lunes, 13 de octubre de 2025

El desnudo otoñal de la abuelita Hall

La abuelita Hall era una mujer chapada a la antigua. Una adorable supremacista blanca que creía que los judíos tenían cuernos y olfateaban el dinero con la destreza de un cerdo trufero. Con todo y con eso, su nieta Diane dejó el cálido y conservador ambiente familiar para probar suerte en Broadway. La vida de la pequeña Diane cambió el día que los Bastendorf, con el doctor Bastendorf de cabeza de familia, se mudaron a la casa de al lado. Mientras el señor Hall continuaba reacio al alienismo profesional de sus nuevos vecinos y a los cortes de pelo alternativos, la señora Hall (Keaton de soltera), siguió el ejemplo intelectual del doctor Bastendorf y empezó a cultivar el lado creativo de sus hijos llevándoles a exposiciones, fomentando la escritura de poemas y otras fruslerías. La nieta mayor de la abuelita Hall siempre había sido despabilada, pizpireta y graciosa, pero con una gracia muy personal, nada que ver con esa gracia que se atribuye a esos niños prodigio de atributos y habilidades tan sorprendentes como insoportables. La joven Diane era pintoresca pero de una forma encantadora. En 1964 se enamoró de Atticus Finch, el personaje de Gregory Peck en Matar a un ruiseñor. A finales de esa década emigró del condado de Orange (California) a Manhattan para estudiar interpretación con Sanford Meisner, la tercera vía del mundo actoral que formó parte del Group Theater de Strasberg y con quien habían comenzado sus eminentes carreras actores de la talla de Robert Duvall o Grace Kelly. La señorita Hall ya había estado en Nueva York visitando el MoMA con su madre por recomendación clínica del doctor Bastendorf. Pero ahora la señorita Hall había cambiado, incluso de apellido. El Sindicato de Actores no admitía dos intérpretes con el mismo nombre y, al parecer, ya existía una joven Diane Hall que había hecho un ínfimo papel en Los Diez Mandamientos de DeMille, por lo que a partir de ahora sería conocida como Diane Keaton. La excusa perfecta para no mezclar al serio y formal apellido Hall con la farándula, además de rendir el sentido homenaje que su madre, una mujer en constante evolución, merecía.

Woody Allen visto por la abuelita Hall

Así nació la eterna Diane Keaton, la de la sonrisa tímida y la carcajada nerviosa. Un tipo de mujer que jamás se había conocido en la pantalla y que merece todos los elogios que el óbito suele acarrear consigo. Quizás la más acertada fuera Meryl Streep cuando aseguró que "era físicamente incapaz de actuar, de ser falsa o de cualquier tipo de exageración". A diferencia de la propia Streep, siempre dada a papeles de enorme grandilocuencia interpretativa, Keaton hizo de la naturalidad su modus agendi. Logró hacernos creer que era fácil, que ella era como cada uno de los papeles que interpretaba. La culpa de todo esto probablemente la tenga Woody Allen que dejó que impusiera su forma de vestir, de actuar y hasta de cantar en la bellísima Annie Hall, que le robó el apellido a la abuelita y hasta la caricaturizó con sorna en una de sus escenas. Woody la conoció en 1969, cuando se presentó en el teatrito de Broadway donde estaban haciendo las pruebas para Play it again, Sam. La señorita Hall venía recomendada por Meisner. Woody escribió sobre aquel encuentro: "Entra una joven desgarbada. [...] Keaton pide disculpas por todo, incluso por haberse despertado. Una pueblerina del condado de Orange, frecuentadora de mercadillos de trueque y bocadillos de atún. Una inmigrante en Manhattan que atiende un guardarropa, que antes trabajó en una tienda de golosinas de un cine de su pueblo de dónde la despidieron por comerse todo el género y que intentaba saludarnos a todos con la menor cantidad de palabras posibles. [...] Pero qué puedo decir, era fabulosa. Fabulosa en todos los sentidos. Como cuando se habla de una personalidad que ilumina una sala; ella iluminaba un bulevar. Adorable, graciosa, con un estilo totalmente original, natural, fresca." El papel lo obtuvo (por descontado), después lo repitió en la gran pantalla y el resto lo pueden leer en la prensa especializada (porque el periodismo de masas cada vez es más inexacto y artificial).

