martes, 26 de diciembre de 2017

¿Queríais democracia?

Es muy sencillo escribir un artículo a gusto del español medio, elaborar uno de esos mensajes virales en los que se pide por la paz y el diálogo, convocar manifestaciones con banderas teñidas de blanco-rendición, sufrir por las ancianas apaleadas que se esconden tras una perversa sonrisa, y llorar. Llorar por cómo nuestros compatriotas se ven arrastrados por el nacionalismo extremo, llorar más viendo cómo dos pueblos se enfrentan en vez de sentarse a hablar, llorar de impotencia porque como personas civilizadas sabemos cuál sería el paso correcto. Este no es ese artículo. No soy un gran admirador de la democracia tal y como la entendemos hoy en día, por eso me sangran los oídos cada vez que escucho a algún ferviente demócrata clamar por el referéndum y el derecho decidir. Todo radica en la más que acertada teoría de Brennan, que pone en duda el valor del voto de un ser inepto. El problema nace de que que el deseo de votar está en todos nosotros, tenemos el ansia de decidir y de sentirnos relevantes en una sociedad que se ríe de nosotros, mientras Charles Chaplin nos ve entrar como ovejas en la fábrica. Luego están los carneros, los antisistema sin los cuales no podría existir sistema alguno. Los catalanes se han convertido en una especie de masa disforme compuesta por independentistas, políticos desfigurados, pelo, antitaurinos y corrupción, esto último no hace más que acercarnos entre naciones. Vivimos en un país que tiende a generalizar —por la circunstancia histórica de haber sido gobernados por un general durante cuarenta años— y por lo tanto el resto de catalanes que no se sienten dentro de esta masa no son relevantes (al menos para este artículo), pues su gentilicio lleva ya una connotación imborrable.


"¿Queríais democracia? Pues tomad democracia", decía la condesa postrada en su cama de "Patrimonio Nacional" (Luis García Berlanga, 1981). Lo cierto es que esa afirmación se la he escuchado a distintas personas en contextos completamente diferentes y me aventuro a afirmar que sin la referencia de Mary Santpere en mente. Las nuevas elecciones en la esquina noreste de la península han vuelto a desplegar las tiendas de campañas, estacionándose como esos camping que no prevén la riada que les va a llevar por delante. Mientras en Bruselas sucede en paralelo la subtrama más ridícula y berlanguiana de todas, un político huido presenta su candidatura desde el exilio. La estelada ondea cada atardecer en sus colores de siempre, cambiando de dirección según la mueva el viento, impasible. Este verano todos suimos catalanes bajo el lema "No tinc por!", a estas alturas nos estamos acercando al "No t'importe!". Si hay algo por lo que toda esta sinvergüenzada haya tenido sentido es por la reconciliación que ha supuesto entre el pueblo español y su bandera. Todavía hoy, pasada la efervescencia nacionalista del momento, resisten varias banderas en los balcones de España junto a los adornos navideños. Ha costado que muchos borren el águila de sus banderas, y ese paso se lo debemos al procès. Empezaba a resultar ridículo ver las películas americanas con banderas en el porche mientras nosotros solo lucíamos nuestros colores cuando pasábamos de cuartos en algún mundial. Y pese a todo llamábamos a nuestro equipo "la roja", que tiene narices. Pero lo más probable es que mi sueño de un país sin prejuicios ni complejos sea una ilusión, porque me he dado cuenta de que este verano hay otro mundial y probablemente hayan dejado las banderas fuera para no hacer un doble esfuerzo. 

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