación e incluso voyeurístico de Esteban Crespo resulta inmejorable, con decisiones brillantes como la de esos dos protagonistas, María Pedraza y Pol Monen, asilvestrados y prácticamente noveles ante las cámaras. Si algo hay que agradecer a Crespo es esa Greta Fernández, radiante en su perversión como amiga de confidencias, a la que veremos este año en "No sé decir adiós" (Lino Escalera) y "La enfermedad del domingo" (Ramón Salazar).
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