Decía Oscar Wilde en "La importancia de llamarse Ernesto" (1895) algo así como que nunca cambiaba, excepto en sus afectos. Kirk Douglas cumple hoy un centenario de vida y parece no haber cambiado en absoluto, excepto tal vez en sus afectos. Dos mujeres y cuatro hijos después con sus respectivas esposas (algunas valen por dos) parece que estamos ante la efigie del gran Kirk, el gladiador, el tramposo y el coronel. Aunque a simple vista no sepamos diferenciar entre Espartaco y la Katherine Helmond de "Brazil" (Terry Gilliam, 1985), uno de los grandes referentes en lo que a cirugía plástica cinematográfica respecta. El señor Douglas fue el primero en comprender la importancia de llamarse Kirk para triunfar en el caldo de Hollywood, donde su auténtico nombre, Issur Danielovitch, hubiese sonado a comunista acérrimo y probablemente hubiese sido víctima de la pluma de Hedda Hopper, mucho más peligrosa que el Comité de Actividades Antiamericanas. Prosiblemente el nombre nació de una brillante mente publicitaria, como la del visionario Hal B. Wallis, quien terminaría ofreciéndole su primer papel relevante en el cine con "El extraño amor de Martha Ivers" (Lewis Milestones, 1946). Pronto todos descubrimos que no era un galán habitual, había algo místico en esa barbilla que nació para hacerle la competencia a Cary Grant, entonces aparecieron el Método y los grandes papeles que le alejaron de la popularidad que en aquellos años disfrutaban los intérpretes de comedia, ganándose así el respeto del público y la crítica. Después de estos cien años sin duda pasará a la historia por ser el único actor al que se le resistió un Oscar por un biopic, ni "Champion" (Mark Robson, 1949) ni "El loco del pelo rojo" (Vicente Minnelli , 1956) lograron otorgarle el tan preciado galardón. Más tarde la Academia le concedería el Oscar Honorífico en 1996, en un momento de crisis de salud, aunque ya han pasado veinte años y el actor sigue en plena forma, en 2011 hizo su última aparición en estos premios, bromeando sobre su relación con los mismos.
En estos últimos años hemos podido verle en las grandes celebraciones familiares que Catherine Zeta-Jones comparte en las redes sociales, últimamente proponiéndonos el juego de las siete diferencias entre Kirk y Michael, su hijo, a cada cual más avejentado. Entre el Honorífico, el Oscar de Michael Douglas como productor de "Alguien voló sobre el nido del cuco" (Milos Forman, 1975) y el de actor por "Wall Street" (Oliver Stone, 1987), éste sería la auténtica compensación de la Academia a Kirk, y el Oscar a la Mejor Actriz de Reparto de la nuera por "Chicago" (Rob Marshall, 2002) hacen que un 4% de su vida sean los premios que la Academia dedicó a toda su prole reconociendo si figura como la del último actor del cine clásico, que aún hoy continua sonriendo, aunque parezca que físicamente no pueda dejar de hacerlo. Si se recordará eternamente a Kirk será gracias a dos grandes genios de Hollywood, dos nombres que aparentemente no tienen nada en común y que hicieron del hombre del hoyuelo en la barbilla una auténtica estrella. Joseph L. Mankiewicz es uno de los más grandes de la industria, a lo largo de su carrera tuvo varias etapas de esplendor y en todas ellas se vio el rostro de Douglas. La primera en "Carta a tres esposas" (Mankiewicz, 1949) un clásico intemporal que miraba con humor las screwball comedias de Hawks y Cukor, y la segunda, más madura y personal, con "El día de los tramposos" (Mankiewicz, 1970). El otro genio fue Stanley Kubrick, casi un colega con el que levantó dos de sus proyectos más personales, pues iban más allá de lo que transcurría en la pantalla. Con "Senderos de gloria" (Kubrick, 1957) vimos la estrategia militar desde un lado completamente diferente, dando lugar a una interminable época de cine bélico que dio a la industria algunos de sus mejores clásicos. Con "Espartaco" (Kubrick, 1960), Douglas se entregó como productor y ofreció la mayor lucha para terminar con la Caza de Brujas, comenzando por destacar en los créditos el nombre de Dalton Trumbo, uno de los diez de Hollywood. Recientemente declararía el actor: "Mi mayor logro ha sido acabar con las listas negras". Decenas de cintas más le confirman como uno de los más grandes, "El gran carnaval" (Billy Wilder, 1951), "Acto de amor" (Anatole Litvak, 1953) o su mítica "20.000 leguas de viaje submarino" (Richard Fleischer, 1954). Incluso Fernando Trueba le ha hecho compartir escena con Penélope Cruz en "La Reina de España" (2016), por lo que hoy, cien años después, más que vivo, que también, se confirma como eterno.
En estos últimos años hemos podido verle en las grandes celebraciones familiares que Catherine Zeta-Jones comparte en las redes sociales, últimamente proponiéndonos el juego de las siete diferencias entre Kirk y Michael, su hijo, a cada cual más avejentado. Entre el Honorífico, el Oscar de Michael Douglas como productor de "Alguien voló sobre el nido del cuco" (Milos Forman, 1975) y el de actor por "Wall Street" (Oliver Stone, 1987), éste sería la auténtica compensación de la Academia a Kirk, y el Oscar a la Mejor Actriz de Reparto de la nuera por "Chicago" (Rob Marshall, 2002) hacen que un 4% de su vida sean los premios que la Academia dedicó a toda su prole reconociendo si figura como la del último actor del cine clásico, que aún hoy continua sonriendo, aunque parezca que físicamente no pueda dejar de hacerlo. Si se recordará eternamente a Kirk será gracias a dos grandes genios de Hollywood, dos nombres que aparentemente no tienen nada en común y que hicieron del hombre del hoyuelo en la barbilla una auténtica estrella. Joseph L. Mankiewicz es uno de los más grandes de la industria, a lo largo de su carrera tuvo varias etapas de esplendor y en todas ellas se vio el rostro de Douglas. La primera en "Carta a tres esposas" (Mankiewicz, 1949) un clásico intemporal que miraba con humor las screwball comedias de Hawks y Cukor, y la segunda, más madura y personal, con "El día de los tramposos" (Mankiewicz, 1970). El otro genio fue Stanley Kubrick, casi un colega con el que levantó dos de sus proyectos más personales, pues iban más allá de lo que transcurría en la pantalla. Con "Senderos de gloria" (Kubrick, 1957) vimos la estrategia militar desde un lado completamente diferente, dando lugar a una interminable época de cine bélico que dio a la industria algunos de sus mejores clásicos. Con "Espartaco" (Kubrick, 1960), Douglas se entregó como productor y ofreció la mayor lucha para terminar con la Caza de Brujas, comenzando por destacar en los créditos el nombre de Dalton Trumbo, uno de los diez de Hollywood. Recientemente declararía el actor: "Mi mayor logro ha sido acabar con las listas negras". Decenas de cintas más le confirman como uno de los más grandes, "El gran carnaval" (Billy Wilder, 1951), "Acto de amor" (Anatole Litvak, 1953) o su mítica "20.000 leguas de viaje submarino" (Richard Fleischer, 1954). Incluso Fernando Trueba le ha hecho compartir escena con Penélope Cruz en "La Reina de España" (2016), por lo que hoy, cien años después, más que vivo, que también, se confirma como eterno.
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