Aquella joven neurótica de clase y estilo propios se transformó en una mujer sofisticada capaz de interpretar sin un gramo de artificio ese delicado comportamiento humano (femenino) que transcurre entre la calma y la histeria. Su máxima expresión (el personaje que me viene a la cabeza cuando pienso en Diane Keaton) es el de aquella fantástica y desenfadada dramaturga de Cuando menos te lo esperas que le valió su última nominación al Oscar. No quiero darle mayor importancia a los premios de la que ella misma le daría (todavía recuerdo cuando Woody bromeó con vender su premio AFI-toda-una-ida en eBay), pero que esta actuación, sencilla, fácil, ligera, agradable y natural (así lo hacía parecer ella), estuviera nominada dentro de una comedia romántica significó mucho. Especialmente para aquellos que creemos que existe un cine con mayúsculas más allá de los auteurs. Al final se alzó con el Globo de Oro a la Mejor Actriz de Comedia. En esta película se produce el desnudo otoñal de la abuelita Hall (para escándalo de la antigua abuelita Hall), del que dijo: "A estas alturas, ¡qué más da!". Ella, que siempre había ocultado su sexualidad debajo de toneladas de ropa personal y difícilmente transferible, se liberó por completo ante la cámara. Diane al desnudo. Años después, tras desnudar su cuerpo decidió desnudar su alma en sus memorias, Then Again. Un retrato tan fresco como lúcido. Un texto que nos permitió soñar con que realmente la conocíamos, la entendíamos, incluso que podíamos consultarle nuestras neurosis.


Diane; que había sido mi perfecta novia imaginaria en Annie Hall; mi rusa favorita en La última noche de Boris Grushenko; la amiga sabihonda y arrolladora de Manhattan; mi abuela, divorcista liberada (aquel feminismo elegante), tanto en El Padrino III como en El club de las primeras esposas; mi criminóloga de alcoba predilecta en Misterioso asesinato en Manhattan; mi monja confesora ideal en el Young Pope de Sorrentino; o yo mismo en Cuando menos te lo esperas; se yergue ante mí como todas ellas al mismo tiempo, eternas, etéreas. El mundo la recuerda ahora con un reel de Instagram en el que canta You don't own me junto a Bette Midler y Goldie Hawn, un momentazo en The First Wives Club. Un minuto perfecto para recordarla en stories. Todavía hoy, en la época de lo inmediato, de lo fugaz, de lo banal, tenía su hueco Diane Keaton. Así que no me sirve que se haya marchado así, tan rápido, tan de repente. Que deje de colgar en sus redes sociales sus fotos, las fotos de sus perros o de los incontables aniversarios de El Padrino y a nosotros nos deje colgados. Woody nos ha regalado una última imagen de su Diane: "Ella como Norma Desmond, yo Erich von Stroheim, antiguo director de sus películas, ahora chauffeur". Un guiño al Crepúsculo de los dioses de Wilder, un guiño al cine, a la eternidad. Porque cuando se olviden de ella (y conociendo a las desastrosas nuevas generaciones no queda demasiado), seguirán vistiendo un detalle, un chaleco, una corbata, un pantalón ancho, sin saber que vive en ellos el espíritu de la abuelita Hall. 

viernes, 26 de septiembre de 2025

¿Qué pasa con Woody?

¿Qué pasa con Woody Allen que a los noventa años continúa más lúcido que cualquiera de nosotros? La publicación de su nueva novela ¿Qué pasa con Baum? (Alianza Editorial, 2025) ha sido un soplo de aire fresco para todos aquellos que gozamos de las manías e hipocondrías del director neoyorquino. Está la claustrofobia de ascensor, que nos regaló una escena imborrable en Misterioso asesinato en Manhattan, o los melanomas que resultan ser manchas en la camisa, como le ocurría a su personaje en Hannah y sus hermanas, cinta de la que también recoge esa capacidad tan vitriólica como veraz de componer relaciones humanas imposibles y dotarlas de una profunda ternura y humanidad. Hasta aquí lo bueno conocido. También están sus declamaciones en yiddish, obsesiones literarias, Crimen y castigo y sátira social, de la que se sirve para hacer un repaso descollante de las armas arrojadizas con las que tratan diariamente de azuzar la cultura de la cancelación. Asher Baum, su protagonista, acude histérico y sudoroso a la cita con su agente literario. Se huele que la joven periodista china que le entrevistó la semana pasada (y de la que recuerda que le pareció brillante y preciosa) va interponer una demanda por acoso. "¿Por qué demonios iba yo a meterle la lengua en la oreja?", clama su personaje a sí mismo. Otra idea genial de la novela, la diatriba que el protagonista mantiene consigo mismo durante toda la obra, como una especie de Gollum psicoanalizado. El genio Allen, mordaz asesino de la intelectualidad, procede entonces a ridiculizar las teorías conspiranoicas (que vivió en primera persona) mediante las cuales se analiza el comportamiento delictivo del acusado a través de elementos reincidentes en su obra, en lugar de hacerlo con hechos reales. Tarea sencilla para el gran satiricón del psicoanálisis, que no duda en dejarnos caer que eso de las interpretaciones de los sueños ya lo hacían José y el faraón de Egipto en el Antiguo Testamento. 

