La abuelita Hall era una mujer chapada a la antigua. Una adorable supremacista blanca que creía que los judíos tenían cuernos y olfateaban el dinero con la destreza de un cerdo trufero. Con todo y con eso, su nieta Diane dejó el cálido y conservador ambiente familiar para probar suerte en Broadway. La vida de la pequeña Diane cambió el día que los Bastendorf, con el doctor Bastendorf de cabeza de familia, se mudaron a la casa de al lado. Mientras el señor Hall continuaba reacio al alienismo profesional de sus nuevos vecinos y a los cortes de pelo alternativos, la señora Hall (Keaton de soltera), siguió el ejemplo intelectual del doctor Bastendorf y empezó a cultivar el lado creativo de sus hijos llevándoles a exposiciones, fomentando la escritura de poemas y otras fruslerías. La nieta mayor de la abuelita Hall siempre había sido despabilada, pizpireta y graciosa, pero con una gracia muy personal, nada que ver con esa gracia que se atribuye a esos niños prodigio de atributos y habilidades tan sorprendentes como insoportables. La joven Diane era pintoresca pero de una forma encantadora. En 1964 se enamoró de Atticus Finch, el personaje de Gregory Peck en
Matar a un ruiseñor. A finales de esa década emigró del condado de Orange (California) a Manhattan para estudiar interpretación con Sanford Meisner, la tercera vía del mundo actoral que formó parte del Group Theater de Strasberg y con quien habían comenzado sus eminentes carreras actores de la talla de Robert Duvall o Grace Kelly. La señorita Hall ya había estado en Nueva York visitando el MoMA con su madre por recomendación clínica del doctor Bastendorf. Pero ahora la señorita Hall había cambiado, incluso de apellido. El Sindicato de Actores no admitía dos intérpretes con el mismo nombre y, al parecer, ya existía una joven Diane Hall que había hecho un ínfimo papel en
Los Diez Mandamientos de DeMille, por lo que a partir de ahora sería conocida como
Diane Keaton. La excusa perfecta para no mezclar al serio y formal apellido Hall con la farándula, además de rendir el sentido homenaje que su madre, una mujer en constante evolución, merecía.
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Woody Allen visto por la abuelita Hall |
Así nació la eterna Diane Keaton, la de la sonrisa tímida y la carcajada nerviosa. Un tipo de mujer que jamás se había conocido en la pantalla y que merece todos los elogios que el óbito suele acarrear consigo. Quizás la más acertada fuera Meryl Streep cuando aseguró que "era físicamente incapaz de actuar, de ser falsa o de cualquier tipo de exageración". A diferencia de la propia Streep, siempre dada a papeles de enorme grandilocuencia interpretativa, Keaton hizo de la naturalidad su
modus agendi. Logró hacernos creer que era fácil, que ella era como cada uno de los papeles que interpretaba. La culpa de todo esto probablemente la tenga Woody Allen que dejó que impusiera su forma de vestir, de actuar y hasta de cantar en la bellísima
Annie Hall, que le robó el apellido a la abuelita y hasta la caricaturizó con sorna en una de sus escenas. Woody la conoció en 1969, cuando se presentó en el teatrito de Broadway donde estaban haciendo las pruebas para
Play it again, Sam. La señorita Hall venía recomendada por Meisner. Woody escribió sobre aquel encuentro: "Entra una joven desgarbada. [...] Keaton pide disculpas por todo, incluso por haberse despertado. Una pueblerina del condado de Orange, frecuentadora de mercadillos de trueque y bocadillos de atún. Una inmigrante en Manhattan que atiende un guardarropa, que antes trabajó en una tienda de golosinas de un cine de su pueblo de dónde la despidieron por comerse todo el género y que intentaba saludarnos a todos con la menor cantidad de palabras posibles. [...] Pero qué puedo decir, era fabulosa. Fabulosa en todos los sentidos. Como cuando se habla de una personalidad que ilumina una sala; ella iluminaba un bulevar. Adorable, graciosa, con un estilo totalmente original, natural, fresca." El papel lo obtuvo (por descontado), después lo repitió en la gran pantalla y el resto lo pueden leer en la prensa especializada (porque el periodismo de masas cada vez es más inexacto y artificial).
Aquella joven neurótica de clase y estilo propios se transformó en una mujer sofisticada capaz de interpretar sin un gramo de artificio ese delicado comportamiento humano (femenino) que transcurre entre la calma y la histeria. Su máxima expresión (el personaje que me viene a la cabeza cuando pienso en Diane Keaton) es el de aquella fantástica y desenfadada dramaturga de
Cuando menos te lo esperas que le valió su última nominación al Oscar. No quiero darle mayor importancia a los premios de la que ella misma le daría (todavía recuerdo cuando Woody bromeó con vender su premio AFI-toda-una-ida en eBay), pero que esta actuación, sencilla, fácil, ligera, agradable y natural (así lo hacía parecer ella), estuviera nominada dentro de una comedia romántica significó mucho. Especialmente para aquellos que creemos que existe un cine con mayúsculas más allá de los
auteurs. Al final se alzó con el Globo de Oro a la Mejor Actriz de Comedia. En esta película se produce el desnudo otoñal de la abuelita Hall (para escándalo de la antigua abuelita Hall), del que dijo: "A estas alturas, ¡qué más da!". Ella, que siempre había ocultado su sexualidad debajo de toneladas de ropa personal y difícilmente transferible, se liberó por completo ante la cámara.
Diane al desnudo. Años después, tras desnudar su cuerpo decidió desnudar su alma en sus memorias,
Then Again. Un retrato tan fresco como lúcido. Un texto que nos permitió soñar con que realmente la conocíamos, la entendíamos, incluso que podíamos consultarle nuestras neurosis.

Diane; que había sido mi perfecta novia imaginaria en
Annie Hall; mi rusa favorita en
La última noche de Boris Grushenko; la amiga sabihonda y arrolladora de
Manhattan; mi abuela, divorcista liberada (aquel feminismo elegante), tanto en
El Padrino III como en
El club de las primeras esposas; mi criminóloga de alcoba predilecta en
Misterioso asesinato en Manhattan; mi monja confesora ideal en el
Young Pope de Sorrentino; o yo mismo en
Cuando menos te lo esperas; se yergue ante mí como todas ellas al mismo tiempo, eternas, etéreas. El mundo la recuerda ahora con un
reel de Instagram en el que canta
You don't own me junto a Bette Midler y Goldie Hawn, un momentazo en
The First Wives Club. Un minuto perfecto para recordarla en
stories. Todavía hoy, en la época de lo inmediato, de lo fugaz, de lo banal, tenía su hueco Diane Keaton. Así que no me sirve que se haya marchado así, tan rápido, tan de repente. Que deje de colgar en sus redes sociales sus fotos, las fotos de sus perros o de los incontables aniversarios de
El Padrino y a nosotros nos deje colgados. Woody nos ha regalado una última imagen de su Diane: "Ella como Norma Desmond, yo Erich von Stroheim, antiguo director de sus películas, ahora
chauffeur". Un guiño al
Crepúsculo de los dioses de Wilder, un guiño al cine, a la eternidad. Porque cuando se olviden de ella (y conociendo a las desastrosas nuevas generaciones no queda demasiado), seguirán vistiendo un detalle, un chaleco, una corbata, un pantalón ancho, sin saber que vive en ellos el espíritu de la abuelita Hall.
