viernes, 26 de septiembre de 2025

¿Qué pasa con Woody?

¿Qué pasa con Woody Allen que a los noventa años continúa más lúcido que cualquiera de nosotros? La publicación de su nueva novela ¿Qué pasa con Baum? (Alianza Editorial, 2025) ha sido un soplo de aire fresco para todos aquellos que gozamos de las manías e hipocondrías del director neoyorquino. Está la claustrofobia de ascensor, que nos regaló una escena imborrable en Misterioso asesinato en Manhattan, o los melanomas que resultan ser manchas en la camisa, como le ocurría a su personaje en Hannah y sus hermanas, cinta de la que también recoge esa capacidad tan vitriólica como veraz de componer relaciones humanas imposibles y dotarlas de una profunda ternura y humanidad. Hasta aquí lo bueno conocido. También están sus declamaciones en yiddish, obsesiones literarias, Crimen y castigo y sátira social, de la que se sirve para hacer un repaso descollante de las armas arrojadizas con las que tratan diariamente de azuzar la cultura de la cancelación. Asher Baum, su protagonista, acude histérico y sudoroso a la cita con su agente literario. Se huele que la joven periodista china que le entrevistó la semana pasada (y de la que recuerda que le pareció brillante y preciosa) va interponer una demanda por acoso. "¿Por qué demonios iba yo a meterle la lengua en la oreja?", clama su personaje a sí mismo. Otra idea genial de la novela, la diatriba que el protagonista mantiene consigo mismo durante toda la obra, como una especie de Gollum psicoanalizado. El genio Allen, mordaz asesino de la intelectualidad, procede entonces a ridiculizar las teorías conspiranoicas (que vivió en primera persona) mediante las cuales se analiza el comportamiento delictivo del acusado a través de elementos reincidentes en su obra, en lugar de hacerlo con hechos reales. Tarea sencilla para el gran satiricón del psicoanálisis, que no duda en dejarnos caer que eso de las interpretaciones de los sueños ya lo hacían José y el faraón de Egipto en el Antiguo Testamento. 

Misterioso asesinato en Manhattan (Woody Allen, 1993)

Hay más verdad en un chiste de Woody Allen que en cualquier discurso de la ONU (ya que los tenemos recientes). Pese a todo la crítica se ha ensañado con esta novelita que no pretende ser más que eso, un pequeño bloc de ideas descabelladas que siguen un hilo conductor amable (con sus esperados y magníficos puntos de giro) hasta un deus ex machina genial, de esos que tanto adoraba el Allen humorista. Con todo, nos enfrentamos (y deleitamos) con una dulcificación del autor, más en la línea de su Día de lluvia en Nueva York o su Café Society, que en la prosa absurda (en el mejor sentido de la palabra) y descacharrante a la que nos tenía acostumbrados en sus relatos cortos, al estilo de su admirado S. J. Perelman, de quien hay algún retazo, sobre todo en la crítica de lo inocuo y el marketing barato. En este Allen más amable descubrimos también a un Allen extrañamente optimista, especialmente en un fragmento en el que reconoce que "vivimos tiempos raros. Extremistas, con uno de nuestros dos principales partidos en declive, antisemitismo y una cultura popular cada vez más banal. Pero tranquilo, Asher, el cuerpo humano sabe protegerse. Esto no durará y volverá a imponerse el sentido común". Incluso alude a la conciencia social, discernimiento habitual es la prosa del cínico, cuando pasa brevemente por Gaza y Ucrania para terminar leyendo una gaceta local, "donde vio que no había que ir tan lejos para presenciar una masacre, ya que abundaban las noticias nacionales sobre gente que moría de un disparo". Esto, por supuesto, está escrito antes del asesinato de Charlie Kirk. Lo cierto es que, sin meterse en discursos pedantes y relamidos como los que probablemente elaboraría su protagonista, Woody Allen ha logrado hacer una radiografía impecable de la mierda de mundo en que vivimos. Eso sí, esperemos que la lógica termine imponiéndose a la dictadura de las minorías.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