Misterioso asesinato en Manhattan (Woody Allen, 1993)

Hay más verdad en un chiste de Woody Allen que en cualquier discurso de la ONU (ya que los tenemos recientes). Pese a todo la crítica se ha ensañado con esta novelita que no pretende ser más que eso, un pequeño bloc de ideas descabelladas que siguen un hilo conductor amable (con sus esperados y magníficos puntos de giro) hasta un deus ex machina genial, de esos que tanto adoraba el Allen humorista. Con todo, nos enfrentamos (y deleitamos) con una dulcificación del autor, más en la línea de su Día de lluvia en Nueva York o su Café Society, que en la prosa absurda (en el mejor sentido de la palabra) y descacharrante a la que nos tenía acostumbrados en sus relatos cortos, al estilo de su admirado S. J. Perelman, de quien hay algún retazo, sobre todo en la crítica de lo inocuo y el marketing barato. En este Allen más amable descubrimos también a un Allen extrañamente optimista, especialmente en un fragmento en el que reconoce que "vivimos tiempos raros. Extremistas, con uno de nuestros dos principales partidos en declive, antisemitismo y una cultura popular cada vez más banal. Pero tranquilo, Asher, el cuerpo humano sabe protegerse. Esto no durará y volverá a imponerse el sentido común". Incluso alude a la conciencia social, discernimiento habitual es la prosa del cínico, cuando pasa brevemente por Gaza y Ucrania para terminar leyendo una gaceta local, "donde vio que no había que ir tan lejos para presenciar una masacre, ya que abundaban las noticias nacionales sobre gente que moría de un disparo". Esto, por supuesto, está escrito antes del asesinato de Charlie Kirk. Lo cierto es que, sin meterse en discursos pedantes y relamidos como los que probablemente elaboraría su protagonista, Woody Allen ha logrado hacer una radiografía impecable de la mierda de mundo en que vivimos. Eso sí, esperemos que la lógica termine imponiéndose a la dictadura de las minorías.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

Ciao, bellissimi

La muerte de Robert Redford y Claudia Cardinale nos ha dejado sin dos de las personas más bellas que jamás hayan existido, continuando así la deriva inevitable de una sociedad cada vez más fea, hortera, vacía y ramplona. La Cardinale (porque como todas las grandes logró sumarle un artículo a su apellido) y Mr. Redford rompían todos los cánones y estándares de belleza, porque ellos hubieran sido guapos en cualquier época, en cualquier momento, en cualquier vida. Tenían ese touch of class del que presumen los ordinarios, ese je ne sais quoi que dicen los cursis. Estaban por encima de modas, convicciones y demás preceptos demoníacos que hoy en día destruyen a los ídolos antes de terminar de erguir su propio mito. La sensual e inocente sonrisa de la Cardinale, la eterna ragazza con la valigia, sus besos despacio a Jacques Perrin, la toalla recogiéndole el pelo. Las imágenes de su belleza se arremolinan feroces en mis pensamientos. También el azul imposible de la mirada de Redford, porque jamás el cine volverá a mirar con el Technicolor de Descalzos por el parque. Ambos estaban dotados de una elegancia natural e incorregible. La hija de un maquinista de ferrocarril siciliano y el retoño de un contable irlandés, ambos poseían una distinción que no entiende de clases sociales, si no de la más bruta y esencial fuerza de la naturaleza. Ni siquiera Visconti logró dotar a la Cardinale de esa supuesta basteza de clase media en El gatopardo. La hija de Don Calogero jamás logró ser ordinaria, ni riéndose de los chistes verdes de Alain Delon, sentada a la mesa de Burt Lancaster. Sí logró, en cambio, captar su belleza, tan carnal como etérea, en su máximo esplendor y vitalidad entre los cuadros descolgados de un palacio semi-abandonado. Lo mismo le ocurría a Redford en El jinete eléctrico, ya lo disfrazaran de campeón de rodeos, vestido con el traje de vaquero más hortera y luminiscente del viejo oeste, jamás lograrían dotarle de un gramo de vulgaridad. Sí, en cambio, de una sonrisa incorregible capaz de vulgarizar la mirada de cualquier mujer. Quién sabe qué hubiera pasado de haber trabajado juntos. 

