Cuán será la mordacidad de
Haneke, que hasta los críticos le han abandonado. Voy molesto a ver su última película,
"Happy End" (Michael Haneke, 2018), acompañado por los malos comentarios de los que extraigo una frase clave: "Una recopilación de las obsesiones del maestro austríaco". Todo gran creador vuelve a sí mismo. Estamos ante un Haneke que se reconoce como maestro y no duda de su eficacia, es más, ironiza sobre su situación como gran director de cine europeo, marca notablemente sus señas de identidad y diseña un mundo puramente
hanekiano. Donde los abuelos ahogan a sus esposas para ahorrarles el dolor de la enfermedad y las niñas abrazan el suicidio. De toda su obra se desprende un fino y exquisito humor negro, especialmente reseñable en este
"Happy End" que viene a demostrarnos que las perdices están sobrevaloradas. Paradójicamente, el hombre que desea morir está perfectamente sano y, a su vez, está interpretado por un moribundo.
Jean-Louis Trintignant podría ser perfectamente un personaje de Haneke. Mientras los actores se despiden de sus carreras para vender mejor su "última" interpretación, Trintignant se ha despedido de la vida. Asegura que no le quedan fuerzas para luchar y que ha empezado un tratamiento alterativo del cáncer que padece con un médico en Marsella. Ha rechazado un papel en la próxima cinta de Bruno Dumont por creer que "no estaría a la altura física del personaje". Su hija Marie fue asesinada "a puñetazos" por su pareja. De
"Funny Games" (Haneke, 1997) a
"Amor" (Haneke, 2012). En este, su
"Happy End", realiza una interpretación clamorosa, brillantemente delicada y salvajemente bestia, la cinta es suya y las escenas que comparte con
Fantine Harduin son puro cine actoral, el mundo se convierte en ellos.
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Haneke dirige una escena clave con Fantine Harduin y Jean-Louis Trintignant |
Sólo por la grandeza que transmite Trintignant cuando aparece en pantalla, parece que las escenas en las que no aparece decaigan en ritmo. Para ello está
Isabelle Huppert, que vuelve al grado de frialdad que acostumbra en las películas de Haneke, vuelve a la burguesa insaciable que araña y rasga las oscuras disciplinas de su clase social. El director convierte a sus personajes en un
thriller, el espectador busca en todo momento los finos hilos que les unen y encaja, como un rompecabezas, las distintas escenas que se van presentando. Otra genialidad del director, que a sus setenta y seis años ha superado a la propia vanguardia, es la entrada al film a través del formato vertical, el de la pantalla de un móvil. El formato del futuro. Haneke continúa abriendo nuevos caminos por medio de sus viejas obsesiones. Está la música clásica, los secretos que esconden los profesionales respetables, las complicaciones de la empresa familiar y demás inconvenientes del asentamiento burgués. Todo en una comedia amarga que se atraganta con el café y que en ocasiones parece increíble que estemos viendo. Pero si hay algo que engrandece al maestro y su constante presencia, en esos planos largos de acciones cotidianas, esos planos generales invadidos por el ruido de la calle, esa distancia que toma cuando los personajes salen de su hábitat. Haneke ironiza desde el título pues, siendo fiel así mismo, un
happy end para el austríaco siempre será la manzana de Blancanieves.
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