Durante años el cine ha ido adaptando un esquema familiar a su propia plantilla, a lo largo de su historia, nuestra historia, el cine ha creado su propio lenguaje, una visión escéptica de nuestra propia vida, perfilada con lo que insisten en llamar "ficción", que no es más que la intimidad de cada uno o cuando los creadores tienen acceso a las extravagancias de las familias ajenas. Según pasan los años uno es capaz de ver mucho material visual, dentro del cual se encuentra una dimensión personal y reveladora, la de las fotografías familiares, un pasado que permanece en la mirada y la sonrisa de sus supervivientes (ojos de cristal y dentadura postiza a parte), en su mayoría de acuerdo con el refrán que reza "cualquier tiempo pasado fue mejor". Una curiosidad terrible me consumía cuando en la mayoría de esas fotografías encontraba un rostro que se repetía, en cada celebración familiar aparecía ella, una mujer con rostro agradable y sugerente peinado que me llamaba la atención cada vez que la veía inmortalizada entre mis seres queridos, a los que se unió rápidamente por su afán de compartir iglesias y canapés con ellos. Comencé mis investigaciones, su nombre fue sencillo de encontrar Helena Carvallo, no tanto de escribir pues hube de remitirme a los descartes de sus invitaciones de boda para comprobar que ella gustaba de escribir su nombre con "H" française. El otro nombre que presidía la invitación, Marcos de Orueta y Arrese, sería mi nexo con aquella fantástica señora que, tras corregir la errata, se casó convirtiéndose así en mi tía bisabuela, ya por siempre nuestra tía Helena.
En ese momento quedé fascinado con ella, su aparición en el papel satinado aumentaba hasta que mi imaginación comenzó a soñar con ese personaje familiar tan cinematográfico. Su origen francés y el ambiente que le rodeaba en la fotografías me remitió inmediatamente a "El año pasado en Marienbad" (Alan Resnais, 1961), la elegancia de lo desconocido, lo sublime como la perfecta normalización del ser, no me era difícil imaginar a mi tía Helena jugando con Giorgio Albertazzi frente al objetivo de Resnais. Aunque probablemente hubiera preferido encontrarme con una divertida exiliada francesa a lo Carmen Carbonell en "Nacional III" (Luis García Berlanga, 1982), deslumbrante aparición en la costa de Biarritz. Cuando, por casualidad, fui invitado a comer con ella mi imaginación comenzó a recorrer todos los escenarios posibles, desde las amables y asesinas tías de Cary Grant en "Arsénico por compasión" (Frank Capra, 1944), cargadas de un brillante humor (que hoy tacharían de negro), hasta la Princesa Dragomiroff, una tía abuela oculta en el "Asesinato en el Orient Express" de Agatha Christie. Desde luego prefería cualquier extravagancia a la sostenida tirantez de Angela Lansbury en "La niñera mágica" (Kirk Jones, 2006), cuando llegó el momento y la vi por primera vez me pareció ver a su compatriota Jeanne Moreau surcando la nouvelle vague con su rubia melena. Superó todas las expectativas, convirtiéndose en la mejor tía bisabuela que cualquier admirador de las fotografías antiguas pueda soñar, una mujer divertida, abierta a cualquier conversación, pues su cultura (auténtica, no de manual como algunos pedantes ilustres demuestran con asiduidad) serviría para completar el menú-conversación que los Monty Python servían con gran lucidez en "El sentido de la vida" (Terry Jones, 1983).
Antes hablaba de la curiosidad, la que me llevó a conocer a mi tía Helena, claro que parece que ésta —la curiosidad, digo— lo mismo mata a un gato que a mí tía, no llevaba más de un año de relación directa, con cuatro o cinco encuentros, cuando, hace unos días me llega la noticia de su fallecimiento. Una dura y amarga noticia que permite que al menos me lleve el gran recuerdo que siempre busqué, una relación idealizada que ella superó con creces con la alegría y jovialidad que le acompañaban a sus 92 años. Una mujer enérgica y moderna, la última vez que estuve con ella repasó conmigo sus series favoritas, cuál sería mi sorpresa al escuchar títulos como "Breaking Bad", muestra de su insaciable amor por la cultura que siempre abrazó. La primera vez que la vi estaba como loca por ver una película que llevaba algunos días en cartel y cuya pequeña distribución no le iba a permitir estacionarse en las salas mucho más, el título era "Hablar" (Joaquín Oristrell, 2015), no tardó en ir a verla. Yo la vi hace unas semanas, en DVD y me acordé de la tía Helena, me sorprendió, me fascinó, era un experimento genial, un retrato magistral de nuestro ahora y la perfecta metáfora de mi deseo. Hablar, haber hablado más, hablar, conocer, aprender, disfrutar, hablar. Con la muerte de mi tía Helena descubro su título como Condesa de la Rochelambert y alguna que otra anécdota que me hace componer mi ideal de ella con alguna pizca berlanguiana, mirada desde el mordaz retrato de la burguesía de Buñuel. Todo es ridículo sacado de contexto, pero lo es aún más dentro de él, por ello me alegro de haber conocido a mi tía Helena, fuera y dentro, comprobando que ella más que el todo, era el propio contexto.
En ese momento quedé fascinado con ella, su aparición en el papel satinado aumentaba hasta que mi imaginación comenzó a soñar con ese personaje familiar tan cinematográfico. Su origen francés y el ambiente que le rodeaba en la fotografías me remitió inmediatamente a "El año pasado en Marienbad" (Alan Resnais, 1961), la elegancia de lo desconocido, lo sublime como la perfecta normalización del ser, no me era difícil imaginar a mi tía Helena jugando con Giorgio Albertazzi frente al objetivo de Resnais. Aunque probablemente hubiera preferido encontrarme con una divertida exiliada francesa a lo Carmen Carbonell en "Nacional III" (Luis García Berlanga, 1982), deslumbrante aparición en la costa de Biarritz. Cuando, por casualidad, fui invitado a comer con ella mi imaginación comenzó a recorrer todos los escenarios posibles, desde las amables y asesinas tías de Cary Grant en "Arsénico por compasión" (Frank Capra, 1944), cargadas de un brillante humor (que hoy tacharían de negro), hasta la Princesa Dragomiroff, una tía abuela oculta en el "Asesinato en el Orient Express" de Agatha Christie. Desde luego prefería cualquier extravagancia a la sostenida tirantez de Angela Lansbury en "La niñera mágica" (Kirk Jones, 2006), cuando llegó el momento y la vi por primera vez me pareció ver a su compatriota Jeanne Moreau surcando la nouvelle vague con su rubia melena. Superó todas las expectativas, convirtiéndose en la mejor tía bisabuela que cualquier admirador de las fotografías antiguas pueda soñar, una mujer divertida, abierta a cualquier conversación, pues su cultura (auténtica, no de manual como algunos pedantes ilustres demuestran con asiduidad) serviría para completar el menú-conversación que los Monty Python servían con gran lucidez en "El sentido de la vida" (Terry Jones, 1983).
No hay comentarios:
Publicar un comentario