miércoles, 16 de mayo de 2018

Luis Alvargonzález Romañá, mi abuelo

La muerte se presenta de muchas maneras, el imaginario literario y cinematográfico nos la ha mostrado de distintas formas. Hemos reído y hemos llorado con la muerte, la hemos burlado e incluso hemos fantaseado sobre el más allá. Tanto que cuando llega la realidad resulta decepcionante. Sin avisar y a medio desayunar recibo una llamada de mi padre: “El abuelo”. No. La muerte de mi abuelo, Don Luis Alvargonzález Romañá, me sorprende, cuelgo y lloro, no están las líneas telefónicas para empañarlas en lágrimas, después cojo el primer autobús a Gijón. La tristeza no llega tanto con la muerte, al fin y al cabo entre esquelas y funerales uno está entretenido, como con la ausencia. El sentimiento de vacío. El volver a aquella mañana soleada en la que vi a mi abuelo por última vez yéndose feliz a almorzar con un buen amigo, casi como en el final de “Casablanca”. No hay nada tan emocionante en la muerte de un familiar como sentir el cariño verdadero de todos aquellos que le rodearon durante su vida.

Siempre he sido curioso sobre el pasado de mi familia, y más teniendo en cuenta el cariño que la villa de Gijón tiene a los Alvargonzález. El día que el tío Juan Alvargonzález González, también desaparecido, me enseñó la Fundación quedé fascinado con todo el desfile de retratos y documentos. Me sentí como el Marqués de Leguineche: “¡Estos cuadros son mi familia!”. Esta curiosidad me ha llevado a revisar los cajones de las casas de mis abuelos. Cualquier cosa, desde una fotografía a una esquela arrugada, me llevaba a preguntar y a averiguar la historia que había detrás. Así compuse la historia de la vida de mi abuelo. Empezando por los tíos, los de mi abuelo, esa clase de tíos modelo que continúan siendo “Los Tíos” cinco generaciones después. “Eres igual que el tío Antonio”, me decía mi tía el otro día. Antonio Alvargonzález, el hombre que levantó Alvargonzález Contratas, la empresa que heredó y situó mi abuelo, imprimiendo así una de mis fotografías favoritas, él con un traje gris, un puro y una enorme sonrisa. Su padre, Luis Alvargonzález Prendes, ilustre médico gijonés falleció en el exilio, en La Habana, donde vivía su mujer, Lucrecia, con sus dos hijos. Cuando hablaba de su época en Cuba a mi abuelo se le iluminaba el rostro, aparece una fotografía suya con un enorme pez espada, risas recordando la anécdota persiguiendo el pescado. Cuba es también su etapa deportiva. Digno heredero de su padre, quien fuera uno de los grandes nadadores de la costa cantábrica, mi abuelo se convirtió en uno de los atletas más prometedores de la isla, llegando a ser propuesto como candidato para los Juegos Olímpicos. Esta etapa se cierra con una enorme fotografía enmarcada, años después, Luis Alvargonzález Romañá y el medallista cubano Javier Sotomayor se saludaban calurosamente, calculo que durante la época en la que Sotomayor recibía el Príncipe de Asturias de los Deportes. 

A su etapa de atletismo en Cuba le sigue su vuelta a España, el Club de Regatas y la aparición de Los Tíos como figura paterna. En el salón de casa se yergue una enorme fotografía del tío Manolo “Ñolé”. “Patricio eres casi tan elegante como el tío Ñolé”, me dice mi abuela. María Estela Martínez, no la de Perón, como bien le dijo mi abuela a un agente de aduanas ante la confusión durante un viaje a Estados Unidos. María Estela Martínez de Alvargonzález, nada menos. Me resulta imposible pensar en mi abuela como viuda, ella y el abuelo eran uno solo, son uno solo. Juntos hasta para romper los récords en la categoría senior del Real Club de Golf de Castiello. María Estela Martínez, campeona de drive. También me gusta ese título. Juntos vivieron una etapa en París, apenas hay fotografías, sin embargo, la historia de amor y el marco de la ciudad ha creado en mi el recuerdo –esa fantástica sensación de crear recuerdos que nunca existieron– de “Ariane”, y esas películas en blanco y negro que devienen tras un mágico narrador. Lo que sí existe es el cariño que ambos me profirieron desde niño, un amor puro que durará eternamente.

