jueves, 17 de enero de 2019

Obituarios


Siempre he sentido una atracción innata por los obituarios, tanto para leerlos como para escribirlos. Hay algo enternecedor en las palabras que se desprenden del teclado hacia un "recién muerto" como diría Igor en "El jovencito Frankenstein" (Mel Brooks, 1974), cuya adaptación ahora triunfa en madrileño Teatro EDP Gran Vía —sugerente patrocinio para el antiguo Teatro de la Luz—. Retomando el hilo. Más allá de las bonitas palabras que siempre surgen en el recuerdo de un difunto, hay algo de morbo en esta rama periodística, más incluso que en la sección de sucesos donde cientos de periodistas se agolpan al rededor de un pozo de 25 centímetros de diámetro. Lo primero que miro todos los años en Wikipedia es el primer muerto, este año el puesto ha sido para Ludwig W. Adame, historiador austríaco reconocido por su estudio de Oriente Medio y Afganistán. La muerte es también una enorme fuente de conocimiento, obviamente no para el finado sino para aquellos que leen sobre la vida del mismo. ¿Hubiera conocido al profesor Adame si no hubiese fallecido el 1 de enero de 2019? Probablemente no. Como tampoco me hubiese enterado del lanzamiento del último disco de David BowieBlackstar— si él no hubiera fallecido dos días después. Aún siendo un gran admirador de su persona, lo cierto es que tenía su actualidad musical un poco perdida aquel 8 de enero de 2016. La muerte nos acerca a las personas. Pero cuando las conoces es distinto, el morbo está en la disección discreta de un cadáver admirado. Si conocemos las luces y sombras del muerto nos convertimos en confidentes de una vida que termina perteneciéndonos. No me gusta escribir obituarios cuando he conocido al protagonista del artículo, sin embargo, es en esos momentos cuando sentimos la necesidad de escribir.

A 17 de enero ya he recibido la noticia del fallecimientos de tres personas conocidas: un vecino, un político y un amigo de la familia. Todas ellas me han afectado en mayor o menor medida, sólo con una he llorado —y este será el único detalle morboso que verán en este artículo—. No obstante, las tres muertes me han demostrado que según vamos enterrando a nuestros seres queridos nuestra actitud empieza a adquirir un importante grado de inviolabilidad. No es que nos importe menos, sino que el acto de morir deja de impresionarnos, que no de afectarnos. Pero, con el tiempo, los funerales empiezan a convertirse en actos sociales que sólo impresionan a los niños y al servicio. Mi abuelo empezó asistir prácticamente todas las semanas al funeral de un amigo, hasta que el suyo fue inevitable. Las tres personas conocidas que nos han dejado estos días compartían entre ellas una relativa juventud, todas estaban en la peligrosa franja de los "setenta y...", uno venía enfermo, pero los otros dos han sorprendido a familiares y amigos con su repentina muerte. Hace unos días un grupo de ancianos discutía en un típico bar español porque eran impares para jugar al mus, había fallecido uno de ellos y ahora se veían en ese dilema, cuando de repente uno se levantó y dijo con sorna: "No os preocupéis, la semana que viene volveremos a ser pares". Una cruel imagen castiza que a mi parecer define perfectamente nuestra relación con la muerte. La muerte es no poder volver a hablar con una persona. Por eso sentimos la necesidad de escribir obituarios, de recordarles, porque es una manera de estar con ellos, de hablar con ellos.


La primera de esas tres personas en fallecer fue Carlos de la Torre, el pasado 7 de enero. Parece mentira que le esté recordando, parece mentira que no esté. Crecí cerca de su figura, un hombre elegante, siempre de buen humor, cabecilla en las reuniones, amigo de sus amigos, era el bon vivant por antonomasia. Su nombre está ahora mismo en todos los kioskos, pues fue el primero en quién pensé para la despedida de Embassy que organicé con María Jesús Manrique —viuda del gran Berlanga—, comida que relato en el artículo que se publica en el actual número de Vanity Fair. Carlos era uno de los personajes de la jet set madrileña, siempre había estado ahí y guardaba anécdotas brillantes, historias de nuestra historia, que contaba con toda naturalidad. Quedó retratado como personaje en alguno de esos planos abarrotados que componía Berlanga, porque su cine era un vivo retrato de su círculo personal, vivencias, amigos y anécdotas componían el grueso de sus películas. Y Carlos estaba ahí, pero también estaba en Santoña, donde veraneaba estos últimos años, y en Toledo, de donde se sacó un marquesado cuando una vez le preguntaron en las Fallas de Valencia por su status, para completar una crónica social. Llevaba tiempo sin hablar con él cuando le escribí hace menos de un mes a cuenta del artículo donde salía mencionado, me lo agradeció y dejó pendiente una charla. "Ya hablamos".

Carlos de la Torre (con gafas) en una escena de "Nacional III"

Juan Cueto
Poco después recibía la noticia de la muerte de Juan Cueto, imprescindible en la crónica de la televisión, un gran pensador al que conocí como vecino y al que redescubriría a través de la publicación de una colección de artículos bajo el nombre de "Yo nací con la infamia". Siempre portando su característico bigote. Egoístamente solo puedo pensar en no haber tenido el valor suficiente para cruzar con él algo más que un "buenos días" o un "¿qué tal sigue?" y esas frases poco comprometidas a las que se acostumbran los vecinos. Cueto era un grandísimo periodistas al que descubrí tarde, sin embargo, su sentido del humor sobre el papel es una de las claves que merecen la pena ser recordadas y puestas en valor, en un mundo donde la prensa parece ahogada por lo políticamente correcto. La pluma de Cueto mantenía una facilidad absorbente para incidir en los temas más banales convirtiéndoles en buen periodismo. Así, podía hablar perfectamente de la audiencia de "¿Dónde estás corazón?" con Cantizano como del último spot publicitario de Freixenet.

Vicente "Tini" Álvarez Areces
Por último, hoy he recibido la noticia del fallecimiento de Tini Areces, ex-presidente del Principado de Asturias y senador por el Partido Socialista. Un hombre cercano y una bellísima persona, por encima de sus responsabilidades políticas. Cuando le conocí era Presidente del Principado, estábamos en la Expo de Zaragoza y recuerdo perfectamente como paró el habitual séquito que acompaña a los políticos, para saludar a mi abuelo. Ese mismo día me regaló un pin con la bandera de Asturias —ya saben que el pin es la distinción inequívoca de los políticos—. La última vez que le vi fue hace unos mese, en el funeral de mi abuelo. Me abrazó, nos abrazó. Dijo de mi abuelo que era una persona "afable, simpática y un trabajador de luchó duramente por la empresa. Nos deja una huella imborrable en Gijón, donde tiene una familia muy querida". Vicente Álvarez Areces tampoco se quedaba corto, abanderado siempre por su sonrisa, le recordaré siempre por su cercanía y su amabilidad. Era un hombre querido, a veces poco más se puede decir de un hombre —más incluso si ese hombre es político—. Mis pensamientos están estos días con las familias de Carlos de la Torre, de Juan Cueto y de Tini Areces. No es habitual que un obituario termine con una nota de pésame, pero ya les he dicho que no me gusta escribir obituarios de personas a las que conozco. 

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