El gran romántico, Denys Finch Hatton
Bob Redford nos conquistó con interpretaciones naturales, de gestos sencillos y miradas imposibles. La Cardinale como una efigie inalcanzable y dulce, valga la antítesis, que miraba siempre de reojo, tras un flabelo rosso o entre plumas de Piero Tosi. Fue Federico Fellini quien la elevó al paraíso de las estrellas convirtiéndola en fantasía, deseo y musa de Marcello Mastroianni en Otto e mezzo. "Cuando vendí la película al productor sólo tenía una imagen: Claudia Cardinale vestida de blanco", reconoció el director en una de sus infinitas contradicciones. Redford cultivó ese punto del canallita con cara de bueno que sabía que demenciaba a sus admiradores. Así logró engañarnos dando El Golpe junto a Paul Newman, con quien ya nos había enseñado en Dos hombres y un destino que los auténticos héroes mueren en off. Así construyó también al mayor ídolo del hombre cinéfilo, logrando hacer de Denys Finch Hatton (el vividor sin ataduras que sólo visitaba a su amor cuando le apetecía en Memorias de África) un auténtico icono del romanticismo mundial. Yo, personalmente, lloro mejor con Íntimo y personal. Cuando murió Redford acudí a los quioscos para hacerme con toda la prensa, como hacía antaño, esperando encontrar grandes artículos y recuerdos en su memoria. Encontré, en su mayoría, retoques sobre una base de Inteligencia Artificial, errores, datos incorrectos, erratas y poco, muy poco, corazón. No haré lo mismo con la Cardinale porque además murió por la tarde y han tenido menos tiempo de reacción, reduciéndola a una esquinita conmemorativa. Para un día que pueden abrir el periódico con el rostro más hermoso del mundo... Muchos se empeñan en decir que Redford se fastidió con la cirugía o que la Cardinale estaba vieja y se pintaba demasiado. Son los que no entienden que cualquier tiempo pasado fue mejor. A diferencia de Fernando Trueba, que rescató a la Cardinale en 2012 para una película donde compartía plano con Chus Lampreave. "Siempre había soñado con trabajar con la Cardinale", dijo Fernando entonces, trayendo su mirada eterna a nuestra humilde España. Bob y Claudia abandonan nuestro mundo donde la gente guapa ya casi no existe. El plástico, sin embargo, tarda millones de años en desaparecer.

El artista y la modelo (Fernando Trueba, 2012)


martes, 18 de febrero de 2025

Juan Mariné: el cine español

Lo primero que hice al llegar a la escuela de cine fue bajar al sotanillo donde Juan Mariné pasaba las horas restaurando películas. "Mira, mira esta está coloreada... ¡Es de 1914!", me dijo nada más llegar, como si me conociera de toda la vida. Tuve que bajar. Me habían dicho que «Juan Mariné» estaba siempre allí, como un viejo espíritu del cine que velaba por la conservación de ese roído celuloide que extraía de las catacumbas de la Filmoteca y que ahora me mostraba a contraluz. Cuando me lo dijeron no podía creerlo. «Juan Mariné» era uno de esos nombres que resonaba a perpetuidad en el imaginario cinéfilo, a la altura de Luis Cuadrado, Carlos Suárez, Manolo Berenguer o José F. Aguayo, cuya rúbrica se había impreso en nuestra retina después de verla en infinitos títulos crédito. ¿Será el mismo Juan Mariné? Debe tener cien años. Entonces aún no los tenía. Hoy nos ha dejado a los 104, después de más de un siglo de impecable lucidez y memoria cinematográfica. Venían mucho a rodarle, algo que a él le encantaba. No por afán de protagonismo, sino por tener la oportunidad de imprimir sus regueros de sabiduría sobre el incombustible celuloide (aunque la película ya fuera grabada y no filmada). Juan Mariné. Un siglo de cine (María Luisa Pujol, 2020) fue la última gran muestra de ese hombre que era verdaderamente libre entre máquinas de filmar y moviolas de restauración, siempre junto a su Conchita, Concha Figueras, su irreductible compañera. Aunque el mayor homenaje se lo hizo Fernando Trueba, dejándole un cameo histórico en La reina de España, dónde venía a decir algo así como que "ya era abuelo cuando se inventó el cine".

