En verano las posibilidades
cinematográficas merman ante las circunstancias. Enormes barrigas sostenidas
por flotadores con forma de muñeca y sombrillas con estampados almodovarianos que vuelan por la playa
dispuestas a empalar a más de un dominguero componen el mayor espectáculo
veraniego, un panorama engrandecido ante cualquier ficción ridícula en la era
del remake. En el verano el cine
permanece conservado en vinagre, los nuevos estrenos se componen principalmente
de basura hollywoodiense, antes uno podía imaginar que esta clase de cintas se
componían del celuloide sobrante de las grandes películas del pasado año,
ahora, en los tiempos del digital, comprobamos que es morralla pensada para
rellenar las salas durante la época estival. Los cines de verano suelen hacer
lo propio pero con la morralla que se nos había escapado durante el invierno, o
directamente reciclando la del año pasado. Algunas producciones interesantes
sufren la terrible consecuencia de estrenarse en estas fechas, incluso la
magnífica “Escuadrón Suicida” (David Ayer, 2016) se ha visto en estas
terribles circunstancias al ir atrasando su fecha de estreno inicial. Después
de todo no cabe duda de que cuando azota el calor y se escuchan las olas
marinas de fondo es la lectura la gran triunfadora, el paleto playero más sofisticado
tiene entre sus manos (o encima de la toalla para aparentar) un gran tomo de
cualquier novela barata, best seller los
llaman. Como cualquiera de ellos, para no llamar excesivamente la atención, yo
saco mis revistas de cine y me regodeo en las entrevistas y fotografías de
nuestros actores favoritos, siguiendo con especial interés los In Memorian o cuando los cineastas son
santos.
Después de leerme toda la
prensa cinematográfica, del Fotogramas al
Caimán Cuadernos de Cine, descubro
que me falta una de las esenciales, el especial de julio de la revista
CINEMANÍA, dándolo por perdido me sumerjo en los números de agosto adquiridos
en la ciudad. Bendita sea la mala comunicación de los pueblos que, cuando
llego, descubro que la librería / droguería / quiosco/ juguetería aún no ha renovado
sus ventas mensuales, por fin puedo leer y releer las “250 razones para amar el cine” un título tan sugerente y atrevido
como lo es su interior, la astuta capacidad de fabricar un especial sin romper
la estructura editorial de la revista. Cuando uno termina comienza a pensar en
el cine, una pasión, una necesidad, la imaginación en pleno funcionamiento
durante la elaboración de un guión y la alegría de rodar. Pero, ¿por qué ama
uno el cine? ¿qué hace que las películas, los actores, los directores, las
historias tengan un sabor irresistible para algunos? En mi caso, como se viene
comprobando en este blog, la primera razón que me hizo amar al cine, es una
razón con nombre propio: Jorge Berlanga.
Siempre agradeceré a todas las personas que me introdujeron al cine, mis
abuelos que me hicieron reírme cuando era un infante con las charlotadas de Chaplin, mi abuela
escondiendo las películas de “X-Men”
(Bryan Singer, 2000) para que viese “Kill
Bill” (Quentin Tarantino, 2003) o mi bisabuela haciendo uso de su inmensa
memoria narrándome las fantásticas triquiñuelas de los actores clásicos (de los
rizos de Shirley Temple a la pierna ausente de Herbert Marshall). Pero Jorge
merece un puesto especial, el de celestina, primero con las publicaciones cinéfilo-sociales
que escribía con su genialidad con asiduidad, después descubriéndome el cine de
autor, y cuando lo vio necesario la corriente berlanguiana que me arrastra desde que escuché por primera vez la
voz del marqués de Leguineche.
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