Ciao, bellissimi

La muerte de Robert Redford y Claudia Cardinale nos ha dejado sin dos de las personas más bellas que jamás hayan existido, continuando así la deriva inevitable de una sociedad cada vez más fea, hortera, vacía y ramplona. La Cardinale (porque como todas las grandes logró sumarle un artículo a su apellido) y Mr. Redford rompían todos los cánones y estándares de belleza, porque ellos hubieran sido guapos en cualquier época, en cualquier momento, en cualquier vida. Tenían ese touch of class del que presumen los ordinarios, ese je ne sais quoi que dicen los cursis. Estaban por encima de modas, convicciones y demás preceptos demoníacos que hoy en día destruyen a los ídolos antes de terminar de erguir su propio mito. La sensual e inocente sonrisa de la Cardinale, la eterna ragazza con la valigia, sus besos despacio a Jacques Perrin, la toalla recogiéndole el pelo. Las imágenes de su belleza se arremolinan feroces en mis pensamientos. También el azul imposible de la mirada de Redford, porque jamás el cine volverá a mirar con el Technicolor de Descalzos por el parque. Ambos estaban dotados de una elegancia natural e incorregible. La hija de un maquinista de ferrocarril siciliano y el retoño de un contable irlandés, ambos poseían una distinción que no entiende de clases sociales, si no de la más bruta y esencial fuerza de la naturaleza. Ni siquiera Visconti logró dotar a la Cardinale de esa supuesta basteza de clase media en El gatopardo. La hija de Don Calogero jamás logró ser ordinaria, ni riéndose de los chistes verdes de Alain Delon, sentada a la mesa de Burt Lancaster. Sí logró, en cambio, captar su belleza, tan carnal como etérea, en su máximo esplendor y vitalidad entre los cuadros descolgados de un palacio semi-abandonado. Lo mismo le ocurría a Redford en El jinete eléctrico, ya lo disfrazaran de campeón de rodeos, vestido con el traje de vaquero más hortera y luminiscente del viejo oeste, jamás lograrían dotarle de un gramo de vulgaridad. Sí, en cambio, de una sonrisa incorregible capaz de vulgarizar la mirada de cualquier mujer. Quién sabe qué hubiera pasado de haber trabajado juntos. 

El gran romántico, Denys Finch Hatton
Bob Redford nos conquistó con interpretaciones naturales, de gestos sencillos y miradas imposibles. La Cardinale como una efigie inalcanzable y dulce, valga la antítesis, que miraba siempre de reojo, tras un flabelo rosso o entre plumas de Piero Tosi. Fue Federico Fellini quien la elevó al paraíso de las estrellas convirtiéndola en fantasía, deseo y musa de Marcello Mastroianni en Otto e mezzo. "Cuando vendí la película al productor sólo tenía una imagen: Claudia Cardinale vestida de blanco", reconoció el director en una de sus infinitas contradicciones. Redford cultivó ese punto del canallita con cara de bueno que sabía que demenciaba a sus admiradores. Así logró engañarnos dando El Golpe junto a Paul Newman, con quien ya nos había enseñado en Dos hombres y un destino que los auténticos héroes mueren en off. Así construyó también al mayor ídolo del hombre cinéfilo, logrando hacer de Denys Finch Hatton (el vividor sin ataduras que sólo visitaba a su amor cuando le apetecía en Memorias de África) un auténtico icono del romanticismo mundial. Yo, personalmente, lloro mejor con Íntimo y personal. Cuando murió Redford acudí a los quioscos para hacerme con toda la prensa, como hacía antaño, esperando encontrar grandes artículos y recuerdos en su memoria. Encontré, en su mayoría, retoques sobre una base de Inteligencia Artificial, errores, datos incorrectos, erratas y poco, muy poco, corazón. No haré lo mismo con la Cardinale porque además murió por la tarde y han tenido menos tiempo de reacción, reduciéndola a una esquinita conmemorativa. Para un día que pueden abrir el periódico con el rostro más hermoso del mundo... Muchos se empeñan en decir que Redford se fastidió con la cirugía o que la Cardinale estaba vieja y se pintaba demasiado. Son los que no entienden que cualquier tiempo pasado fue mejor. A diferencia de Fernando Trueba, que rescató a la Cardinale en 2012 para una película donde compartía plano con Chus Lampreave. "Siempre había soñado con trabajar con la Cardinale", dijo Fernando entonces, trayendo su mirada eterna a nuestra humilde España. Bob y Claudia abandonan nuestro mundo donde la gente guapa ya casi no existe. El plástico, sin embargo, tarda millones de años en desaparecer.

El artista y la modelo (Fernando Trueba, 2012)