Su mirada quedó impávida ante la proyección de su rostro en
el espejo, era su cara, su misma nariz aguileña, su misma boca torcida y las
ojeras de todas la mañanas. Sin embargo no era su reflejo, se veía dentro del
espejo, no era capaz de escapar, vio como se iba de baño y como desaparecía su
imagen, pero él quedaba al otro lado del espejo. Para su desgracia aquel lado del espejo no era tan maravilloso como lo pintaba Lewis Carroll, más bien se asemejaba a la extraña sensación que recorre el cuerpo cuando el ascensor queda bloqueado entre dos pisos, no es exactamente claustrofobia. Uno está ahí dentro, el sentimiento que transmitía ese lado del espejo era similar a la perplejidad de uno al ver que lleva quince minutos tocando la alarma del ascensor y le el cartel del al lado: Me voy dos semanas de vacaciones. Siento las molestias. Firmado, el portero. Recordó entonces una película, “La rosa púrpura del Cairo” (Woody Allen, 1985) creo que se llamaba, no recordó las
risas que había compartido con la proyección en un viejo cine gijonés, ni tan
siquiera recordó que la protagonista era Mia Farrow, su amor platónico durante
sus años de juventud. Simplemente recordó aquel hombre que huyó de la ficción
para conocer a su amor en nuestro mundo real que, para sorpresa del personaje, no era más que otro cúmulo de mentiras bien organizadas. En la ficción uno se
enfrenta a la mentira incorporándola a su razón, cuando uno vive la propia
mentira es capaz de fundirse con ella hasta no distinguir entre realidad y
ficción. Por eso él odiaba las película
“basadas en hechos reales”.
Pasada la mañana aún permanecía allí, terminó recordando a
Mia Farrow y se dio cuenta de que estaba solo, no había ningún motivo que le
retuviese allí, simplemente estaba. El tiempo pasaba, no podía moverse, ni
siquiera sentía si estaba levantado o sentado, tampoco sabía si veía o
simplemente era la imagen imaginaria de un reflejo. Sí, debía de ser eso, en
toda la mañana nadie había entrado en el baño, ni siquiera la chica de la
limpieza que siempre deja una bayeta en el lavabo para indicar que ha limpiado.
Entonces se vio de la mano de su tía, era la primera vez que iba al cine, sus
padres le habían impedido ir a ver “Bambi” (David Hand, 1942),
había surgido un rumor sobre el comunismo de Walt Disney. Él estaba empeñado en ver la película y su anciana tía, de la que
siempre había tenido una idea de vieja clasista, le llevó a ver otra: “El fantasma y la señora Muir” (Joseph L. Mankiewicz, 1947). Ahí
estaba la solución, el fantasma Rex Harrison existía porque Gene Tierney creía
en él, para ella era una necesidad, un recurso para seguir con su vida alejada
de su familia política. Él no estaba
al otro lado del espejo, sólo creía en ello, pero ¿por qué? De pronto despertó,
alguien le daba codazos en el brazo, todos aplaudían, era el cumpleaños de su
suegra. Es eso, era eso, tiene que
huir de allí, tiene que pasarse al otro lado del espejo. Corrió a su casa, ante
la sorpresa de la viuda alegre y el resto de familiares, entró en el baño –ahí
estaba la bayeta- miró su reflejo, le sonreía.
-the end-
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