viernes, 12 de agosto de 2016

Mi razón para amar el cine


En verano las posibilidades cinematográficas merman ante las circunstancias. Enormes barrigas sostenidas por flotadores con forma de muñeca y sombrillas con estampados almodovarianos que vuelan por la playa dispuestas a empalar a más de un dominguero componen el mayor espectáculo veraniego, un panorama engrandecido ante cualquier ficción ridícula en la era del remake. En el verano el cine permanece conservado en vinagre, los nuevos estrenos se componen principalmente de basura hollywoodiense, antes uno podía imaginar que esta clase de cintas se componían del celuloide sobrante de las grandes películas del pasado año, ahora, en los tiempos del digital, comprobamos que es morralla pensada para rellenar las salas durante la época estival. Los cines de verano suelen hacer lo propio pero con la morralla que se nos había escapado durante el invierno, o directamente reciclando la del año pasado. Algunas producciones interesantes sufren la terrible consecuencia de estrenarse en estas fechas, incluso la magnífica “Escuadrón Suicida” (David Ayer, 2016) se ha visto en estas terribles circunstancias al ir atrasando su fecha de estreno inicial. Después de todo no cabe duda de que cuando azota el calor y se escuchan las olas marinas de fondo es la lectura la gran triunfadora, el paleto playero más sofisticado tiene entre sus manos (o encima de la toalla para aparentar) un gran tomo de cualquier novela barata, best seller los llaman. Como cualquiera de ellos, para no llamar excesivamente la atención, yo saco mis revistas de cine y me regodeo en las entrevistas y fotografías de nuestros actores favoritos, siguiendo con especial interés los In Memorian o cuando los cineastas son santos.


Después de leerme toda la prensa cinematográfica, del Fotogramas al Caimán Cuadernos de Cine, descubro que me falta una de las esenciales, el especial de julio de la revista CINEMANÍA, dándolo por perdido me sumerjo en los números de agosto adquiridos en la ciudad. Bendita sea la mala comunicación de los pueblos que, cuando llego, descubro que la librería / droguería / quiosco/ juguetería aún no ha renovado sus ventas mensuales, por fin puedo leer y releer las “250 razones para amar el cine” un título tan sugerente y atrevido como lo es su interior, la astuta capacidad de fabricar un especial sin romper la estructura editorial de la revista. Cuando uno termina comienza a pensar en el cine, una pasión, una necesidad, la imaginación en pleno funcionamiento durante la elaboración de un guión y la alegría de rodar. Pero, ¿por qué ama uno el cine? ¿qué hace que las películas, los actores, los directores, las historias tengan un sabor irresistible para algunos? En mi caso, como se viene comprobando en este blog, la primera razón que me hizo amar al cine, es una razón con nombre propio: Jorge Berlanga. Siempre agradeceré a todas las personas que me introdujeron al cine, mis abuelos que me hicieron reírme cuando era un infante con las charlotadas de Chaplin, mi abuela escondiendo las películas de “X-Men” (Bryan Singer, 2000) para que viese “Kill Bill” (Quentin Tarantino, 2003) o mi bisabuela haciendo uso de su inmensa memoria narrándome las fantásticas triquiñuelas de los actores clásicos (de los rizos de Shirley Temple a la pierna ausente de Herbert Marshall). Pero Jorge merece un puesto especial, el de celestina, primero con las publicaciones cinéfilo-sociales que escribía con su genialidad con asiduidad, después descubriéndome el cine de autor, y cuando lo vio necesario la corriente berlanguiana que me arrastra desde que escuché por primera vez la voz del marqués de Leguineche. 

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