Mariné llegó al cine de casualidad, en 1934, como repartidor de material al rodaje de El octavo mandamiento (Arthur Porchet, 1937), muestra de ese cine español pre-guerra civil que fue totalmente aniquilado, como sus protagonistas. Si alguien podía citar a Porchet –director de fotografía de Benito Perojo, reconvertido en director, del que apenas se conservan algunas cintas de celuloide– era Juan Mariné, quien, además de convertirse en un jornalero del cine, se encargó de preservarlo física y ecuánimemente, dando a cada persona su lugar en la historia. Este aspecto es importantísimo, pues la historia del cine –como la historia en general– suele estar a merced de ídolos y leyendas. Allí, en mitad de una bronca de rodaje empezó a trastear con las cámaras y el resto ya es historia. "Yo no puedo ser más que operador de cine, esto tiene que ser mi vida", decía continuamente, recalcando su compromiso con el oficio, la manufactura, la fábrica de sueños. Mucho antes de que los directores de fotografía (DoP) ascendieran al Olimpo de la cinematografía. Empezó en CIFESA, aquella productora fantástica que tenía como primer mandamiento complacer al público sobre todas las cosas, donde fue segundo operador de Alfredo Fraile o el citado Manolo Berenguer en films como la exquisita Deliciosamente tontos (Juan de Orduña, 1943), Eloísa está debajo de un almendro (Rafael Gil, 1943) o Nada (Edgar Neville, 1947). Trabajó desde entonces en su sueño del cine, inventando trucajes y planos imposibles para la época. Ya como primer operador nos regaló títulos imborrables de nuestro cine como La gran familia (Fernando Palacios, 1962), Historia de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965) –filmando como nadie a Conchita Velasco y su chica yeyé– o Un millón en la basura (José María Forqué, 1967)

Su gran familia fue el cine. Muestra de ello eran sus directores de confianza, a los que se entregaba por completo. Antonio del Amo, con quien hizo su primera película (Cuatro mujeres, aunque Berenguer fue el operador principal, Mariné asumió ese cargo en uno de los episodios) y después más de una decena, José María Forqué, Pedro Masó y Juan Piquer. Todos ellos requirieron su oficio repetidamente, aunque, por encima de todas, destaca su colaboración con Pedro Lazaga, otro oficiante cuyas películas le deben a Mariné esos vibrantes y saturados tonos en Eastmancolor. Sí, todo el cine de barrio que se puedan imaginar. De La ciudad no es para mí, aquí Don Paco todavía en blanco y negro, a Sor Citröen, con Gracita Morales con el hábito azul Klein, sin olvidar Los chicos del Preu, ¿Qué hacemos con los hijos?, Los guardiamarinas o El turismo es un gran invento, donde López Vázquez empezó a perseguir suecas en bikini. De ese color, ese gran cine, él siempre destacaba La gata (Margarita Alexandre y Rafael Torrecilla, 1956), "la primera película en color y Cinemascope del cine español", decía, un melodrama con tintes de western que tuve la suerte de examinar plano por plano con él durante un pase en la escuela de cine. De todo ese cine es autor, registrador y testigo Don Juan Mariné. Y, por todo ello, fue el más merecido Goya de Honor de la Academia de Cine en 2024. Un hombre que hoy se apaga para hacerse eterno en el cine, en su amado celuloide. Para mí, sin embargo, siempre estará en ese sotanillo, junto a Conchita, rescatando películas del olvido. Hasta siempre, «Juan Mariné», le vemos en el cine.