Desde pequeño he querido dedicarme al cine, de ahí las referencias que acompañan el artículo. Obviamente mi abuelo quería un médico o un abogado, pero nada me hizo más ilusión que su risa cuando vio uno de mis primeros cortometrajes. “Estudia, estudia y estudia”, me dijo toda la vida. Y otra vez la imagen del gran empresario con el puro en la mano y la enorme sonrisa. Luis Alvargonzález Romañá, un hombre querido. Gracias.

                                                                 Artículo publicado el 15 de mayo de 2018 en el diario "El Comercio"

Luis Alvargonzález Romañá

jueves, 10 de mayo de 2018

Wild Wild Netflix

Los sirios no tienen Netflix, cuando la enorme empresa comercial estadounidense conquiste las pocas fronteras que a día de hoy se le resisten llegaremos a un tratado de paz mundial por sólo 7'99€ al mes. La multinacional con sede en Los Gatos, California, tiene poder absoluto sobre sus subscriptores, te hará ver lo que ella quiere que veas y lo peor de todo es que te gustará, lo recomendarás y harás que otros vean lo que ella ha querido. Por eso he sucumbido al atractivo salvajismo de "Wild Wild Country" (Chapman y Maclain Way, 2018), la serie documental de la que todo el mundo habla —como se vendería en los tiempos de la pop publicity—, un experimento adictivo que sorprende con cada una de sus revelaciones. El espectador asiste a su visionado como los rajnishes a los discursos del Osho, limpian su rutina con declaraciones sorprendentes, atónitos ante lo que una secta fue capaz de hacer desde un pueblo perdido del estado de Oregón, Estados Unidos. Los testimonios de algunos de los protagonistas que participaron en el tinglado son desgarradores, incluyendo a una voraz, cínica, impertinente y genial, Ma Anand Sheela. Estas declaraciones se contrastan con las de los habitantes de Antelope y demás personalidades que lucharon contra el movimiento del Bhagwan, siempre rociadas por un inevitable sentido del humor que hace más llevadero el asombro ante lo que esta secta puede llegar a hacer detrás de sus momentos de oración y de amor libre. "Me acusaron de crímenes terribles, más bien de intento de todos ellos", sentencia Sheela tras una de sus oscuras sonrisas. Sheela, secretaria de Bhagwan, responsable de mover los millones de las empresas del Osho. Este es el punto más interesante de Bhagwan, es probablemente el único líder espiritual abiertamente capitalista, punto clave lleno de humor que los hermanos Way utilizan para incitar a crear leyenda. ¿Por qué el Bhagwan no fue enterrado con su reloj de diamantes?

Ma Anand Sheela

He leído en algunos artículos que "Wild Wild Country" es un análisis sobre la religión y la inmigración que ayuda a comprender el episodio de Oregón. Personalmente, yo no había oído hablar de ninguna secta que bailaba vestida de naranja, lo más parecido que había visto eran los Hare Krishna que Woody Allen había retratado en "Hannah y sus hermanas" (1986). "No fastidies, tú un Hare Krishna. ¿Te vas a rapar la cabeza, ponerte una toga y bailar en los aeropuertos? Te confundirán con Jerry Lewis", decía el personaje de Allen en busca de una identidad religiosa. Los rajnishes, con sus ropas rojizas y su impostada sonrisa, no andan lejos de la aguda mirada del genio de Brooklyn. Por todo ello, "Wild Wild Country", va más allá de una religión de manual y un fraude migratorio, se trata de un relato sobre el poder y el orgullo. Sheela es la auténtica protagonista, no un místico fallecido hace décadas en sospechosas circunstancias. Se trata del retrato del ascenso de Sheela a la cabeza de la organización, cargándose a su predecesora, y de cómo, cegada por el orgullo, perdió al Osho en su plan por la conquista de la incorruptible América y del mundo (sic). La serie tiene todos los elementos de una ficción, arquetipos, fraude, sectas, secretismo, América, religión, consecuencias legales e incluso tentadores cliffhangers al final de cada episodio que hace el documental adictivo. Sin embargo, los hermanos Way huyen de lo fácil, se esfuerzan por mostrar una imagen lo más limpia posible, que el espectador saque sus conclusiones a partir de las declaraciones en bruto de los protagonistas de esta historia. La mejor muestra de ello es un borroso final ¿feliz?, en el que Sheela nos sonríe cuidando ancianos dementes en un centro suizo. "Era como una hermosa película de Fellini", esa frase de Sheela se me quedó grabada, me sorprendía según avanzaba en el documental y me daba cuenta de que Fellini era relevado en momentos por la dureza física y visual de Pasolini. Hagan caso a lo que les dice Netflix y, si no la han visto ya, vean "Wild Wild Country".