Su mirada quedó impávida ante la proyección de su rostro en
el espejo, era su cara, su misma nariz aguileña, su misma boca torcida y las
ojeras de todas la mañanas. Sin embargo no era su reflejo, se veía dentro del
espejo, no era capaz de escapar, vio como se iba de baño y como desaparecía su
imagen, pero él quedaba al otro lado del espejo. Para su desgracia aquel lado del espejo no era tan maravilloso como lo pintaba Lewis Carroll, más bien se asemejaba a la extraña sensación que recorre el cuerpo cuando el ascensor queda bloqueado entre dos pisos, no es exactamente claustrofobia. Uno está ahí dentro, el sentimiento que transmitía ese lado del espejo era similar a la perplejidad de uno al ver que lleva quince minutos tocando la alarma del ascensor y le el cartel del al lado: Me voy dos semanas de vacaciones. Siento las molestias. Firmado, el portero. Recordó entonces una película, “La rosa púrpura del Cairo” (Woody Allen, 1985) creo que se llamaba, no recordó las
risas que había compartido con la proyección en un viejo cine gijonés, ni tan
siquiera recordó que la protagonista era Mia Farrow, su amor platónico durante
sus años de juventud. Simplemente recordó aquel hombre que huyó de la ficción
para conocer a su amor en nuestro mundo real que, para sorpresa del personaje, no era más que otro cúmulo de mentiras bien organizadas. En la ficción uno se
enfrenta a la mentira incorporándola a su razón, cuando uno vive la propia
mentira es capaz de fundirse con ella hasta no distinguir entre realidad y
ficción. Por eso él odiaba las película
“basadas en hechos reales”.

-the end-
No hay comentarios:
Publicar un comentario